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Normas básicas para la formación y promoción del clero secular México 1540, 1555 y 1585. Un aporte a la historia de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis en Hispanoamérica Colonial

Basics Rules for the Formation and Promotion of the Secular Clergy Mexico 1540, 1555 and 1585. A Contribution to the History of the Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis in Colonial Spanish-America

Juan Guillermo Durán *
Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina

Revista Teología

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0328-1396

ISSN-e: 2683-7307

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 60, núm. 140, 2023

revista_teologia@uca.edu.ar

Recepción: 10 Julio 2022

Aprobación: 23 Septiembre 2022



DOI: https://doi.org/10.46553/teo.60.140.2023.p145-192

Resumen: El artículo se propone recrear los inicios del proceso de formación y promoción del clero mexicano en el siglo XVI (anterior y posterior al concilio de Trento), itinerario común a todas las diócesis hispanoamericanas de la época, cada una con sus tiempos y peculiaridades propias. En este caso se presentan los cuatro momentos más significativos que lo caracterizan: el seminario de clérigos fundado en Michoacán por el emprendedor obispo Vasco de Quiroga (el “Tata Vasco”), en 1540, primer centro de formación sacerdotal en Hispanoamérica; las normas promulgadas por el Primer Concilio Provincial (1555); la creación de los seminarios conciliares establecidos por Trento (1564); y la asimilación completa de la reforma Tridentina en el Tercer Concilio Provincial (1585), que asume el nuevo sistema de formación sacerdotal. Novedad que a través de la implementación progresiva produjo un cambio substancial en la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis de aquella época, que del esquema clásico de la asimilación individual de los contenidos formativos a través cátedras conventuales y catedralicias o de colegios episcopales, o asistencia a universidades, se pasó a la implementación de una educación eclesiástica formal, sistemática y comunitaria, bajo la directa vigilancia del obispo, incluyendo un plan orgánico de materias en orden a alcanzar una formación integral (humanidades, teología, moral, cánones, espiritualidad y pastoral), impartidas en forma escolar (mediante clases) por un cuerpo docente estable, en la sede de un edificio construido o remodelado al efecto.

Palabras clave: Arzobispado de México, Vasco de Quiroga, Primeros concilios provinciales mexicanos, Formación y reforma del clero, Cátedras conventuales, Colegios episcopales, Universidad de México, Decreto Tridentino sobre creación de seminarios, Pedro Moya de Contreras, Felipe II.

Abstract: The article focuses on the beginnings of the process of formation and promotion of the Mexican clergy in the 16th century (before and after the Council of Trent). This formation and promotion were a common itinerary to all the Spanish-American dioceses of the time, each with its own peculiarities. This article deals with four of the most significant moments in this development: the clergy seminary founded in Michoacán by Bishop Vasco de Quiroga (the “Tata Vasco”) in 1540, the first center for the formation of the clergy in Spanish-America; the norms promulgated by the First Provincial Council (1555); the creation of the conciliar seminaries established by Trent (1564); and the complete assimilation of the Tridentine reform in the Third Provincial Council (1585), which assumes the new system of priestly formation. One of the innovations that produced a substantial change in the Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis during this period, was the change from classic scheme of individual assimilation of the formative contents through conventual and cathedral chairs or episcopal schools or attendance at universities, to the implementation of a formal, systematic and ecclesiastical education under the direct supervision of the bishop, including an organic plan of subjects in order to achieve an integral formation (humanities, theology, moral, canons, spirituality and pastoral), imparted through classes by a stable faculty in a building constructed or remodeled for this purpose.

Keywords: Archbishop of Mexico, Vasco de Quiroga, first provincial councils of Mexico, formation and reform of the clergy, conventual chairs, episcopal schools, University of Mexico, Tridentine decree for the creation of seminars, Pedro Moya de Contreras, Felipe II.

Introducción

Una constante extendida en la Iglesia europea de los siglos XV y XVI, que se arrastraba desde la Edad Media, fue la ignorancia generalizada de aquellos clérigos que carecían de posibilidades de acceder a los estudios superiores, aun en las diócesis que tuvieran en su territorio una universidad o en sus cercanías. En este sentido no fue una excepción España, no obstante contar con un creciente número de centros cualificados de formación como facultades de teología y derecho canónico en las universidades, cátedras de dichas disciplinas en las escuelas catedralicias y conventuales, colegios mayores, etc. Al mismo tiempo, no se encontraba generalizada la preocupación de los obispos por promover la formación teológica y moral del simple sacerdote, ni aun de los que tenían encomendada una misión pastoral (cura de almas).

Las condiciones requeridas para recibir las órdenes menores y mayores, eran mínimas, no exigiéndose siempre los correspondientes exámenes establecidos por el derecho: saber leer y escribir, incluido el latín, conocer los contenidos de la doctrina cristiana (oraciones, artículos de la fe, mandamientos, sacramentos); a la vez que la distinción de pecados, casos reservados para poder absolver, imposición de penitencias saludables, etc. No es de extrañar que con estas carencias formativas cundieran entre los clérigos una vida poco edificante y escandalosa, signada por una creciente secularización de costumbres, donde la ignorancia, la simonía y el nicolaísmo se extendieron con facilidad.[1]

Como es de suponer estos vicios acompañaron a muchos clérigos que optaron por pasar a Hispanoamérica, no siempre con prioritarios y genuinos intereses evangelizadores, sino más bien en busca de un espacio de mayor libertad o movidos por apetencias de promoción eclesiástica para alcanzar con facilidad algunas prebendas o beneficios rentables. Pero aquí afortunadamente los obispos se preocuparon con prontitud por subsanar tales carencias, pues comprometían hondamente la decencia de la vida del clero secular y los resultados mismos de la acción pastoral a su cargo.[2]

Entre los remedios que con prontitud se aplicaron ocuparon un lugar privilegiado los primeros concilios provinciales que se celebraron en los arzobispados de Santo Domingo, México y Lima, quienes se esforzaron por redactar y aplicar una legislación rigurosa destinada a introducir una normativa precisa ˗especie de ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis de época˗ que restableciera la vieja costumbre de los exámenes requeridos para las órdenes que paulatinamente viniera a asegurar la idoneidad intelectual, moral y pastoral de los aspirantes al sacerdocio. De este tema específico nos ocuparemos en el presente artículo exponiendo el corpus legislativo sancionado al respecto por los concilios provinciales primero y tercero de México.

Un Seminario precursor

El primer centro de formación sacerdotal en Hispanoamérica fue creado en México (Nueva España) por el obispo Vasco de Quiroga, en la ciudad de Michoacán, barrio de Pátzcuaro, en el año 1540, bajo la modalidad de colegio-seminario de “San Nicolás”, al estilo de los colegios universitarios de inspiración sacerdotal fundados en España a fines del siglo XIV y hasta la primera mitad del XVI.[3] Sobre esta iniciativa pionera se posee escaza documentación referida a los primeros años de existencia. Cuanto se sabe sobre el funcionamiento concreto se desprende de las disposiciones que incluyó el obispo en su testamento que redactó el 24 de enero de 1565.[4]

Con ello pretendió iniciar la formación del clero de la diócesis con un doble propósito: preparar ministros aptos en condiciones de continuar el promisorio trabajo apostólico iniciado por el prelado con los indígenas tarascos de Michoacán; mediante la incorporación de los futuros clérigos a un centro que asegurara la promoción humana, formativa e intelectual con amplia influencia en toda la región. Convencido que por motivos disciplinarios y de identificación con la tierra mexicana, era preferible formar sacerdotes en la propia diócesis que traerlos de España.

En la etapa inicial del colegio-seminario se contemplaba solamente la incorporación de jóvenes de veinte años para arriba, españoles y criollos («españoles puros», «de limpieza de sangre»), aspirantes a recibir la ordenación presbiteral, excluyéndose mestizos e indígenas, de acuerdo a la legislación eclesiástica vigente. Propósito que Vasco de Quiroga reafirma en su testamento: «para que [estos jóvenes] salgan clérigos doctos y expertos que sean lenguas y administren los santos sacramentos y prediquen y enseñen la doctrina cristiana, perpetuamente para siempre jamás, máxime en tiempos de tanta inopia [pobreza o indigencia] de ministros de todo ello en estas partes que al presente hay, que es extrema».[5]

La organización de San Nicolás se inspiró en el Colegio de San Cecilio de Granada, fundado por el arzobispo fray Hernando de Talavera, si bien la misma fue adaptada a la situación particular de Nueva España. Las semejanzas entre ambos proyectos, interesados en proveer de agentes idóneos a la evangelización en curso, si bien en espacios geográficos distintos, resulta llamativa: dos razas y dos culturas (moros e indígenas), dos religiones y dos pueblos conquistados, en franco proceso de asimilación a los patrones culturales hispánicos. La preocupación fundamental de Talavera y Quiroga fue impulsar una evangelización sin despersonalización de los sujetos, llegando a su conversión por la vía del amor y la comprensión, evitando la violencia física y moral. En el caso del colegio mexicano, se acentuaron cuatro principios formativos básicos: el espíritu de servicio pastoral, el conocimiento de las lenguas indígenas, el noble apego a los ideales humanistas (la utopía social que se concretó en la fundación de los famosos pueblos-hospitales) y el desarrollo de un amplio movimiento sacerdotal destinado a promover el desarrollo de una auténtica y profunda evangelización de los naturales.[6]

A su vez, desde el I Concilio Mexicano (1555), los obispos se preocuparon por contar con un clero diocesano formado en México, en la misma realidad pastoral, compuesto por personas arraigadas profundamente en el terruño natal, conocedor de la lengua y la idiosincrasia de los naturales y sin propósito alguno de enriquecimiento propio, en orden a evitar el vicio de la simonía bajo sus diversas formas. Preocupación asumida por el II Mexicano (1565) que prosiguió con la aplicación de la legislación vigente sobre el plan formativo del clero que abarcaba los distintos momentos del itinerario vocacional, desde la tonsura hasta el presbiterado.

En tanto, en octubre de 1565, llegaron al virreinato de Nueva España los decretos promulgados por el concilio de Trento que en materia disciplinar introdujeron una novedad de profundas consecuencias en el tema que nos ocupa. Desde su recepción todas las diócesis del mundo tenían la obligación de crear una institución específica para fomentar la educación de los clérigos bajo el nombre de «seminarios conciliares».[7]

Fue precisamente tarea del Tercer Mexicano (1585) procurar establecer la nueva institución educativa en las diócesis que formaban parte de aquella amplísima jurisdicción arzobispal y de proponer con carácter obligatorio el correspondiente plan formativo. Tema del cual nos ocuparemos a continuación.

Un primer antecedente conciliar

Con este título aludimos al I Concilio Provincial Mexicano, cuya apertura solemne tuvo lugar el 29 de junio de 1555 en la Iglesia catedral, en la celebración de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo. Las sesiones se extendieron hasta principios del mes de noviembre; y del tratamiento de diversas cuestiones y propuestas resultaron 93 capítulos, que una vez promulgados, fueron impresos por disposición del arzobispo fray Alonso de Montufar en febrero de 1556, a modo de constituciones sinodales.[9]

La atención de los conciliares se centró en el estudio y discusión de los principales aspectos referidos a la implantación y desarrollo de la vida de la Iglesia en Nueva España, procurando que la misma quedara sujeta al espíritu evangélico y normas canónicas convenientes, tanto en lo que tocaba a los indígenas como a los españoles. En lo referente al tema que nos ocupa promulgó nuevas y precisas pautas canónicas referidas al clero secular y regular en orden a encauzar su formación y desterrar los vicios existentes, condiciones esenciales en vistas a asegurarle una vida acorde al ejercicio idóneo del compromiso evangelizador.

En este aspecto la atención de los pastores y peritos se centró de modo particular en los principales aspectos de la vida sacerdotal, como ser: régimen parroquial, doctrina y administración de los sacramentos, culto divino (calendario, misas, oficio, música, canto, ayuno, abstinencia, etc.), reforma del clero (competencia, simonía, nicolaísmo, acumulación de prebendas y beneficios, etc.), visita pastoral, requisitos para las órdenes sagradas, vida y honestidad de los clérigos. Al respecto, la lectura de los diversos capítulos pone de manifiesto la constante preocupación por promulgar un conjunto de normas básicas y factibles de llevarse a cabo, de cuyo cumplimiento era dado esperar el desarrollo de una acción pastoral válida y orgánica, capaz de superar las improvisaciones fáciles, los criterios puramente personales y los intereses mundanos de eclesiásticos y religiosos, que a la postre la tornarían fugaz y estéril.

Para valorar debidamente los alcances de este corpus legislativo, en esta materia como en otras, se debe tener presente que el mismo constituirá años más tarde la base del programa de reforma que impondrá el III Mexicano, asumiendo en sus decretos las prescripciones establecidas por el Tridentino.

Ante la diversidad de cuestiones tratadas en lo referente a la reforma del clero[10] solamente nos ocuparemos de presentar el plan de formación y admisión a las órdenes sagradas que fue elaborado en aquellas circunstancias, que abarca desde la otorgación de la tonsura hasta el presbiterado, recorrido vocacional que incluía progresivos contenidos y compromisos formativos.

Requisitos básicos

La premisa fundamental que regula la admisión a las distintas órdenes sagradas es la siguiente: ningún clérigo puede ser promovido a ellas sin ser previamente examinado en lo referente a la moralidad de vida y costumbres mediante el testimonio de personas competentes («graves y dignas de fe»); y de suficiencia intelectual y pastoral, en orden a ejercitar el ministerio que recibe, a cargo de provisores y oficiales de curia que lo certifiquen en debida forma.

Debiendo investigarse si el candidato ha sido «infamado de alguna infamia vulgar», si desciende de padres o abuelo herejes («quemados o reconciliados»), o de linaje de moros, mestizo, indio o mulato. En tal caso queda excluido de la clericatura.[11] Al igual si se supiere que de presente o en meses antes hubiera incurridos en pecados graves sin dar muestras de arrepentimiento y enmienda, como ser: práctica de juegos ilícitos y prohibidos, comportamientos carnales, abandono del cumplimiento de confesar y comulgar cuando lo establece el derecho y jurar en blasfemia de Dios y de los santos. En tales casos la autoridad eclesiástica queda impedida de otorgar dimisorias («reverendas») que pudieran facilitar el acceso a las órdenes en otros lugares donde los impedimentos mencionados fueran desconocidos.

Si al contrario, el candidato acredita poseer las condiciones morales e intelectuales habilitantes podrá ser admitido a las órdenes, siempre y cuando cumpla con estos últimos requisitos: edad conveniente, ser hijo de matrimonio legítimo y contar con beneficio o patrimonio particular suficiente, o designación en algún servicio prestado a la Iglesia, que venga a asegurar «su honesta sustentación», en tanto alcance en el futuro un beneficio eclesiástico estable y propio.[12]

Asimismo, se establece una normativa específica en lo referente a la otorgación progresiva de las órdenes, basada en el siguiente principio de admisión: nadie puede ser promovido a una orden superior si primero no ejerce competentemente la inferior, respetándose los intersticios o tiempos establecidos por el derecho. Exigencia que se expresa con toda severidad al momento de solicitar el subdiaconado, pues significaba el ingreso al orden sagrado:

«Porque todos sepan lo que cada uno es obligado a saber en la orden que quiere venir a recibir, y es nuestra intención, y así lo mandamos, que a ningún clérigo sean dadas reverendas [autorización] para recibir más de una de la órdenes sacras, porque después de visto cómo vive y usa en la orden de subdiácono, y parezca que debe ser promovido a mayor orden, le sea dada, y que cada vez que se le hubiere de dar reverendas para subir a mayor orden se haga con él el examen que abajo se pondrá, allende de lo arriba dicho, de su fama, vida y costumbres, y linaje, y a ningún ausente se den reverendas, si no pareciera personalmente a ser examinado, salvo si fuese graduado en estudio general [de alguna orden religiosa], y mandamos que si alguno de aquí en adelante trajera rogadores, cartas, intercesores para recibir alguna orden, que no sea admitido y recibido, y que sea inhábil por aquella vez para recibir la orden que pide».

Exigencias y contenidos del examen

Pasamos ahora a presentar las particularidades de este segundo momento en el proceso canónico de habilitación a los distintos grados de la clericatura (tonsura, órdenes menores y mayores).[13] Ante todo, los examinadores deben estar advertidos sobre la verdadera intención del candidato al peticionar el rito con que se inicia el itinerario vocacional, designado como «primera corona» (tonsura). Pues puede suceder que el propósito que lo guía no sea genuinamente religioso, sino viciado a causa de buscar con ello el ingreso a un tipo de vida cómoda y segura, al amparo del fuero y privilegios eclesiásticos, en el caso de cometer algún delito en el futuro.

Precisamente para evitar ésta y otras conductas viciosas, que al parecer cundían entre la clerecía de la época, se establecen dos requisitos básicos, edad de admisión y sana intención, expresados en estos términos: «que ninguno de hoy en más se ordene de primera tonsura, ni de grados, sino fuere de edad de catorce años cumplidos, y sin que primero, así ellos, como sus padres, o las personas que los tienen bajo su administración, juren en forma que quieren con verdad y afecto ser de la Iglesia, y que los presentan para que sean del número y suerte de los ministros de ella».

Supuesto el cumplimiento de estas exigencias, el capítulo pasa a enumerar los contenidos básicos del examen ante el correspondiente tribunal, agrupados en dos bloques temáticos. Por un lado, cuanto se refiere a la doctrina cristiana (oraciones, verdades de fe y enseñanzas morales): saber signarse y santiguarse, el credo y la Salve Regina, padrenuestro y Ave María, los artículos de la fe, los mandamientos de la ley de Dios y los de la Iglesia (preceptos), pecados mortales, obras de misericordia, virtudes (teologales y morales) y los cinco sentidos.[14] Y, por otro, lo atinente a humanidades básicas: leer bien el latín y saber declinaciones y conjugación de verbos.[15]

Órdenes menores

Una vez otorgada esta licencia el clérigo se encamina a recibir los cuatro «grados» u órdenes menores (ostiario, lectorado exorcista y acólito). Los requisitos se limitan al repaso de los contenidos de la tonsura, pero sometiéndose en esta ocasión a ser examinados más detenidamente en cada uno los temas propuestos. Agregándose mayores exigencias en cuanto las humanidades: posibilidad de construir una oración en latín, dar cuenta de las reglas del arte y saber nociones básicas de canto llano, al menos solfear.

En lo que hace al subdiaconado (epístola), además de lo anteriormente enumerado, se recomienda fortalecer el interrogatorio sobre la doctrina cristiana; y demostrar poseer habilidades más acentuadas en gramática, dominio del latín (hablar), ejercicio del canto llano en todo lo que se requiere para servir al culto, pudiendo dar razón de lo que se canta por el arte correspondiente y manejar con soltura el breviario. A partir de este momento el clérigo quedaba obligado a vivir el celibato.

Órdenes mayores

Esta última etapa de la formación de los clérigos supone nuevas exigencias en razón de tratarse de órdenes sacramentales que se confieren el orden sagrado en sus dos primeros grados: diaconado («para evangelio») y presbiterado («para misa»).[16] Pasemos entonces a reseñar las novedades que se introducen en el plan formativo.

En el caso del diaconado son mínimas porque supone la correspondiente asimilación de los contenidos propios del subdiaconado (doctrina y humanidades). Aunque se pide a los examinadores que lo constaten en particular, insistiendo en la suficiencia del aprendizaje. A lo que se debe agregar la capacidad para «bien rezar» y manejar con soltura el breviario.

Para alcanzar el presbiterado los requerimientos, como es lógico, aumentan en razón de la potestad específica que confiere y por la mayor preparación que el mismo supone en relación al competente ejercicio pastoral; y, a su vez, responden a un itinerario ministerial progresivo que comprende diversos momentos o funciones que a continuación se detallan.

«Para celebrar misa», el examen supone el conocimiento cabal de cuanto se ha indicado desde el momento que se alcanza la licencia para recibir las órdenes menores y que el decreto resume con la expresión «han de saber perfectamente todo lo susodicho». Además, deben tener «muy bien sabidos y entendidos los santos sacramentos» en orden a su administración; y, en particular, ser examinados en casos de conciencia, recurso necesario para comprobar la idoneidad como confesor, ministerio que comenzará a ejercer a la brevedad

«Para cantar misa» se requiere una licencia especial que certifique que se está «muy bien instruido en las ceremonias de la misa, según el ordinario de la Iglesia Mexicana»,[17] para evitar así la diversidad de ritos o ceremonias que pudieran desconcertar a los fieles. A lo que se agrega una especificación particular referida a la práctica de la confesión para la cual se lo habilita desde ese momento: «Que sepan muy bien las formas de las absoluciones, así ab excomunicatione, como a peccatis, porque en caso de necesidad sepan oír de penitencia y reconciliar y absolver a los que oyeren».

Por último, «para los que han de ser curas» ˗es decir, los que aspiran a ser designados en una misión pastoral concreta, entre españoles o indígenas˗ las exigencias se multiplican. Además de ser nuevamente interrogados en los contenidos enunciados con anterioridad, en esta instancias los examinadores deben prestar atención si el candidato reúne los siguientes requisitos: que hayan ejercido el ministerio sacerdotal durante por más de dos años, que tengan edad de veinte y ocho o treinta años, al menos, y ser aprobados en vida y costumbres.

A lo cual se suma, ser examinados «con todo rigor» en la administración de los sacramentos, en especial de la penitencia y confesión, al igual que en casos de conciencia, y poseer capacidad para exponer el evangelio a los fieles todos los domingos del año.[18] Para lo cual tiene que contar en su haber los libros fundamentales donde inspirarse: la Biblia, algún buen sermonario, como el de San Vicente Ferrer, una Suma Silvestrina o Angélica, el Manipulus Curatorum, un confesionario, como el Defecerunt, u otro semejante, y la Suma Caetana.[19] A este examen quedan sujetos todos los sacerdotes de otros obispados con deseos de servir a la sede y provincia mexicana, tanto para aspirar a beneficios como a curatos.

Al mismo tiempo se establece una reglamentación especial referida a los clérigos que pretender ejercer el ministerio entre indígenas y los ordenados por Roma.[20] En el primer caso, no se puede otorgar dicho cargo a ningún sacerdote que fuere «nuevo en la fe»; ni autorizarlo a administrar los sacramentos entre los naturales si primero no hubiere servido por espacio de tres años en la catedral o en alguna iglesia parroquial, como medio para adquirir la experiencia necesaria que asegure suficiencia en la «cura de almas»; y, a la vez, poder comprobar su honestidad de vida y costumbres, junto al aprovechamiento pastoral y solvencia en los distintos aspectos del ministerio eclesiástico. En este caso, se da por supuesto que hablan la lengua indígena del lugar donde se les otorga el beneficio.

En cuanto al segundo, el examen abarca lo ya estimulado para cada una de las órdenes, de acuerdo a las que hayan recibido. Si demuestran suficiencia pueden ser admitidos, en principio, a ejercer el rango que les corresponde, siempre y cuando presente la documentación pertinente que acredite la petición, ateniéndose a derecho: edad, título, reverendas o dimisorias de sus prelados, calidad de su persona y ausencia de defectos físicos que impidan la recepción de las órdenes. A lo que se agrega algunas prescripciones sobre comportamiento y vestimentas por provenir de otros lugares, al punto que si no lo demuestran quedan impedidos de recibir la orden que pretenden hasta que se presenten con el debido decoro: «hábito decente, largo y honesto»; y «la barba hecha y el cabello redondo, sin entradas, corto y conforme a la orden que pidieren».[21]

En orden a valorar significado y los alcances de la presente legislación conciliar, que bien puede considerarse como el primer intento de establecer una ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis con validez para todo el extenso arzobispado de México, es necesario tener en cuenta el contexto en el cual enmarcarla. A esta altura no existe todavía un centro específico y común responsable de la educación de los futuros sacerdotes, establecido en todas las diócesis, que será la gran novedad que promulgará el concilio de Trento, en 1564, bajo el nombre de «seminarios conciliares». Todo quedaba librado a la iniciativa y buen entender de los obispos, que los hubo pioneros en diversos lugares, sirviéndose para ello de las cátedras que comenzaron a establecerse en las catedrales y conventos mendicantes (de gramática, teología, moral, cánones, canto, etc.), mientras los candidatos a las órdenes vivían en cercanía de los prelados y ejercitándose en el servicio del culto catedralicio.[22]

El decreto tridentino sobre los Seminarios

Como lo señalamos en su momento con anterioridad al Tridentino las instancias concretas relacionadas con la formación del clero diocesano eran fijadas por cada obispo o provincia eclesiástica, sin que existiera una institución específica que se ocupara de ello, salvo casos aislados. Incluso bastaba que los candidatos a las órdenes acreditaran poseer los conocimientos que habilitaran a la petición de órdenes mediante la aprobación de los exámenes o escrutinios previstos por el derecho, junto con la correspondiente certificación de honestidad de vida y costumbres. Si bien, a principios del siglo XVI, en algunas diócesis europeas (España, Francia, Inglaterra, Italia) se habían concretado los primeros esbozos de organización comunitaria de la educación de los clérigos, fruto de la iniciativa de algunos obispos visionarios decididos a adoptar como solución a las carencias existentes la «vía» de los colegios episcopales, mencionados con anterioridad. Fue precisamente el concilio de Trento el que los reglamentó, unificó y generalizó en bien de toda la Iglesia.[23]

Por tal motivo desde la promulgación de su ambicioso programa de reforma se produjo una modificación fundamental en tal sentido, pues se estableció la obligatoriedad de que todas las catedrales e iglesias mayores contaran a la brevedad con un centro específico de formación sacerdotal, a modo de colegio, donde se educaran en las ciencias eclesiásticas un cierto número de jóvenes de la ciudad y del interior de las diócesis, a partir de los doce años.[24] Estableciéndose algunos requisitos previos al ingreso: ser hijos de matrimonio legítimo, saber leer y escribir, y demostrar sincera intención de servir a la Iglesia en los diversos ministerios. En cuanto a la elección de los candidatos se tendría particular preferencia por los hijos de los pobres, sin excluir a los ricos, siempre y cuando la manutención corriera por cuenta de sus respectivas familias. De este modo el canon 18 pasó a revestir una enorme trascendencia para el futuro clero de la Iglesia Católica, cuya aprobación debe considerarse uno de los mayores aciertos del concilio.[25]

Una vez admitidos, la organización de los estudios se organizaría de acuerdo a las edades, número de alumnos y capacidades puestas de manifiesto, siendo distribuidos en distintos niveles o clases para el mejor aprovechamiento escolar. Desde ese momento, recibirán de inmediato la primera tonsura y usaran habitualmente hábito eclesiástico. Incluyéndose en el mencionado decreto el plan formativo de acuerdo a la edad de los estudiantes, que incluía: gramática, canto, cómputo (cálculos y operaciones aritméticas para establecer el calendario eclesiástico), Sagradas Escrituras, patrística (homilías de los Santos Padres), teología dogmática y moral, historia eclesiástica, derecho canónico y disciplina eclesiástica (administración de los sacramentos, oír confesiones, ritos y ceremonias).

Pero no era suficiente para formar un clero con aspiraciones pastorales, mejor instruido y más celoso, insistir sólo en los contendidos intelectuales, era necesario apuntar a consolidar, sobre todo, el perfil moral y espiritual. Por tal motivo, se deja bajo el cuidado directo del obispo la vigilancia que los seminaristas cumplan con las obligaciones propias de la vida espiritual y las obligaciones referidas al servicio cultual: asistencia diaria a misa, confesión de los pecados una vez al mes, al menos; recepción de la comunión eucarística a criterio del confesor y servicio litúrgico en la catedral y otros iglesias de la ciudad en los días festivos.

Recomendándosele, asimismo, ocuparse del sostenimiento económico del seminario mediante la obtención de las rentas suficientes que vinieran a asegurar: la edificación y conservación del edificio, el pago del estipendio a los profesores y personal doméstico, alimentación de los seminaristas y demás gastos. En cuanto al ingreso de los fondos necesarios se especifican varios recursos: un porcentaje determinado de las rentas del obispado y del cabildo, al igual que del ingreso por dignidades, oficios, raciones y prebendas eclesiásticas, incluidos el aporte proveniente de prioratos, conventos y abadías de cualquier orden religiosa, extendiéndose la colaboración a las corporaciones, hermandades, hospitales y a las fábricas de las iglesias, etc.[26]

El Tercer Mexicano

El concilio fue inaugurado, bajo la presidente del arzobispo de México, Pedro Moya de Contreras, el 20 de enero de 1585, en la Iglesia Catedral con la debida solemnidad y ceremonias acostumbradas en tales ocasiones.[27] Conforme a la disciplina renovada recientemente por el Tridentino, además de los obispos, correspondía participar a los procuradores de los cabildos catedralicios, a los representantes del clero de las ciudades episcopales y a los superiores de las órdenes religiosas. A los cuales se sumaban por elección teólogos, consultores, juristas, secretarios y fiscales. Y en razón del patronato, uno o más embajadores o representantes del monarca.[28] En este caso, el mismo arzobispo Moya de Contreras, en calidad de Virrey y Presidente de la Real Audiencia de la Nueva España.[29]

Fines de la convocación

En cuanto a la finalidad que se perseguía con la celebración, las actas y la demás documentación conciliar establecen dos motivos o razones de peso: por una parte, adaptar la legislación ya existente (promulgada por las Juntas Episcopales y los dos concilios anteriores) a la letra y al espíritu de los decretos de reforma del Concilio de Trento, teniendo para ello en cuenta las circunstancias de tiempos, negocios y personas propios del horizonte indiano;[30] y, por otra, tratar y resolver a nivel episcopal una serie de asuntos y problemas de suma actualidad referidos a la vida de la sociedad mexicana, tanto en lo eclesiástico, como en lo civil, entre los cuales se destacaba de modo particular la cuestión de los indígenas, cuyas necesidades y demandas encontraron también eco favorable, tanto en los trabajos preliminares como durante las sesiones. En este sentido las carencias y los agravios de los que eran víctimas los naturales conformaban una situación de verdadera postergación social y religiosa que desde tiempo atrás preocupaba a los obispos y doctrineros. A los que se sumaban los gobernantes reales de recta conciencia, por cierto escasos en número.

Muestra clara de tal preocupación, ya en el seno mismo del concilio, fueron los numerosos memoriales que se presentaron en tal sentido, pues pasan de dieciséis los que tratan directamente de este asunto; y las consultas que se formularon a los teólogos y canonistas en orden a conocer su autorizada opinión sobre cuestiones de estricta actualidad, que de ocho en total, cuatro fueron dedicadas al delicado tema de los indios.[31]

Estos documentos responden a las mismas inquietudes. Unas son de carácter religioso, como el mejoramiento en la enseñanza de la doctrina, la buena administración de las parroquias, el aprendizaje de las lenguas, la extirpación de la idolatría, el estipendio de los curas, la remoción de los beneficiados, el cuidado de la liturgia y el canto sagrado, la preparación para recibir los sacramentos, etc. Y otras de orden social y humanitario, como las repetidas injusticias cometidas en las encomiendas y repartimientos, los tratos inhumanos a los que quedaban sometidos los indios mineros, los agravios notorios que soportaban los que se dedicaban a otros oficios, etc. Dolorosa situación creada por la codicia e indolencia de muchos españoles que venía a comprometer sustancialmente la dignidad de los naturales y su condición de vasallos libres de la Corona, amparados por una legislación que los protegía de tales abusos y tiranías.

A modo de conclusión, podemos decir que ambos fines fueron asumidos plenamente por el concilio. Y de su tratamiento resultó la promulgación de un calificado corpus legislativo que incluye en su base, como preocupación fundamental, la revisión de la legislación anterior para ponerla en consonancia con las exigencias tridentinas; y la apasionada defensa de los derechos de los indígenas como hombres y como cristianos, para estar así en condiciones de protegerlos en el orden espiritual y corporal, obra por demás significativa en aquel contexto histórico.[32]

Un testimonio elocuente sobre la situación general del clero

Nos referimos a la extensa carta que el arzobispo de México, Pedro Moya de Contreras, envió a Felipe II, diez años antes del concilio, trasmitiendo un valioso informe sobre sus clérigos, donde refiere virtudes y defectos de cada uno en particular, si bien de manera sucinta y comprensiva, no exenta de posibles subjetividades. Incluyendo en algunos casos una recomendación acerca de promociones o beneficios reales de acuerdo a méritos y capacidades que manifiestan poseer.[33] El listado agrupa a los clérigos en seis categorías:[34] dignidades (deán, arcediano, chantre e inquisidores), canónigos, racioneros, medios racioneros, clérigos residentes en la ciudad de México y clérigos residentes en el arzobispado.[35] En total sumaban 157 clérigos.

El arzobispo recabó la información tomando las precauciones necesarias en orden asegurar la veracidad de sus juicios y apreciaciones, dada la delicadeza del caso: «de personas fidedignas –dice– que de años atrás tienen entera noticia del clero de este arzobispado, de cada una por sí, apartadamente, sin que la una supiese de la otra, encargándoles el secreto y la verdad con el juramento». Procedió así por una doble razón: el poco tiempo transcurrido de su arribo a México (en 1571); y por las distancias que separaban la sede de los distintos distritos o zonas que componían la jurisdicción arzobispal, dificultándole hasta ese momento el conocimiento acabado del clero. Si bien manifiesta remediar dichas limitaciones mediante próximas visitas pastorales que pensaba realizar en persona. En tal caso quedaría en mejores condiciones de ampliar la información que se compromete remitir en sucesivas flotas.

La lectura de esta relación se manifiesta, a nuestro propósito, de sumo interés para contar con noticias confiables relacionadas con la situación que atravesaba el clero en los años anteriores inmediatos al concilio, al menos el metropolitano, y que con toda seguridad se replicaba en las diócesis sufragáneas. Dicha información nos permitirá detectar las principales carencias o debilidades de los clérigos a las que apunta la posterior legislación conciliar con la intención de corregirlas; y, a la vez, comprender el grado de severidad empleado en la redacción de los decretos, siempre con la intención de erradicar vicios y negligencias aplicando la segura vía de fomentar en un futuro inmediato una formación clerical de calidad académica y genuino compromiso pastoral.

Por tanto, en esta ocasión no nos detendremos a señalar los aspectos positivos de la vida clerical de entonces, que indudablemente existían en buena proporción dentro de las filas del clero diocesano, hecho señalado por la carta en reiteradas ocasiones.[36] Sino, más bien, presentar a modo de ejemplos ilustrativos algunos casos que prueban la persistencia, al parecer extendida, de comportamientos incompatibles con la vida ministerial, en razón de arrastrar conductas censurables, como antiguos vicios, negligencias no corregidas a tiempo, indolencias temperamentales o falta de formación adecuada al tiempo de recibir las órdenes.[37]

Por aquellos años (1575), un motivo fundamental explicaba tan llamativas irregularidades. Todavía buena parte de los sacerdotes diocesanos eran españoles, que habían emigrado a México impulsados por convicciones y expectativas diversas, no siempre compatibles con los nobles ideales de prestar un servicio a jóvenes iglesias carentes aún de suficiente clero propio. Resulta comprensible que los graduados y virtuosos no contaran con incentivos suficientes como para abandonar el terruño, lanzándose a una aventura que aún despertada lógicas prevenciones. No es de extrañar, pues, que entre ellos se infiltraran algunos de mala vida y pésimas costumbres, que se subían a los barcos en busca de mayores espacios de libertad para proseguir con sus hábitos censurables con el propósito de disimularlos en un ambiente de mayor tolerancia, o con pretensiones de alcanzar beneficios o mercedes que les vinieran a brindar seguridades económicas, o les abrieran posibilidades de alcanzar alguna dignidad eclesiástica. Huyendo así de las contenciones impuestas por sus propios obispos o superiores religiosos (convirtiéndose en exclaustrados), o incluso escapando de las penas impuestas por la justicia.

Viejo problema que, en 1528, había merecido la temprana atención de la Corona, intimando por cédula al presidente y oidores de la real audiencia de Nueva España que «a los clérigos que al reverendo y devoto padre fray Juan de Zumárraga [electo obispo] pareciere que no conviene que estén en esta tierra, los compeláis y apremiés a que luego salgan de ella».[38] Por último, resulta indispensable puntualizar que el sector de fieles que más sufrió las consecuencias de tan lamentable situación fueron los indígenas, quienes por el mal ejemplo de sus doctrineros o párrocos vieron afectado en buena medida el progreso de su propia evangelización.

Composición y calidad del clero

A su vez, la carta aporta desde el punto de vista estadístico información valiosa para apreciar, en una mirada sintética y de conjunto, la realidad que caracterizaba a aquella porción de la clerecía mexicana, donde a juicio del preocupado arzobispo Moya de Contreras predominaba, en alto grado, la ignorancia y la falta de interés por adquirir una adecuada formación, antídoto indispensable para no caer en una vida mediocre y licenciosa.

Del total de los 156 clérigos mencionados, 69 era peninsulares y 80 criollos.[39] En 8 de ellos no figura el origen de nacimiento, presumiblemente por ser extranjeros. Un sólo es mencionado como mestizo, pero no hay que descartar que algún otro lo fuera, incluido entre los europeos. En cuanto a los nombrados en la lista las cantidades se dividían en partes más o menos iguales, entre peninsulares (81) y criollos (75). Ocupaban las dignidades superiores del cabildo: 11 españoles y 8 criollos. Teniendo los primeros los tres puestos más altos, después del obispo (deán, arcediano y chantre; vacante el puesto de maestrescuela).

En lo referente a la calidad del resto de las categorías se encuentran indicaciones significativas, aunque muy generales, insistiendo particularmente en la falta de preparación, sea por estudios incompletos o por ignorancia, sin más. En este sentido, alrededor de 50 son considerados inhábiles en el ejercicio del oficio: la mayoría por «saber poco», y alguno tan limitados que se lo tilda de «idiota» o de no «saber [siquiera] leer». Tales carencias eran patrimonio común, tanto de españoles como de criollos, en proporciones parejas. Lo que comprueba que las deficiencias que caracterizaron a los llegados de la península se replicaron, casi calcadas, entre los mexicanos. Razón suficiente para que el concilio se preocupara especialmente de la formación y reforma del clero, proponiendo que se fortalecieran los centros de estudios existentes y que cuanto antes los obispos instrumentaran la erección de seminarios conciliares tridentinos.

Otra información importante que trasmite la relación se refiere al empleo de las lenguas indígenas por parte del clero, factor fundamental en relación a la promoción de la evangelización de las comunidades aborígenes. Sabían la lengua mexicana (náhualt) 60 clérigos, 16 peninsulares y 44 criollos; la otomí, 2 españoles y 9 criollos; y dos peninsulares la huasteca y uno la matlazinga. Destacándose como dato curioso que un sacerdote español, que llegó siendo niño, sólo hablaba el otomí.

Por último, dos clérigos habían sido antes miembros de órdenes religiosas (uno agustino y otro dominico); la proporción de los reconocidos o sospechados de amancebamiento («aficionados a las mujeres») resulta casi igual entre peninsulares y criollos; los dedicados a granjerías o actividades comerciales (adquisición o administración de estancias y minas, o compra y reventa de mercaderías), o tachados de avaros o codicioso, eran españoles; y muchos de ellos desprovistos de conveniente formación eclesiástica («rudos») y sin expectativas de mejor futuro en España, que optaron por la emigración careciendo de claros fines religiosos o que se mundanizaron en tierra mexicana en contacto con oportunidades de mejor vida. Conductas o vicios que para muchos clérigos resultaban compatibles con el ejercicio del ministerio por no haber recibido una educación sistemática y seria, que en general no existía antes de Trento, sumergiéndose en los parámetros de vidas confusas y opacas.

No obstante ello, una clara prueba que indica que deben evitarse las generalizaciones, como si estos comportamientos censurables fueran patrimonio de la mayoría de los eclesiásticos aludidos, son las referencias positivas contenidas en la misma carta. De los 157 clérigos mencionados, más de cien eran competentes, virtuosos, aficionados al estudio, de espíritu eclesiástico, muchos sabedores de la lengua de los indios (mexicana, otomí, tarasca y matalzinga) y un número importante de ellos recomendados para obtener algún reconocimiento o promoción real. Tal el caso, entre otros, del canónigo Esteban Portillo, mexicano, catedrático y consultor del Santo Oficio, «muy estudioso, honesto y grave, y amigo de acertar y hacer justicia, y así ninguno conozco en estas partes –escribe el arzobispo– más digno de que V. M. le haga merced, que éste»; o del sacerdote Martín Rodríguez, español, de sesenta años, lengua mexicana, que «siempre ha estado promovido en pueblos de indios, donde ha hecho mucho provecho con su buen ejemplo y cristiandad, porque es uno de los mejores clérigos de este arzobispado; está al presente en los pueblos de Tasco».

Algunos casos ilustrativos

Supuestas estas aclaraciones previas, pasemos a conocer algunos casos particulares, tomados de las diversas categorías mencionadas, fieles retratos de la deficiente situación moral y cultural que terminamos de describir.

Una vez leídos estos ejemplos cabe preguntarse, en el caso de los clérigos españoles, quiénes fueron los responsables que pudieran embarcarse sin mayores dificultades, no obstantes los controles de pasajeros establecidos. Al respecto, pensamos que la opinión de José de Martín Rivera puede ayudarnos, en buena medida, a responder el interrogante: «Es necesario notar –afirma- que las quejas de los obispos sobre los clérigos en el siglo XVI, más que un reclamo sobre su conducta licenciosa, recaían sobre el Consejo [de Indias] y la Casa de Contratación, por donde se colaban a la Indias en busca de fortuna y posición; ya que la mayor parte eran venidos de España durante los primeros cuarenta años, y si al correr del tiempo hubo mayoría de criollos y entre ellos no dejo de haber quienes causaran problemas, no se puede hablar de una epidemia de pecados y escándalos que no son patrimonio de ninguna institución, sino de la naturaleza humana».[40]

* «[Dignidades] «El doctor don Juan Zurnero, arcediano de edad de cincuenta y ocho años, natural de Ontiveros, a que está en esta tierra veinte y cinco años; vino de bachiller en cánones y maestrescuela de Michoacán, donde fue provisor mucho tiempo: fue a Castilla habrá diez y siete años; volvió ahora catorce, graduado de doctor en Osuna y con la prebenda que ahora tiene; hace oficio de maestrescuela, por ausencia del propietario; tiene el entendimiento confuso, y declara mal sus conceptos, y aunque se aprecia de hombre de negocios, como ha estudiado poco, no está en opinión de letrado y así se entiende fácilmente de él; solía entrar en las consultas del Santo Oficio por los obispados de Galicia, Mechoacán y Tlaxcala, y ya no entra; ha estado infamado de poco honesto aunque ahora está algo más reformado».

* «El canónigo Francisco Cervantes de Salazar, natural de tierra de Toledo, de edad de más de sesenta años, ha veinte y cinco que está en esta tierra, a la cual vino lego; en opinión de gran latino, aunque con la edad ha perdido algo de esto; leyó muchos años la cátedra de retórica en esta Universidad; graduóse de todos tres grados en artes por suficiencia; ordenóse habrá veinte años de todas las órdenes, y oyó teología cuatro años, al fin de los cuales se graduó de bachiller, y después de licenciado y doctor […]; es amigo que lo oigan y alaben, y agrádale la lisonja; es liviano y mudable, y no está acreditado de honesto y casto, y es ambicioso de honra, y persúadese que ha de ser obispo, sobre lo cual le han hecho algunas burlas. A doce años que es canónigo; no es nada eclesiástico y hombre para encomendarle negocios».

* «El canónigo Alonso López de Cárdenas, natural de Torralua en el Condado de Oropesa, vino a esta tierra con su padre el doctor Céspedes de Cárdenas, habrá nueve años; es de edad de veinte y seis años de edad, y a dos que tiene la canongía; a estudiado en esta Universidad y graduóse de bachiller en cánones; es mozo presuntuoso y atrevido, amigo de su opinión, poco ejercitado en las cosas eclesiásticas; a dado muestras de soberbia, inquietando algunas veces al cabildo y teniendo algunos encuentros con beneficiados, estribando en todo en favor de su padre» [doctor Céspedes de Cárdenas, oidor de la Real Audiencia].

* [Racioneros] «El racionero Pedro de Peñas, nacido en esta tierra, hombre de cuarenta y tres años […]; estudió poca gramática; nada curioso ni continuo en su oficio, es prodigo y tiene deudas, no es tenido por hombre de confianza, porque siendo proveído por la sede vacante de visitador de la mitad del arzobispado, fue llamado por cierta noticia que se tuvo de cosas que hacía; está mal acreditado en cosas de castidad y recogimiento; es lengua mexicana».

* «Racionero Juan de Aberruza , nacido en México, de treinta y dos años, a tres que tiene la ración; sabe poca gramática y no es eclesiástico; aunque parece desenvuelto y hombre de negocios, gasta el tiempo en poca ocupación y menos honestidad».

* [Medios racioneros] «Lázaro Díaz, nacido en México, de edad de treinta y dos años, bachiller en artes y sabe lengua mexicana, tiene poca habilidad y menos estudio; está infamado de jugador y deshonesto».

* «Antonio de Herrera, natural de México, de treinta y ocho años, hijo de conquistador, bachiller en cánones, y sabe poco de ellos; hombre muy distraído, y castigado tres o cuatro veces por amancebado, y desterrado al presente por ello; es lengua mexicana».

* «Mancio de Bustamante, natural de México, de treinta y dos años, muy perdido y de poco asiento».

* «Juan Bautista Mejía, natural del México, hijo natural del doctor Mejía, oidor que fue de esta Real Audiencia, de más de treinta años, inhábil, tanto que apenas sabe leer».

* «Diego Pérez de Pedraza, natural de México, lengua mexicana, muy idiota y ocioso, no entiende en ningún ejercicio de virtud, y en cosas de mujeres ha sido derramado, muy apartado de clérigos e iglesias y de su linaje; no está bien acreditado».

* «Juan de Vergara, natural de Sevilla, de edad de cuarenta años; vino ordenado; es muy mozo y deshonesto en sus cosas, y por ello ha sido castigado; no da muestras de virtuoso, antes es amigo de armas y de cosas seglares, no sabe lenguas ni latinidad».

* «Juan Gutiérrez, natural de Sevilla, criado en esta tierra, de edad de cuarenta y seis años, no sabe más que lengua mexicana, ha sido desterrado y suspenso de oficio de cura por haber dado mala cuenta de sí».

* «Diego Ortiz, natural de México, de veinte y siete años, licenciado en artes y bachiller en teología, mozo hábil, aunque muy distraído en cosas de mujeres, y por esto fue castigado siendo seglar y después de clérigo».

* «Diego Gudinez, natural de Salamanca, ha que está en esta tierra diez años, es razonable gramático, muy colérico, al presente está suspenso y desterrado del arzobispado, además de otros castigos, porque dio una bofetada a un clérigo estando revestido para decir misa».

* «José Méndez, natural de México, de veinte y siete años, sabe razonablemente gramática, lengua mexicana, ha sido mozo muy desconcertado, y siendo estudiante, estuvo preso, porque se le imputó la muerte de un cuñado suyo, y se huyó, y fue al obispado de Guajaca, donde le ordenaron de todas órdenes sin reverendas de este arzobispado, de donde es natural; es mozo muy deshonesto, y por esto ha sido castigado, y hasta ahora no ha mostrado enmienda, porque a poco que salió de la cárcel».

* «Pedro López de Buitrago, natural de Tordelaguna, de edad de cincuenta años, ha veinte que está en esta tierra; ha estado siempre proveído en pueblos de indios, ha aprendido muy poco la lengua mexicana, porque ha tenido más cuidado de adquirir hacienda, que del aprovechamiento de los indios; y así está rico y no sabe más que decir misa; fue visitador de una parte del arzobispado en vida de mi antecesor; está al presente en Zumpahuala»

* «Alonso de Vargas, nacido en esta tierra, de edad de cuarenta y seis años, buena lengua mexicana y matalzinga; y a veinte que anda en partidos de indios, sabe un poco gramática; ha sido gastador y mohatrero [compra y reventa de mercaderías], inquieto y de poco asiento, debe de ordinario más que tiene, y por ser tan buena lengua, le quieren bien lo indios; está al presente en Xocotitlan».

* «Diego Ydrogo de Castañeda, de treinta y dos años, sabe poca gramática y poca lengua mexicana, ha sido castigado por jugador y pendenciero, y ha estado atado en la casa de locos por desatinos que hizo y porque tuvo perdido el juicio; está ahora de prestado en Huicicilapa».

* «Julián de Casasola. Natural de México, lengua mexicana, muy idiota; nunca se ha criado en la Iglesia, y aunque ha sido proveído no ha perseverado en los partidos».

Los decretos conciliares

Mediante diversas referencias documentales es posible conocer el programa concreto de trabajo que se impuso el concilio dentro del preciso marco de reforma que le señalaba Trento. El mismo comprende cuatro temas básicos, cuyo tratamiento en detalle abre de inmediato un amplio abanico de materias conexas que los distintos decretos asumen y reglamentan. Son ellos: doctrina (componentes de la fe, difusión, catecismo, etc.); culto divino (liturgia, pastoral sacramental, oficios, etc.), reformas del clero y pueblo fiel. La materia legislada, a su vez, se nutre fundamentalmente de los casos y asuntos propuestos en los diversos memoriales que se presentaron a consideración del concilio.[41] Sobre ellos trabajaron los peritos, sintetizando el contenido y proponiendo las fórmulas canónicas adecuadas, que luego fueron discutidas y aprobadas en el aula conciliar. Al momento de redactar el texto definitivo, el material editado se distribuyó en cinco libros, divididos en títulos, con un total de 576 decretos.

En cuanto a la autoría del texto castellano de los decretos en base a las escasas fuentes que refieren el hecho es posible reconocer la intervención de tres notables peritos conciliares que revisaron la legislación vigente al momento y las peticiones contenidas en los memoriales, a fin de tomar lo que se juzgara conveniente: el jesuita Juan de la Plaza, doctor en teología por Alcalá, provincial de Andalucía, visitador del Perú, visitador y provincial de México, antes del concilio rector de Tepotzotlán, donde había comenzado a catequizar a los indios en su lengua; el doctor Juan de Salcedo, secretario del concilio, canónigo, arcediano y deán de México, doctor en teología por la universidad de México, donde enseñó prima de cánones y fue rector;[42] y el jesuita Pedro Ortigoza, teólogo y consultor personal del arzobispo Moya de Contreras, antiguo profesor del arzobispado, graduado en la universidad de México, profesor de teología y rector del colegio Máximo de la ciudad, encargado de la traducción al latín.[43]

Por último, para facilitar una mirada de conjunto sobre el corpus legislativo en referencia al tema que nos ocupa ˗formación, promoción y vida del clero˗ conviene presentar un breve sumario o rápido listado de los dos libros donde aparecen mencionados. De este modo quedan adecuadamente enmarcadas las referencias conceptuales y temáticas dentro de las cuales fue asumida una de las preocupaciones fundamentales del impulso reformador que caracteriza a este concilio.

* Libro I. Trece títulos sobre: fe católica (profesión y enseñanza), predicación de la Palabra de Dios los domingos y días festivos, enseñanza de la doctrina cristiana por parte de los párrocos y maestros, catecismo para los indios (obligatoriedad del texto aprobado por el Concilio), creación de escuelas, catecumenado de adultos, extirpación de la idolatría, pueblos de indios, publicación de libros, rescriptos apostólicos (obediencia y ejecución), candidatos a las órdenes sagradas (edad, formación, cualidades, ordenación), administración de los sacramentos, clérigos peregrinos, jueces y vicarios (funciones, obligaciones, asistencia de los encarcelados), fiscales y notarios, alcaldes y ministros ejecutores.

* Libro III. Veintiuno títulos sobre ministerio episcopal (cualidades y vida de los obispos, magisterio, visita de la diócesis, otorgación de oficios y beneficios, función de jueces), párrocos y rectores (deberes: predicación, enseñanza del catecismo, administración de los sacramentos, obligación de tener el directorio de los confesores, corrección de pecados y delitos públicos), curas de indios (deberes propios), beneficiados de iglesias catedrales y parroquiales, sacristanes, vida y honestidad de los clérigos, cuidado de los bienes eclesiásticos (enajenación, ornamentos, archivos del obispo y de la catedral, libros de fábrica), testamentos y últimas voluntades, sepulturas y funerales, sepultura de los pobres, diezmos y primicias, religiosos y monjas, culto divino, bautismo y eucaristía, ayunos y abstinencia, veneración de reliquias y santos, inmunidad de las iglesias y de los clérigos.[44]

Plan de formación y promoción

La firme intención del concilio al momento de afrontar el tratamiento de la cuestión de la reforma clero se expresa de manera contundente en dos afirmaciones del párrafo inicial del correspondiente capítulo.[45] En la primera se indica, a modo de diagnóstico, la causa principal que explicaba la decadencia en que se encontraban muchos eclesiásticos, que indignamente había accedido a las órdenes, simulando intenciones, ocultando costumbres y formas de vida, y recurriendo a complicidades y engaños, tal como se pone de manifiesto en capítulos posteriores; y en la segunda, se urge al episcopado a asumir las responsabilidades propias para revertir cuanto antes tan lamentable situación. Dichas afirmaciones se formulan de la siguiente manera y en tono admonitorio:

* «La dignidad sacerdotal, y la excelencia de aquellos que sirven al altar, no sufre que sea admitido a este cargo alguno cuyos méritos no fueren primero bien vistos y aprobados; principalmente por el grave daño que resultan a la Iglesia católica de que muchos, sin elección, sean promovidos a las sagradas órdenes, los cuales, colocados sin méritos algunos en tan sublime grado, caen después miserablemente, irrogando grave injuria al orden clerical».

* «Por lo cual, deseando vehementemente este Sínodo resarcir los daños pasados, y restituir el orden eclesiástico a su antiguo grado de dignidad y esplendor, exhorta cuanto puede a los obispos de esta provincia a que no impongan de ligero las manos, faltando al precepto del Apóstol,[46] sino que con toda diligencia y detenimiento examinen las cualidades de los que se han de ordenar, y reconozcan sus méritos, y no bajo el pretexto de escasez de ministros admitan a las sagradas órdenes a los que fueren menos idóneos; estando bien persuadidos de que el culto divino y la salud de las almas crece más con pocos que dignamente administran».[47]

Supuestas estas premisas reguladoras los sinodales pasan a establecer una normativa precisa y minuciosa, asumiendo la legislación del I Mexicano, ajustándolas a las recientes disposiciones tridentinas.[48] Pasemos a enumerarlas, resumiendo las disposiciones, primero las referidas a la tonsura, órdenes menores y subdiaconado: y luego, a las mayores, diaconado y presbiterado.

En cuanto a la admisión y promoción a la tonsura que, como se indicó significaba el inicio del itinerario clerical, se exigen tres requisitos: edad, al menos, de 14 años, pudiéndose anticipar en el caso que el candidato haya servido al culto en la catedral durante dos años, vestidos de sotana y sobrepelliz; expresar bajo juramento la intención de permanecer en el estado clerical; y contar con el consentimiento de los padres o tutores que bajo juramento expresan la intención de ayudarlo a cumplir el compromiso asumido.[49]

El siguiente paso lo constituyen las cuatro órdenes menores, no sacramentales (ostiario, lectorado exorcista y acólito). La única exigencia que se menciona expresamente es la de conocer los rudimentos del canto eclesiástico, siempre que fuera posible. Pero es de advertir que se supone, como ya lo había solicitado el I Mexicano, el conocimiento de la doctrina cristiana y de los contenidos básicos de la gramática (saber leer, escribir y primeras nociones de latín).[50]

De igual modo, en cuanto al subdiaconado, las disposiciones se limitan a señalar que deben ser «peritos en el canto eclesiástico» y demostrar que maneja con solvencia el rezo de las horas canónicas, según las indicaciones y contenidos del breviario promulgado por el Tridentino.[51] Para el diaconado se indica que, además de lo estipulado para la anterior orden, los aspirantes deben ser examinados en particular sobre lo que es propio de este grado, sin especificar en concreto los contenido.[52] Cosa que se detalla para el presbiterado, al menos los principales: antes de la primera misa tiene que ser aprobado en el conocimiento del rito por el maestro de ceremonias de la catedral, obteniendo así la correspondiente licencia para celebrar;[53] demostrar saber la forma de absolver los pecados y las censuras; y guardar «con todo su corazón y toda su mente el firme propósito de celebrar el sacramento eucarístico con pureza y sinceridad de alma».[54]

Si bien más adelante, en el decreto específico sobre la vida, fama y costumbres de lo que se han de ordenar, se deja expresa constancia que cuanto se establece al respecto comprende a todos los grados de las órdenes sagradas; y, por tanto, se puede decir que alcanza de modo particular a los presbíteros por la dignidad de su ministerio. El principio que regula la admisión a cada una de las órdenes se enuncia de manera precisa y terminante:

«Como quiera que se debe preferir a la ciencia de las letras la integridad de la vida y la honestidad de las costumbres en aquellos que sean promovidos a las órdenes eclesiásticas, decreta y manda este Sínodo que ningún obispo admita a sus súbditos a las órdenes, ni dé licencia para que sean admitidos, sin que primeramente reciban información de testigos fidedignos y de buenas costumbres, ya sea eclesiásticos, ya seculares, con quienes el que ha de ser promovido haya tenido trato o sociedad, por cuyo testimonio pueda constar que el ordenando en aquel tiempo, y por muchos meses antes, haya vivido con aquella pureza y honestidad que corresponde, y que no haya tenido ni tenga la costumbre depravada de jugar juegos de azar u otros ilícitos, ni haya dejado de confesarse en los tiempos señalados por la Iglesia. En caso contrario de ningún modo sea promovido, hasta que borre la mancha contraída por su mala vida pasada, con la enmienda de las costumbres y el arreglo de la vida. Porque es muy difícil que puestos en el nuevo grado de dignidad se hagan mejores aquellos que degradados con los vicios y las maldades, han servido de escándalo a los que han sabido sus hechos».[55]

Sobre los aspectos generales del presente itinerario formativo solamente restaría agregar alguna información sobre dos o tres aspectos puntuales que complementan cuanto llevamos dicho. En orden a que cada obispo pudiera conocer de ante mano las cualidades intelectuales y morales del candidato a las órdenes, se establece un mecanismo de discernimiento y comprobación (escrutinios) a cargo de sacerdotes examinadores, al menos tres, en principio nombrados por el sínodo diocesano (a partir de Trento) o directamente por el prelado (en tanto no pudieran celebrarse todavía dichas asambleas). A tales examinadores se les exige cumplir con ciertas obligaciones, bajo juramento, encaminadas a garantizar la transparencia de los procedimientos y la privacidad de los candidatos que se presenten, como: guardar fidelidad al cargo que reciben; poner de manifiesto de manera sincera y veraz los conocimientos y la honestidad de vida comprobados, «separándose de todo amor, odio u otro afecto humano»; negarse terminantemente a recibir dinero, premio o cosa semejante a cambio de emitir juicios favorables o pasar por alto situaciones irregulares; comprometerse a no revelar, de manera directa o indirecta, los contenidos de los exámenes; y disculparse ante el obispo si entre los examinados figurara algún familiar (consanguinidad) o adjunto a la familia.[56]

A su vez, ningún clérigo secular puede ser admitido a las órdenes sino no cuenta con un beneficio o patrimonio que asegure su decorosa subsistencia, incluida la recepción de la primera tonsura, debiendo constar al obispo la posesión legal de tales recursos económicos. Exigencia estipulada expresamente por el Tridentino. Al punto que, cuantos bajo fraude o engaño hayan conseguido ser promovidos, deben ser suspendidos ipso facto. [57]

Por último, el concilio alude al discutido y complejo tema de la posible ordenación sacerdotal de los indígenas. Limitándose simplemente a mantener el criterio del I Mexicano que excluye expresamente del orden sagrado a los indios, mestizos y mulatos.[58] En este sentido el texto aprobado carece de la claridad necesaria en una cuestión tan delicada. La prohibición incluye en un primer párrafo una referencia particular a los descendientes de condenados por la Inquisición, que también quedan excluidos por estar «notados» de infamia pública, según grados; y a renglón seguido, como extensión de la misma restricción canónica, se agrega la siguiente cláusula que dificulta la correcta interpretación de sus alcances: «Tampoco deben ser admitidos a las órdenes sino los que cuidadosamente se elijan dentro de los descendientes en primer grado de los nacidos de padre y madre negros, ni los mestizos, así de indios como de moros».[59]

Esta reticencia de los obispos mexicanos a admitir la incorporación de los indígenas al clero se fundamenta por lo general en los siguientes motivos: la reciente conversión que podría llevarlos a retornar con facilidad a sus antiguas creencias (carácter de neófitos); la posibilidad de introducir en el ejercicio del ministerio usos y ritos de la gentilidad; y las dificultades para guardar el celibato, pues demostraban marcada inclinación al matrimonio. En cambio, en el caso del Perú, la postura contemporánea fue de mayor amplitud, dejando abierta la puerta a futuras ordenaciones. Es decir, la prohibición no se expresa en términos absolutos, sino de manera prudencial atendiendo a las circunstancias presentes. Insistiendo más bien en la idoneidad demostrada por el candidato y no en su condición étnica o racial como limitante. Es posible que esta fuera la postura de Roma al introducir las modificaciones aludidas al texto enviado desde México, limitándose a insistir que las ordenaciones fueran a partir de la primera generación, haciéndolo con todos los recaudos previstos y cuidadosa selección de los aspirantes.[60]

Sacerdotes con cura de almas

Para el concilio esta función ministerial requiere mayor exigencias en razón de la importancia de las funciones que deben asumir quienes se propongan ejercerlas; pues se convierten en «guías, maestros y médicos» de los fieles mediante la enseñanza de la doctrina y la curación de las dolencias espirituales. Tal responsabilidad exige, en orden a obtener el «beneficio curado», demostrar fehacientemente la idoneidad que requiere el cargo mediante un nuevo examen o escrutinio, donde deberá demostrar ser versado en la administración de los sacramentos, principalmente en la penitencia, y encontrase bien instruido en la solución de casos de conciencia. Para cumplir con este último requisito se prescribe un texto o manual determinado, de uso obligatorio: el Directorio de confesores y penitentes, redactado por expresa pedido del mismo concilio.[61]

Además, en vista a favorecer la formación de buenos confesores en aquellas diócesis sufragáneas que no contaran con algún maestro graduado con oficio de interpretar los casos de conciencias y enseñar la administración de los sacramentos (a modo de cátedra formalmente instituida), es responsabilidad de los obispos nombrar a algún sacerdote idóneo que pueda hacerlo de manera estable. En tal caso, los sacerdotes diocesanos quedan obligados a concurrir al lugar donde él reside para participar de sus lecciones. Quedando sólo eximidos aquellos que previamente hayan obtenido grados en teología o cánones y que cuenten con la aprobación del obispo.

El descuido de participar de estos encuentros formativos merece una seria advertencia respecto a la recepción de las órdenes y al ejercicio pastoral de quienes hayan recibido el presbiterado, que se expresa en estos severos términos: «en la inteligencia de que los se descuidaren en frecuentarlos, no serán admitidos a las órdenes, ni obtendrán beneficio alguno, ni se les permitirá la administración de los sacramentos».[62]

A su vez, entre las capacidades pastorales a las que deben prestar atención lo examinadores se cuenta como prioritaria la aptitud para predicar de forma conveniente el Evangelio, «al menos de aquel modo que puedan enseñarse las cosas más necesarias para la salud de las almas». Evidentemente esta disposición alude de modo particular a los párrocos de indios, quienes no pueden aspirar al cargo sin saber la lengua indígena, porque de otro modo la colación resultaría nula.[63] La razón de la exigencia estriba en que el desconocimiento de la lengua de los feligreses no permite que el párroco los entienda ni hacerse entender de ellos.[64] Situación que por aquellos años se verificaba aún en repetidos casos, aunque resulte llamativo, pues el interés prioritario de numerosos clérigos no era tanto aspirar al genuino officium pastorale cuanto a gozar del beneficium pastorale, modo práctico de asegurarse el buen pasar económico y social. De allí el interés conciliar por subsanar tales carencias pastorales.

Seminarios Conciliares demorados

En base al marco general trazado por el concilio de Trento, que incluye fines y medios idóneos para alcanzar la efectiva renovación de la formación del clero, cada diócesis debía afrontar el desafío de organizar un seminario conciliar, así llamados por haber sido instituidos por el mismo Tridentino como parte esencial del plan de reforma de la Iglesia universal. Veamos ahora el eco que este decreto encontró en la legislación del III Mexicano, cuya recepción quedó incluida al tratarse «del ministerio de los obispos y la pureza de su vida», estableciendo que se trataba de un compromiso prioritario del episcopado. El mismo fue expresado en estos términos:

«Deseando el concilio de Trento, que por medio de ministros doctos y bien instruidos, posea el pueblo cristiano una gran copia de doctrina saludable, decretó que en cada una de las diócesis se erigiese un colegio en que los jóvenes se eduquen religiosamente, y se dedicasen a todo aquello que corresponde a la enseñanza de las materias religiosas, de modo que este colegio fuese un seminario perpetuo en que se instruyesen los ministros de Dios. Pero como semejante propósito no ha podido realizar se hasta ahora en esta provincia por las circunstancias difíciles que lo han impedido: este Concilio, que considera posible se relegue al olvido con el transcurso del tiempo una obra tan santa y absolutamente necesaria (sobre todo en estos lugares en que abunda la mies y escasean los operarios), establece, que los obispos trabajen con toda la actividad que sean capaces en fundar esta clase de seminarios, y en hacerlos duraderos, luego que se hayan creado, según las posibilidades de cada una de las diócesis, y cumpliendo exactamente el decreto del Concilio de que se ha hecho mérito».[65]

Sin embargo, la instrumentación de la iniciativa demoró muchos años en concretarse en el ámbito del arzobispado de México. Como lo indica el mismo decreto, en el lapso de tiempo entre los dos últimos concilios provinciales (II-III) lo impidieron ciertas «circunstancias difíciles», sin ser mencionadas en particular. En concreto fueron fundamentalmente tres: diócesis nuevas que no habían logrado aún consolidar su organización; carencia de recursos para financiar un emprendimiento de tal envergadura, que suponía dotarlo e instituirlo de manera estable; y ausencia personal directivo y docente cualificado, dentro del clero secular, para asumir la conducción.[66] Preocupación que hizo suya Felipe II, quien mediante cédula real de junio de 1592 encargó a los arzobispo y obispos de Indias que fundaran y sustentaran de modo estable colegios seminarios, solicitando a la autoridad secular (virreyes, presidentes de audiencias y gobernadores) que colaborara en tal sentido, dejando el gobierno y la administración en manos de los prelados.[67]

Cuatro ejemplos elocuentes comprueban la llamativa demora. En el establecimiento de seminarios bajo el modelo tridentino fue pionera la diócesis sufragánea de Puebla de los Ángeles, cuyo emprendedor obispo Juan de Palafox y Mendoza fundó, en 1643, dos seminarios: San Pedro, de latinidad y retórica; y San Pablo, de teología, moral y liturgia.[68] Años más tarde, en Oaxaca, el obispo Nicolás del Puerto (indígena) emprende, en 1681, la restauración y nueva fundación del seminario oaxacano,[69] puesto bajo la protección académica de la Real Universidad de México. Poco después, la Arquidiócesis de México pudo concretar, recién en 1689, la construcción de su propio seminario, mérito del arzobispo Francisco Aguilar y Seijas. Y, por último, la diócesis de Guadalajara, gracias a la gestiones del obispo Felipe Galindo y Chávez, que en enero de 1696, no bien asumió el cargo, peticionó a la Corona la autorización para fundar un seminario conforme a las disposiciones tridentinas, pudiendo meses después promulgar el decreto fundacional.

Entre tanto, el clero secular continuó formándose, a criterio de los obispos, en diversos centros educativos existentes por aquellos años en México que, aunque no pudieran ofrecer una instrucción eclesiástica sistematizada y exclusiva, vinieron a asegurar el aprendizaje de los contenidos suficientes que requería el itinerario vocacional, tanto los de carácter propedéutico (gramática, latín, artes) como los cursos superiores de teología, moral y cánones. Aparte de los colegios episcopales con los que contaban ciertas diócesis, se sumaban los estudios superiores de filosofía y teología de los mendicantes y algunas cátedras de gramática y cánones en las iglesias catedrales. No siendo menor la influencia de los colegios jesuíticos (22 en total), presentes en numerosas ciudades, que con su cualificada educación humanista crearon un clima propicio para que surgieran vocaciones sacerdotales y religiosas. Distinguiéndose, en tal sentido, el de San Pedro y San Pablo en México, que ofreció notable apoyo en esta obra educativa, pasando por sus aulas un número notable de clérigos.

Por último, merece una particular mención la Universidad Real, que funcionaba en la capital virreinal, creada por Felipe II en 1551, de elevado nivel académico, inaugurada dos años después.[70] Entre las primeras cátedras y cursos (divididas en cuatro facultades mayores) se contaron los siguientes: de prima de teología (teología dogmática, la de mayor prestigio), de Escritura, de Santo Tomás de Aquino (luego convertida en vísperas de teología), de cánones y de artes (trívium: gramática, lógica o dialéctica, retórica); cuadrivium: geometría, aritmética, astronomía y música).[71] El claustro estaba compuesto por veinticuatro profesores, entre propietarios de cátedras (perpetuas) y sustitutos (temporales). De ellos doce fueron agustinos, seis dominicos y seis presbíteros seculares. Los estudios debían cursarse a lo largo de tres o cinco años, según el caso, para poder alcanzar el primer grado académico, que era en el bachiller. Las clases se impartían de las siete a las once de la mañana y de dos a seis de la tarde. Es de notar, en relación a nuestro tema, que el grupo más numeroso de alumnos que frecuentaban las aulas, todos ellos españoles o criollos (los indígenas quedaron excluidos), eran eclesiásticos en vías de formación, que asistían a determinados cursos; o aspirantes a obtener los grados académicos de bachiller, licenciado y doctor.[72]

Algo llamativo para la época, que obedecía a un reclamo imperioso de la evangelización, fue la incorporación de una cátedra universitaria de lengua indígena general. Su creación fue fijada por cédula real de Felipe II, del 19 de septiembre de 1580, que determinó que este tipo de cátedras se establecieran en las universidades de Lima y México. Incluyendo su existencia en aquellos lugares donde hubiese audiencias y cancillerías, obtenidas por oposición, a las que asistieran los sacerdotes con oficio de «curas de indios» para facilitarles el pronto aprendizaje idiomático (de suyo dificultoso) que requería su ministerio pastoral. Esta exigencia fue reforzada por otras ordenanzas reales contemporáneas que encargaban a las autoridades eclesiásticas no ordenasen de presbíteros ni diesen licencia para ello a ningún clérigo o religioso sin poseer esta capacidad lingüística, debiendo presentar la correspondiente certificación de haber cumplido con la totalidad del mencionado curso. Prohibición que exigía mantenerla con severidad aunque el candidato cumpliera con los otros requisitos exigidos por los cánones.[73]

Resulta comprensible que en el ambiente universitario el candidato al sacerdocio no encontrara la formación integral que requería su ulterior ministerio. Más allá del excelente nivel académico que pudiera obtener en las aulas, la carencia de otros recursos educativos relacionados con el proceso de plasmación del perfil sacerdotal, marcaban límites que era necesarios completar en otras instancias.[74] Por tal motivo la autoridad eclesiástica debía fortalecer por su cuenta aquellos medios formativos relacionados a las exigencias morales, ascéticas, litúrgicas y pastorales consideradas de vital importancia. Aspectos que el seminario tridentino procuraba asegurar propiciando una educación eclesiástica sistemática, comunitaria y estable. Pero como hemos señalado aquellos tiempos demoraron su instrumentación.

Conclusión

Estas páginas nos han permitido reconstruir los inicios de la formación y promoción del clero mexicano, proceso que a los largo de los siglos XVI-XVII se convirtió en patrimonio común de todas las diócesis hispanoamericanas, supuestas las adaptaciones regionales, acorde a los recursos humanos y económicos disponibles, circunstancias que demoraron en algunos lugares la creación de apropiados centros educativos. El punto de partida lo constituyó el célebre colegio de San Nicolás de Michoacán, ubicado en el centro de la cultura tarasca, fundado por el insigne Vasco de Quiroga (el “Tata Vasco”), en 1540, pues fue organizado como un verdadero seminario de clérigos, tal como fueron establecidos, veinticuatro años después, por el concilio de Trento.

En este escenario, el I Mexicano (1551) tuvo el mérito de haberse ocupado expresamente de la cuestión de la formación del clero local, al punto de promulgar un plan o itinerario vocacional, inspirado en la legislación eclesiástica española (concilios y sínodos), que tuvo el valor de convertirse en la primera ratio fundamentalis que reguló las condiciones que se requerían para la petición de las órdenes sagradas (menores y mayores), mediante la aprobación de los correspondientes exámenes; y, a la vez, fijar las competencias y obligaciones de su ejercicio. Apelándose, en cuanto a los medios de formación, a implementar localmente, aunque fuera embrionariamente, los recursos con los que contaban las diócesis españolas de entonces, como los colegios episcopales, las cátedras creadas en catedrales y conventos mendicantes, y las instrucciones particulares de los obispos.

La promulgación de los decretos de reforma del Tridentino, a través del II Mexicano (1565), trajo consigo la novedad de la institución obligatoria de los «seminarios conciliares», mediante los cuales se preconizaba una formación eclesiástica escolarizada, sistemática y exclusiva, a través de la convivencia de los alumnos en los mismos locales y aulas, aspirando a promover un clima de elevación científica y cultural, del que se carecía en la época. En el caso concreto del arzobispado de México el desafío que suponía su organización no pudo enfrentarse de inmediato por la sencilla razón de la proximidad de fechas entre la recepción de los decretos tridentinos y la celebración de esta asamblea episcopal, circunstancia que aconsejó mantener el mismo plan de formación y promoción del clero que en su momento expusimos en detalle.

Por tanto, la tarea pendiente de renovación pasó en bloque al siguiente concilio provincial, reunido recién veinte años después, en 1585, cuya misión fundamental consistió en asimilar en forma completa el vasto plan reformador propuesto por Trento. En esta ocasión, se logró efectivamente asumir la iniciativa conciliar, a través de la promulgación de un decreto específico sobre la creación de seminarios diocesanos, adoptándose los objetivos y el plan de formación propuesto.

Sin embargo, tan loable propósito tardó muchos años en plasmarse, pues tanto a la sede arzobispal como a las diócesis sufragáneas, les resultó dificultoso contar con las rentas suficientes (financiamiento) que demandaba la construcción de los edificios y el mantenimiento de los colegiales; al igual que reunir un plantel de superiores y docentes idóneos, en vistas a asegurar el cumplimiento de los objetivos perseguidos, recurso difícil de conseguir entre el clero secular de entonces[75].

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Notas

[1] Cf. Melquíades Andrés, La teología española en el siglo XVI (Madrid: BAC, 1976), tomo I, 1 97-228. Con amplia citación de fuentes y bibliografía.
[2] En el caso de México tal inquietud se remonta a los inicios de la enseñanza superior mediante el establecimiento de un pequeño número de colegios promovidos por los religiosos y algunos celosos miembros del clero secular. Entre estos figuraron el glorioso colegio franciscano de Santa Cruz de Tlatelolco (1533), para indios, con el seminario clerical de San Nicolás de Pátzcuaro, fundado por don Vacos de Quiroga, y con la primera casa de estudios mayores de Tiripetío (1540), en Michoacán, primera en América, fundada por el agustino fray Alonso de Veracruz, donde asistían religiosos y laicos deseosos de aprender las disciplinas humanísticas tal como se cursaban en las universidades españolas, en base a la enseñanza clásica de las artes: el trivium (gramática, lógica o dialéctica y retórica) y el cuadrivium (geometría, aritmética, astronomía y música). A lo que se sumaban conocimientos de filosofía y teología.
[3] Covarrubias Orozco, Sebastián de, en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, define en estos términos la idea de colegio universitario (collegium): «Compañía de gente, que se ocupa de ejercicios de virtud y están todos unidos y ligados entre sí (...) Son casas instituidas para criarse en ellas hombres bien nacidos, virtuosos y profesores de letras. Tienen propios hábitos, viven en comunidad, tienen cierto género de clausura religiosa y circunspecta; son obedentísimos a su rector; y se deprende en los colegios, fuera de las letras y virtud, mucha cortesía y urbanidad, sufrimiento y modestia» (Madrid: 1611, fol. 1 52 v). Sobre dicha institución, véase Francisco Martín Hernández, La formación clerical en los colegios universitarios españoles (Vitoria. España: 1 961); y los Seminarios españoles: historia y pedagogía (Salamanca. España: 1 964).
[4] Versión completa en Rafael Aguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga. Taumaturgo de la organización social (México: Ediciones Oasis, 1970), 271-292; y en Francisco Miranda Codinez, Don Vasco de Quiroga y su Colegio de San Nicolás (Morelia-México: Fimax Publicistas, 1972), 281 -303. Asimismo, puede consultarse Raúl Arreóla Cortés, Historia del Colegio de San Nicolás (Morelia: 1 982).
[5] R. Aguayo Spencer, o. c., 280.
[6] El biógrafo colonial del obispo, Juan Joseph Moreno, afirma que en una información de 1 576, diez testigos declararon que del colegio de San Nicolás habían salido más de doscientos sacerdotes que se dispersaron, con honores, por diversas regiones de México y que aún hubo algunos que ingresaron en las órdenes religiosas (Fragmentos de la vida y virtudes del limo, y Rvmo. Sr. Don Vasco de Quiroga (México: 1 766), 54-55). Sobre la situación del clero secular en esta época, F. Miranda Codinez, o. c., 73-1 1 1. Asimismo, el autor analiza los pormenores de la fundación de San Nicolás, la estructura de los estudios, el financiamiento de la institución y su suerte después de la muerte de prelado (caps. IV-Vil).
[7] Ses. XXIII, cap. XVIII: Forma erigen di Semina rium clericorum, p ráese rtim tenuiorum; in cuius erectione piurisima observanda. A título ilustrativo transcribimos el siguiente párrafo: «Establece el Santo Concilio que todas las catedrales metropolitanas e iglesias mayores que éstas deben mantener, educar religiosamente e instruir en las ciencias eclesiásticas, según los recursos y la extensión de la diócesis, cierto número de jóvenes de la misma ciudad y diócesis, y no habiéndolos en éstas, de la provincia eclesiástica, en un Colegio solo para este fin, cerca de las mismas iglesias, o en otro sitio conveniente a elección del obispo [...] De tal manera que este Colegio sea constante plantel de ministros de Dios».
[8] Asistieron los siguientes obispos: don Vasco de Quiroga de Michoacán; Fr. Tomás Casillas de Chiapas; Fr. Martín de Hojacastro de Puebla-Tlaxcala; y donjuán de Zárate de Oaxaca, quien murió estando en el concilio. A ellos se sumaron el deán y cabildo de la catedral de México; los representantes de las Iglesias de Tlaxcala (Puebla), Jalisco, Yucatán y Guatemala; los priores y guardianes de las órdenes religiosas; el presidente, oidores y fiscal de la Real Audiencia, y demás autoridades civiles; además de miembros representativos del clero y del laicado de la ciudad según los establecía el derecho.
[9] La primera edición estuvo a cargo de la imprenta de Juan Pablo Lombardo. La segunda se debe a la preocupación del arzobispo Francisco Antonio De Lorenzana, Concilios Provinciales Primero y Segundo...de México, presidiendo el lllmo. y Rvmo. Señor D. Fr. Alonso de Montufar, en los años de 1555 y 1565 (México: 1 769). Lo reproduce Juan de Tejada y Ramiro en Colección de Cánones y de todos los Concilios de España y América (Madrid: 1 859), tomo V. El manuscrito original del concilio en Alberto Carrillo Cázares, Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585) (Michoacán - Roma: Colegio Michoacán y Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Zamora, 2009), TercerTomo, 31 9-444. A los efectos de este artículo cita según la edición de Lorenzana (sigla ICM).
[10] Abarca fundamentalmente los capítulos 44-61.
[11] A juicio de José de Martín Rivera la exclusión desde un comienzo de los indígenas y mestizos a las órdenes sagradas constituyó una medida desacertada cuyas consecuencias repercutieron en el futuro: «Uno de los problemas que desde los primeros días de la evangelización sufrió la nueva cristiandad, fue el rechazo de los indios y mestizos al estado sacerdotal y religioso, con los consecuentes perjuicios que impidieron un crecimiento proporcionado de la Iglesia con las demás instituciones, cuyo desarrollo y madurez se integraron con los diversos estamentos raciales de la sociedad novohispana [...] En lo referente al rechazo de los indios al estado sacerdotal y religioso, hay que tomar en cuenta las razones sociales y políticas de la peculiar discriminación entre españoles, criollos, indios y mestizos, que la Iglesia hacía suya aún en los medios de mayor espiritualidad y refinamiento cristiano; mentalidad que jamás cupo pensaren un indio como guardián o prior de un convento, para gobernar frailes españoles; o un arzobispo mestizo, del Consejo de su Majestad, a la par del virrey y de la señora virreina. Las raras excepciones, jamás ejercieron cargos de importancia» (Historia General de la Iglesia en América Latina (Salamanca: CEHILA, Ediciones Sígueme-Paulinas), 1984, Tomo V México, 121, 122. En la misma línea de pensamiento Robert Ricard, lamenta que el «colegio de Tlatelolco no hubiera dado siquiera un obispo a la Iglesia de México»; constituyendo este hecho una «flaqueza capital de la acción evangelizadora [...] y una enorme laguna que representaba la ausencia de un clero indígena» (La conquista espiritual de México, (México: Fondo de Cultura Económica, 1986), 23, 355, 41 7.
[12] ICM, cap. 44: De el examen que se debe hacer antes de que sean ordenados los clérigos, o dadas las reverendas, y que no se den más de para un orden sacro. El capítulo prescribe que el examen de suficiencia se extiende: a todos los clérigos que aspiran a cada una de las órdenes, a los que hubiesen recibido alguna de ellas en otra jurisdicción eclesiástica, a los que lo han hecho en Roma y a los que pretendan ejercer el oficio de curas.
[13] Idem., cap. 45: De la instrucción que han de guardar los examinadores con los que han de ser ordenados. En orden a comprender el significado del vocabulario empleado por el derecho canónico de época para referirse a las órdenes sagradas resulta conveniente introducir algunas precisiones. El término «ordenación» admitía dos sentidos, a) amplio: rito sagrado en virtud del cual un laico pasaba a ser clérigo (primera corona o tonsura), o un clérigo ascendía a un grado superior, b) estricto: rito por el cual se confiere alguna potestad para ejercer funciones sagradas y comprendía órdenes menores o grados, no sacramentales (ostiario, lectorado exorcista y acólito) y mayores, sacramentales (diaconado, presbiterado, episcopado). El subdiaconado, orden no sacramental, era llamado vulgarmente «orden de epístola» por corresponderle su lectura en las misas solemnes. A su vez, el diaconado se lo designaba «orden de evangelio» por serle propio dicha lectura en idéntica ocasión. En cuanto al presbiterio la terminología admitía tres variantes: ordenado «para misa» (recibir el sacramento), «para cantar misa» (habilitación para celebrar misa solemne o pontifical) y para «ser cura» (recibir la misión canónica para ejercer tal oficio). Por la imposición de la tonsura, primer rito prescrito, se ingresaba al estado clerical (levítico), sin contraer obligación de recibir las demás órdenes mencionadas. Con frecuencia algunos clérigos accedían solamente a la tonsura para gozar de los privilegios que la misma les otorgaba (inmunidades locales, reales y personales).
[14] Respectos a estos contenidos la indicación es taxativa: «y sino no supieren, no sean admitidos a la orden, hasta que enteramente lo sepan». Llama la atención el grado de ignorancia al respecto, pues podía comprobarse tal negligencia en algunos sacerdotes, aún después de la ordenación: «y sean examinados en ello porque se han hallado algunos sacerdotes no saber los principios de la doctrina cristiana»
[15] Sobre este aspecto se contemplan algunas excepciones por considerarse que por otros medios se podían adquirir tales conocimientos: «pero con los mozos de coro y con los que sirven en el altar, dispensamos en lo de la edad arriba dicha, porque los tales, después de haber servido en la Iglesia dos años con hopa [túnica cerrada] y sobrepelliz, podrán ser ordenados, teniendo la edad que el derecho dispone, siendo primero examinados en todo lo sobredicho».
[16] Tener en cuenta las aclaraciones terminológicas señaladas en nota 13.
[17] En esta época los libros litúrgicos utilizados todavía eran los de la Iglesia de Sevilla en razón que las primeras diócesis americanas dependieron de dicha sede hasta 1546 que se crearon los primeros arzobispados (Santo Domingo, México y Lima). Se trataba de misales, manuales de sacramentos, antifonarios, cantorales, breviarios, etc., que también se imprimían en Sevilla. Esta tradición, que contemplaba contadas modificaciones, se mantuvo hasta el II Mexicano (1565), quien la confirmó solemnemente: «Cosa es muy decente que todas las Iglesia Sufragáneas a esta Santa Iglesia de México se conformen con ella al rezar el Oficio Divino mayor y menor; y esta Iglesia Arzobispal, desde su primera institución y creación, ha rezado y reza conforme a la Santa Iglesia de Sevilla, y porque haya esta conformidad, ordenamos y mandamos que todas las Iglesias a ésta nuestra Sufragáneas canten en el Coro y hagan el Oficio mayor y menor de la dicha Iglesia de Sevilla, hasta tanto que venga el Breviario y Misal de que se hace mención en el Libro del Santo Concilio Tridentino; y que el dicho Oficio Divino se haga según y cómo por Nos está dispuesto, y mandado por las Sinodales que en el Sínodo principal pasado se ordenaron» (cap. XIV). Las impresiones sevillanas se mantuvieron vigente hasta que México pudo contar con una imprenta de cierta envergadura que pudiera asumir este delicado trabajo. Fue así que en 1560 se publicó el Manuale Sacramentorum secundum usum Ecíesiae Mexicanae, por Juan Pablos (primer impreso mexicano); en 1561 el Missale Román um Ordinarium. Missale Romanum unper adoptatum commodum quorumcumque sacerdotum summa diligentia (...) sitis introitibus, gradualibus, offertoriis, communionibus omnes misase sintin suis locis ..., por Antonio Espinosa; y en 1568 el Manuale Sacramentorum, secundum usum almae Ecclesiae Mexicanae, nouissime impressum, cum decretis sancti concilii Tredditentine, por Pedro Ocharte. Cf. Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía Mexicana del Siglo XVI (México: Fondo de Cultura Económica, 1954), 1 59-160; 184-186; 218-219.
[18] A respecto se establece alguna excepción en el caso que un examinado no haya manifestado suficiencia en algunos aspectos y se tenga necesidad urgente de cubrir algún nombramiento. En tal circunstancia se establece que «los examinadores le manden tener libros por donde estudie en lo que estuviere falto o defectuoso, y cierto a cierto tiempo venga a dar cuentan de lo que hubiere aprovechado; y para esto haya un libro en poder de los dichos examinadores donde se asiente todo lo que así se mandare, para que se vea si se cumple en los términos que le fuere mandado; y, entre tanto, que aprende lo necesario, no ejercite ninguna cosa de las que se hallare que está falto».
[19] Pasemos a individualizar las obras mencionadas por sus autores: Vicente Ferrer, Sermones varios (1485); Silvestre Prierias, Silvestrina Summa summarum quae Silvestrina nuncupatur (1539); Cuido de Monte Roquer, Manipulis Curatorum (1475); Antonino de Florencia, Defecerunt o Confesional (1440); y Tomás de Vio (cardenal Cayetano), Summula Caietana, resoluta, ac compendiosa de peccatis summula, nuperrime castigata (1530).
[20] Con este término se designaba a los clérigos que habían recibido las órdenes en Roma (algunas o todas) y después intentaban incorporarse a una jurisdicción eclesiástica determinada, en este caso el arzobispado de México o diócesis sufragáneas. Las ordenaciones romanas otorgaban una serie de privilegios pontificios, que si bien fueron desapareciendo a partir de la aplicación de la legislación Tridentina, podían traer aparejadas apetencias mundanas y comportamientos escandalosos, de allí las precauciones que se mencionan.
[21] En orden a que los examinadores no fueran negligentes en el cumplimiento del oficio encomendado se establece una pena pecuniaria reparadora: «Mandamos a los nuestros examinadores, que de presenten son, y de aquí adelante fueren, y cada uno de ellos lo guarden y cumplan en la forma y según dicho es [se refiere a la instrucción promulgada], so pena de cincuenta pesos de minas, aplicados para obras pías, como a Nos pareciere». A su vez, para ampliar la información sobre el tema que nos ocupa conviene incorporar la lectura de los tres siguientes capítulos (ICM): XLVI, Que se haga registro de las órdenes y se ponga en los archivos de las Iglesias Catedrales; XLII, Que ninguno que haya cometido delito que merezca pena de sangre sea admitido a orden de clérigo, y XLVIII, De la vida y honestidad de los clérigos.
[22] Antes de pasar a desarrollar el próximo apartado es necesario introducir una breve aclaración sobre el motivo por el cual no hacemos referencia alguna a los decretos del II Concilio Mexicano, celebrado en 1565. Es suficiente decir lo siguiente. Si se presta atención a la materia tratada el concilio no resultó ciertamente novedoso, por limitarse a promulgar el Tridentino (fin principal de su convocatoria) con la intención de adaptar la legislación del I Mexicano al espíritu y contenido de la reciente reforma eclesiástica propuesta a nivel universal. Manteniéndose en lo tocante a la formación y promoción del clero secular el mismo plan que terminamos de exponer. Hecho comprensible dada la proximidad de fechas entre la recepción mexicana de Trento y esta asamblea episcopal, circunstancia que impidió la asimilación completa del vasto plan reformador propuesto. Tarea pendiente que asumió el siguiente concilio provincial, veinte años después, en 1 585, acomodando ampliamente la vida la Iglesia Mexicana a las normas tridentinas
[23] En torno a la génesis y formación del decreto sobre seminarios, un trabajo amplio e importante sigue siendo el d e j. A. O’Donohoe, Tridentine Seminary Legisiation (Lovaina: 1957). Asimismo, puede consultarse E. Paschini, Le origini del Seminario Romano: Cinquecento romano e riform a cattoíica (Roma: 1958), 3-48; y Hubertjedin, «La importancia del decreto tridentino sobre los seminarios en la vida de la Iglesia», Seminarium 15 (1963): 396-412.
[24] Ses. XXIII de Reforma, cap. 18. Inspiraron el decreto algunas de las iniciativas episcopales recién mencionadas, como el decreto que el cardenal Reginaldo Pole había promulgado durante la restauración católica en Inglaterra en un sínodo londinense de 1556, proponiendo desarrollar la escuela catedralicia medieval en una escuela semillero (tamquam seminarium) para la formación del clero; la Escuela de Acólitos de Verona, fundada en 1495, reformada luego por el obispo Giberti; los colegios para pretendientes al canonicato y para futuros sacerdotes dedicados a la cura de almas promovidos por el obispo de Naumburgo, Julio von Pflug, en el congreso de Augsburgo de 1559, bajo la designación de «nueva escuela semillero o seminario» (e novo illo seminario); y el Collegium Germaniccum, fundado en Roma con el apoyo del cardenal Juan Morone, cuyos alumnos recibían formación en el colegio de los jesuítas. Por los mismos años existían en España colegios universitarios con fines análogos. Cf. Hubertjedin, Historia del Concilio de Trento (Pamplona: 1981), Tomo 4, vol. II, 114-118. 213.
[25] En opinión de John W. O'Malley, «el concilio nunca pretendió que todos los candidatos al sacerdocio tuvieran que asistir a un institución de este tipo, que fue concebida casi como una solución alternativa para quienes no pudieran hacer algo mejor [asistir a la universidad o colegios humanísticos]. Sin embargo, de esta modesta semilla terminaron surgiendo instituciones de notable sofisticación. Aunque fuera de Italia la puesta en práctica de este canon fue lenta, en la práctica su influencia llegó a ser omnipresente en el mundo católico. En la época del concilio el término «seminario» se aplicaba indiscriminadamente a varios tipos de instituciones, pero a partir del concilio se aplicó casi exclusivamente a instituciones que preparaban a sus estudiantes para el ministerio eclesiástico. De alguna manera el seminario representó una actualización de la escuela catedralicia medieval, y por eso al principio se localizó al lado de la catedral, para de este modo iniciar a los estudiantes en las prácticas de la vida de la Iglesia y ofrecerles protección moral. En este sentido, la intención del concilio era doble: por una parte, quería asegurarse de que los sacerdotes del futuro diesen ejemplo de vida intachable, y, a la vez, de que recibiesen la educación necesaria» (Trento ¿Qué pasó en el Concilio? (Mal¡año. España: Salterrae, 2015), 213.
[26] Para la efectiva organización del seminario el decreto agrega, además, junto al obispo, la presencia de dos canónigos elegidos por él en calidad de consejeros. Sumándose la necesidad de un consejo de administración donde figurarán un representante del cabildo y otro del clero diocesano.
[27] Participaron los siguientes obispos: Pedro de Moya de Contreras (secular), arzobispo de México y virrey de Nueva España, presidente del concilio; Fr. Fernando Gómez de Córdoba (Jerónimo), obispo de Guatemala; Fr. Juan de Medina Rincón (agustino), obispo de Michoacán; Diego Romano (secular), obispo de Tlaxcala (Puebla); Fr. Gregorio de Montalvo (dominico), obispo de Yucatán (Mérida); Fr. Domingo de Alzóla (dominico), obispo de Nueva Galicia (Guadatajara); y Fr. Bartolomé de Ledesma (dominico), obispo de Oaxaca. Ausentes: Fr. Pedro de Feria (dominico), obispo de Chiapas, por un accidente que sufrió en el viaje, delegó a Fr. Juan Ramírez (dominico) y a Fr. Francisco Ximénez (dominico); Fr. Domingo de Salazar (dominico), primer obispo-arzobispo de Filipinas (Manila, sufragánea también de México), por la distancia que separaba su sede de la metropolitana, designó representante al canónigo Diego Caballero; Fr. Alfonso de la Cerda (dominico), obispo de Comayagua (Honduras) (1578-1587), en razón de viajara España, promovido en 1587 a la sede de Charcas (Bolivia); y Fr. Antonio de Hervías, obispo de Verapaz (Guatemala), que en 1584 se habría embarcado también para España.
[28] Ses. XXIV de Reforma, cap. II.
[29] En cuanto a la historia externa e interna del concilio, véase, Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana (Buenos Aires: Agape Libros, 2017), Vol. III. 85-132 (sigla MCH). Una visión de conjunto sobre el sacramento del orden sagrado desde el punto de vista del derecho canónico de época, en Sebastián Terráneo, Introducción al derecho y a las instituciones eclesiásticas indianas (Buenos Aires: Educa, 2020), 365-396.
[30] En lo referente a la situación del clero secular y de los religiosos al tiempo del concilio, véaseel lúcido análisis de S. Poole en Pedro Moya de Contreras. Reforma Católica y poder real en la Nueva España (Michoacán. México: 2012), 82-92; 1 09-1 29.
[31] Idem., 233-282.
[32] A los efectos del presente artículo los textos conciliares se citan según la edición de Mariano Galván Rivera. Concilio III Provincial Mexicano (...), Ilustrado con muchas notas del R.P Basilio Arrillaga (Barcelona: Segunda edición en latín y castellano, 1870). Recientemente se ha publicado una edición histórico-crítica a cargo de Alberto Carrillo Cázares, Manuscritos del concilio tercero provincial mexicano (1585) (Michoacán-Roma: Colegio de Michoacán y Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Zamora, 2009), Vol. II (sigla IIICM). Estudio preliminar a cargo de Luis Martínez Ferrer, Decretos del concilio tercero provincial mexicano (1585), Vol. I. Reproduce dos textos (en columnas diferentes): el manuscrito mexicano en castellano (MM 266) y la edición príncipe de 1622, en latín.
[33] México, 24 de marzo de 1 575, en Cartas de Indias (Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, 1 974), Tomo I, 21 9-224. El origen del documento lo explica el mismo arzobispo: es la respuesta a una instrucción real sobre el patronato que obligaba a los prelados a enviar a la Corona «en cada flota relación de todos los clérigos de nuestras diócesis y de sus cualidades y en qué se les debe hacer merced, en cuyo cumplimiento he hecho ésta, la más cierta que yo he podido».
[34] Al respecto conviene introducir una breve aclaración terminológica. Los obispos eran ayudados en la administración de la diócesis (y a veces obstruidos) por el cabildo eclesiástico (o metropolitano en el caso de las arquidiócesis). Cumplía una doble función: el rezo solemne de las horas canónicas en la catedral; y aconsejar y asesorar al obispo en cuestiones de gobierno. Se componía de cuatro rangos: dignidades, canónigos, racioneros y medios racioneros. Las dignidades eran cinco: deán, presidente del cabildo); arcediano, encargado de examinar a los candidatos a las órdenes (por estos años era el puesto de mayor poder en la catedral de México); maestrescuela, a cargo de la escuela de la catedral, si la había, y enseñaba gramática y latín a los clérigos (el magistri scholarum medieval); chantre, a cargo del canto de la catedral; y tesorero, al cuidado y guarda del tesoro, reliquias, vasos sagrados y ornamentos litúrgicos de la catedral. A los canónigos (en número de diez o más) les correspondía la asistencia diaria al coro y las celebraciones litúrgicas por turnos, pudiendo desempeñar otros oficios catedralicios. Cuatro canonjías eran de oficio: canónigo magistral (predicador ordinario de la corporación), doctoral (asesor jurídico), lectoral (teólogo del cabildo) y penitenciario (confesor con potestad de absolver ciertos pecados reservados). Racioneros o medios racioneros, también integrantes del cabildo que cumplían diversas funciones, como asistir y cantar en el coro, asistir diariamente al altar, cantar las epístolas, profecías, lamentaciones y lecturas en el coro. Según la renta que recibían podían ser racioneros (razón o estipendio completo, tenían que ser diáconos) y medios racioneros (mitad del estipendio, al menos ser subdiácono). Cf. Sebastián Terráneo, Introducción al derecho..., o. c., 1 84-203
[35] Contexto y análisis de la carta, en Stafford Poole, o. c, 84-86
[36] Se repiten en la carta expresiones como las siguientes: «muy honesto, llano y pacífico, buena lengua mexicana»; «muy leído y buen latino, estudioso y cuidadoso de su conciencia y de lo que se le encarga»; «es hombre de buen ejemplo y estudioso»; «es de razonable habilidad, virtuoso y bien inclinado; merece que V. M. le haga merced»; «sabe poco latín, es honesto y religioso», «bachilleren artes y de razonable habilidad, buen clérigo, honesto y lengua mexicana, está en el pueblo de Ixcateupa y hace bien su oficio»; «lengua mexicana y otomí, siempre ha estado entre indios, entiende razonablemente gramática, ha dado de sí buena cuenta y ejemplo; está al presente en las minas de Tasco»; «lengua mexicana, llámanle licenciado, predica en español y mexicano, hombre honesto y de buen ejemplo, fue fraile agustino»; «honesto y recogido y que procura el bien de los indios, no es codicioso»; «es lengua mexicana y otomí, están muy contentos los indios con él», etc.
[37] En estos casos se los caracteriza con estos términos: «buena habilidad y pudiera estar más adelante; es arrogante, confiado y afectado»; «sabe muy poca gramática, aunque no aprovecha porque no tiene cuidado ni curiosidad»; «gana salario de [tocar el] contrabajo en esta iglesia, no tiene otro ejercicio ni habilidad»; «sabe muy poco, y ha sido algo liviano»; «no sabe gramática, ni entiende en más que decir misa y enseñar niños a leer y escribir»; «hombre torpe y que sabe poco»; «ha sido notado de cosas de mujeres»; «de dos años a esta parte ha sido descuidado en sus estudios, teniendo habilidad; juega a los naipes»; «hombre codicioso y mal quisto con los vecinos de Panuco, donde es vicario, por su mala condición»; «anda siempre adeudado y ejecutado»; «siempre ha sido y es minero en las minas de Pachuca, hombre distraído en su traje, conversaciones y modo de vivir»; «ha sido muy perdido en juegos y mohatras»; «está mal acreditado en cosas de castidad y recogimiento; es lengua mexicana»; etc
[38] Alberto María Carreño, Un viejo cedulario del siglo XVI (México: 1 944), 45. Cf. José de Martín Rivera, o. c, 123.
[39] A los que se individualiza como: «natural de México», «natural de esta tierra», «nacido en esta tierra».
[40] O. c., 124.
[41] Los memoriales fueron presentados por obispos, clérigos, religiosos, cabildos eclesiásticos, corporaciones seculares, personas privadas, etc. Los mismos son vivo reflejo de la vida ordinaria y de conductas reñidas con el derecho real y canónico que piden soluciones y remedios adecuados.
[42] En relación del arzobispo Moya y Contreras se alude a él en estos términos: «Juan de Salzedo, nacido en esta tierra, de treinta años, licenciado en cánones, y tiene la cátedra de decreto por cuatro años, es de buena habilidad y memoria; ha estudiado y trabajado con necesidad y virtud, tiene presteza y facilidad en la lengua, y ha sido algo infamado de ella, no sé si con verdad; al presente parece tener más reposo; es libre y orgulloso, algo arrogante, ha sido siempre recogido y honesto; merece que V. M. le haga merced» (p. 201).
[43] Cf. Fortunato Hipólito Vera, Apuntamientos históricos de los concilios provinciales mexicanos y privilegios de América (México: 1 893), 28-30.
[44] En el Libro V, dedicado a las visitas pastorales, se encuentran las disposiciones referidas a las acusaciones sobre clérigos: simonía, usura, amancebamiento, blasfemia, perjuro, injurias y daño contra los naturales.
[45] Lib. I, tít. IV, § I, De la edad y calidad de los que se han de ordenar / De la ciencia necesaria para ser admitido a las órdenes y cura de almas. Los textos se citan según la edición de Mariano Galván Rivera, Concilio III Provincial Mexicano (...), Ilustrado con muchas notas del R.P Basilio Arrillaga (Barcelona: Segunda edición en latín y castellano, 1870).
[46] El manuscrito mexicano (ver nota 32) incluye la cita en latín: Manus cito nemini imposueris (1 Tim 5, 22). «A nadie impongas las manos precipitadamente, y no te hagas cómplice de pecados ajenos. Guárdate puro».
[47] En orden a la correcta interpretación del decreto hay que notar, como señala Basilio Arrillaga, que prohíbe ordenar a los menos idóneos bajo pretexto de escasez de ministros: es decir, cuando ésta no sea verdadera; porque cuando se prohíbe algo subpraetextu, v. gr., privilegiorum, no se entiende prohibido lo que preceda de causa justa, v. gr., privilegio verdadero, sino lo que se hace cubriéndose con algún velo, apariencia o color de legitimidad [pretexto falso].
[48] Ses. XXIII de Reforma, caps. IV-XVIII. Cf. Stafford Poole, «The Third Mexican Council of 1 585 and the Reform of the diocesan Clergy» en J. A. Colé (ed.), The Churd and Society in Latín America (New Orleans: 1 984), 20-28.
[49] Lib. I, tít. IV, § II. Trento especifica otras exigencias: haber recibido el sacramento de la confirmación, estar instruidos en los rudimentos de la fe, saber leer y escribir, y exento de probable presunción de ingresar a la clericatura «con el fraudulento fin de eximirse de los tribunales seculares, y no con el de dar a Dios culto verdadero» (Ses. XXIII de Reforma, cap. IV).
[50] Lib. I, tít. IV, § III. La legislación tridentina introduce otro requisito: presentar certificación de buena conducta del párroco y del maestro de la escuela a la cual concurre, constancia solicitada por el I Mexicano, según se ha dicho en su momento (Idem, cap. V).
[51] Lib. I, tít. IV, § IV. Trento fija la edad mínima para ser promovido a las órdenes mayores: subdiaconado, al menos, 22 años; diaconado, 23; y presbiterado, 2 5. Agregando: «Tenga presentes los obispos que no todos los que se hallen en esa edad deben ser elegidos para dichas órdenes, sino solamente los que sean dignos y cuya probada vida manifieste madurez de juicio» (Ibid., cap. XII).
[52] Lib. I. tit. IV, § V. En el caso del subdiácono y el diácono el Tridentino especifica otros requerimientos: buena reputación (vida y costumbres), experiencia suficiente en el ejercicio de las órdenes menores, conocimiento de las competencias propias de los nuevos grados que se reciben, guarda del celibato, cumplir con el servicio pastoral en las iglesias a las cuales estén adscritos, conveniencia de recibir la comunión, al menos, ios domingos y fiestas de guardar, cuando sirven en el altar, etc. (Ibid., XIII).
[53] Se prescribe que se celebren los sacramentos, incluida la misa, según el Ritual Mexicano, hasta que se publique el Romano o Tridentino (Lib. I, tít. V, § II).
[54] Lib. III, tít. IV, § VI. Trento establece los requisitos y obligaciones para ascender al presbiterado en el cap. XIV de la sesión que nos ocupa.
[55] Idem., decreto Vil, § I. La preocupación del concilio por el tema del juego demuestra que era una práctica común entre los clérigos. Incluía varias modalidades: juegos de azar, dados, juegos que incluyen dinero, piedras preciosas, etc. En tales casos el clérigo queda obligado a cumplir la pena de restitución de todo aquellos que hubiera adquirido por este motivo y de pagar la multa correspondiente. Tampoco pueden asistir como espectadores a los juegos, ni permitirlos en su casa, ni prestar dinero en ese sentido, ni salir fiadores al pago de deudas contraídas de este modo (Lib. I, tít. V, § I).
[56] Lib. I, tít. IV, Del examen que ha de preceder a las órdenes, § l-V.
[57] Idem., cap. Vil. § 1-M l.
[58] Cap. XLIV.
[59] Lib. I, tít. IV, cap. Vil, III. Esta disposición figura bajo el siguiente epígrafe: Los indios y los mestizos no sean admitidos a las sagradas órdenes, sino con la m ayor y más cuidadosa elección; pero de ningún modo los que están notados de alguna infamia. En la edición de A. Carillo Cázares (o. c.), la traducción es mucho más clara: «Tampoco se admitirán a órdenes indios ni mestizos, así descendientes de indios como de moros en el primer grado, ni mulatos en primer grado». En cuanto a esta cláusula (edición final año 1 622) conviene tener en cuenta el comentario que introduce S. Terráneo: «El texto aprobado por los conciliares mexicanos mantiene la prohibición absoluta de ordenación de nativos. En el proceso de aprobación ante Sede Apostólica el texto original fue modificado, y se admitió la ordenación de indios a partir de la primera generación, siempre que fuera con gran cuidado y selección. Pero nuevas dificultades surgieron en el proceso de publicación del Concilio. En la edición final de 1622 se modificó el texto aprobado por Roma. Se introdujeron algunos agregados, que lo hicieron ambiguo y confuso con relación a la ordenación de indios y mestizos. Estas modificaciones pueden ser explicadas por un error de imprenta, o bien por una manipulación de Madrid para obstaculizar la ordenación de naturales» (Introducción al derecho y las instituciones indianas, o. c., 385). El caso de los mestizos es distinto porque el concilio no impide su ordenación (no existe impedimento canónico de carácter étnico), pues se regula, al igual que para otras castas o «mixturas», por el derecho universal de la Iglesia, a partir del segundo grado. El reparo en la ordenación de mestizos y mulatos radicaba en la presunción que eran ilegítimos, aunque Gregorio XIII, por breve del 2 5 de enero de 1 576, concedía a los mestizos ilegítimos que pudiesen ser ordenados de todas las órdenes, siempre y cuando reunieran las condiciones exigidas por el concilio Tridentino.
[60] Cf. Santi P. Cario, II problema del clero indígeno nell' America Spagnola del Sec. XVI, Tesi di Laurea in Missionologia, Tipografía Porziuncola, (Assisi: 1962); Olaechea Labayen, «Los concilios provinciales de América y la ordenación sacerdotal del indio», Revista Española de Derecho Canónico 24 (1968): 489-514; Magnus Lundberg, «El clero indígena en Hispanoamérica: De la legislación a la imple mentación y práctica religiosa», Estudios de Historia Novohispana 38 (2008): 39-62; y Luis Martínez Ferrer, «La ordenación de indios mestizos y mezclas en los Terceros Concilio Provinciales de Lima (1 582/83) y México (1 585)», Annuarium Historiae Conciliorum 44/1 (2012): 47-64.
[61] Lib. I, tít. IV, § Vil. Cf., edición del manuscrito mexicano comparado con los tres que conservan en España (Toledo, Burgos, Madrid), en Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana, III (o. c), 2 59-578.
[62] Lib. III, tít. I, § III.
[63] En orden a obligar a los párrocos de indios, que por alguna circunstancia hubieren asumido el cargo sin saber la lengua de los feligreses, a aprenderla se establece una cláusula perentoria: se fija el término de seis meses para el aprendizaje, bajo la pena de privación del oficio ipso facto, si no lo hicieran. Renovable por otros seis meses, «precisos e improrrogables», en el caso que dicha lengua presentara particulares dificultades de aprendizaje o por otra causa que no hiciera posible. En caso contrario, el obispo procederá a otorgar el beneficio a otro clérigo que cuente con tal capacidad lingüística (Idem, I, § V).
[64] A su vez, el decreto menciona una consecuencia beneficiosa que se sigue de dicha habilidad pastoral: «Con esto se conseguirá que los súbditos formen buena opinión de sus párrocos, y que se acerquen a ellos con confianza como a sus padres espirituales, para ser instruidos por ellos en lo necesario para la salvación» (Idem.).
[65] Lib. III, tít. I, § II. El jesuíta Juan de la Plaza insistió particularmente sobre la necesidad de la creación de seminarios mediante la presentación de tres memoriales al concilio referidos a diversos aspectos de la formación sacerdotal (A. Carrillo Cázares, o. c, tomo I, 1 , 223-329). Si bien piensa en seminarios aún rudimentarios para muchachos españoles, criados entre indígenas, que pudieran perfeccionar la lengua, incorporándose el aprendizaje de la gramática y casos de conciencia a cargo de maestros y religiosos que se los podía encontrar en todas las sedes episcopales. Al respecto, en el tercer memorial, manifiesta extrañeza por la demora en el tratamiento de un asunto de tanta importancia: «Acerca del seminario -escribe- que los días pasados se propuso a vuestras Señorías llustrísimas, veo que el concilio está acabado, y hasta ahora, no sé qué se haya tratado de este punto, estando tan expresamente mandado en el santo Concilio de Trento. Y, así, parece que hay obligación, en conciencia, a poner diligencia posible para que una obra tan importante y necesaria para el bien de la Iglesia y salud de las almas y descargo de las conciencias de los prelados, haya en efecto. Y creo se agradaría mucho nuestro Señor se gastase el tiempo en algunas juntas, en este santo concilio, dando trazas cómo, con eficacia, este negocio se concluyese» (ídem., 238).
[66] De las tres razones mencionadas la económica fue de mucho peso. Felipe II facilitó de su parte la creación de los seminarios hispanoamericanos, si bien se presentaron no pequeñas dificultades relacionadas, sobre todo, con las rentas y beneficios permanentes con que había que dotarlos; y. en tal sentido, el rey no quería imponer nuevos impuestos por esta causa.
[67] Diego de Encinas, Cedulario, fols. 21 6-21 6; Real Recopilación de leyes, Ley I, tít. 23, 1.1.
[68] Sobre la base del primitivo seminario fundado, en 1 596, por el licenciado Juan de Larios, bajo el título de “San Juan Bautista”.
[69] Este seminario reconoce como antecedente el “Colegio de San Bartolomé”, fundado por fray Bartolomé de Ledesma (segundo obispo de la diócesis), hacia 1 596, que funcionó regularmente por más de cincuenta años.
[70] Cf. Armando Pavón Romero, «La Universidad de México en la sociedad novohispana del siglo XVI», Anales de Antropología (UNAM) 3 5 (2001): 361-379; y Enrique González González, «Pedro Moya de Contreras (ha. 1 52 5-1 592), legislador de la Universidad de México» en Doctores y escolares. II Congreso Internacional de las Universidades Hispánicas (1995) (Valencia: Universitat de Valencia, 1 998), vol. I, 1 95-21 9.
[71] Posteriormente se erigieron las de medicina, cirugía, anatomía, derecho y lengua indígena.
[72] Una mirada de conjunto sobre la teología académica en la universidad de México en el siglo XVI, en Josep Ignasi Saranyana (dir.), Teología en América Latina. Desde los orígenes de la Guerra de Sucesión (1493-1715) (Frankfurt - Madrid, Iberoamericana - Vervuert 1999), vol. I, 284-377.
[73] Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México (El Paso. USA: 1928), II, 313. Cf. Cecilia Brain, «Aprendizaje de lenguas indígenas por parte de los españoles en Nueva España en los primeros años después de la conquista», Colonial Latín American Review 19 (2010): 279-300. Para apreciar el grado de preparación idiomática alcanzado por los jesuítas, llegados a México en 1 572, es suficiente recordar la influencia del seminario de lenguas del Colegio de Tepotzotlán, destinado a favorecer el aprendizaje del náhualt, otomí y mazahua. Al respecto, Félix Zubillaga, Las lenguas indígenas de Nueva España en la actividad jesuítica del siglo XVI (Caracas: Separata del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica “Andrés Bello”, 1974).
[74] Como señalan León Lopetegui-Félix Zubillaga, «los estatutos universitarios, atentos a conservar dentro del recinto académico orden y disciplina externos, prescindían de otros campos más recónditos. El patrimonio del corazón del alumno, con sus resortes afectivos y psicológicos educacionales y su cultivo espiritual, quedaban casi completamente desatendidos» Historia de la Iglesia Española en América Española (Madrid: BAC, vol. I, 1965), 435). Además, para los clérigos algunas formas de esparcimiento, reñidas con la seriedad académica, fomentaban ladisipación y las costumbres mundanas, como ser: cabalgatas, mascaradas, toros, rituales de graduación ostentosos, banquetes, etc.
[75] Es nuestro propósito continuar con el tema de la ratio fundamentalis en una próxima publicación, a modo de segunda parte del presente artículo, bajo el título Formación moral del confesor. Casuística y literatura penitencial novohispana del siglo XVI.

Notas de autor

* El autor es profesor emérito de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina.
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