PARTE III. Notas y comentarios

El quebranto del aborto

Leandro Morfú
Universidad Fasta. Sociedad Internacional Tomás de Aquino, Argentina

Prudentia Iuris

Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina

ISSN: 0326-2774

ISSN-e: 2524-9525

Periodicidad: Semestral

núm. 96, 2023

prudentia_iuris@uca.edu.ar



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Resumen: Nos proponemos analizar las serias consecuencias jurídicas del aborto a partir de la obra Autobiografía del hijito que no nació, de Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, considerando los efectos adversos sobre la persona, el matrimonio, la familia, las ciencias médicas y el Estado –en cuanto comunidad política–. En relación a este último nivel de análisis, sostendremos asimismo que no solo la no punibilidad del aborto, sino también su activa difusión y práctica generalizada por parte de las autoridades e instituciones de este conllevan la destrucción de su razón de ser, en virtud de constituir una flagrante contradicción respecto a sus causas intrínsecas. Concluiremos, con una breve mención a las implicancias de la misericordia, tanto como atributo divino como también en cuanto virtud social, y a su respectiva relación con la justicia.

Palabras clave: Justicia, Aborto, Matrimonio, Estado, Bien Común Político, Hugo Wast.

EL QUEBRANTO DEL ABORTO*

Leandro Morfú**

Universidad Fasta. Sociedad Internacional Tomás de Aquino,

Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina

Contacto: leandromorfu@ufasta.edu.ar

Recibido: 3 de abril de 2023

Aprobado: 18 de abril de 2023

Para citar este artículo:

Morfú, L. (2023). “El quebranto del aborto”. Prudentia Iuris, N. 96. pp.

DOI: https://doi.org/10.46553/prudentia.96.2023.13

Resumen: Nos proponemos analizar las serias consecuencias jurídicas del aborto a partir de la obra Autobiografía del hijito que no nació, de Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, considerando los efectos adversos sobre la persona, el matrimonio, la familia, las ciencias médicas y el Estado –en cuanto comunidad política–. En relación a este último nivel de análisis, sostendremos asimismo que no solo la no punibilidad del aborto, sino también su activa difusión y práctica generalizada por parte de las autoridades e instituciones de este conllevan la destrucción de su razón de ser, en virtud de constituir una flagrante contradicción respecto a sus causas intrínsecas. Concluiremos, con una breve mención a las implicancias de la misericordia, tanto como atributo divino como también en cuanto virtud social, y a su respectiva relación con la justicia.

Palabras clave: Justicia, Aborto, Matrimonio, Estado, Bien Común Político, Hugo Wast.

The shatter of abortion

Abstract: In this article we intend to analyze the serious juridical consequences of abortion from the work Autobiography of the unborn sonny, by Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, specifically considering the adverse effects on the person, marriage, family, medical sciences and the State –as a political association–. In relation to this level of analysis, that is, the one referred to the State, we will maintain that not only the non-punishment of abortion, but also its active diffusion and its widespread practice by the authorities and institutions of the State entail the destruction of its raison d'être, as a result of constituting a flagrant contradiction regarding its intrinsic causes. Finally, we will conclude with a brief mention of the implications of mercy, both as a divine attribute and also as a social virtue, and its respective relationship with justice.

Keywords:Justice, Abortion, Marriage, State, Political Common Good, Hugo Wast.

La rottura dell’aborto

Sommario: In questo articolo si intende analizzare le gravi conseguenze giuridiche dell'aborto tratte dall’opera Autobiografia del figlio mai nato, di Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, considerando in particolare gli effetti nefasti sulla persona, sul matrimonio, sulla famiglia, sulle scienze mediche e sullo Stato –come associazione politica–. In relazione a questo livello di analisi, cioè quello riferito allo Stato, sosterremo che non solo la non punibilità dell'aborto, ma anche la sua diffusione attiva e la sua pratica capillare da parte delle autorità e delle istituzioni dello Stato comportano la distruzione della sua ragion d'essere, in quanto costituisce una flagrante contraddizione rispetto alle sue cause intrinseche. Concluderemo infine con un breve accenno alle implicazioni della misericordia, sia come attributo divino che come virtù sociale, e al suo rispettivo rapporto con la giustizia.

Parole chiave: Giustizia, Aborto, Matrimonio, Stato, Bene Comune Politico, Ugo Wast.

I. Introducción

“La han acostado a mi pobre madre sobre una cama que me parece muy alta. ¡Ay, qué dolor horrendo! Me han triturado la cabeza con unos fierros, unas tenazas diabólicas y mi cuerpo es arrastrado y sale al mundo palpitante y sangriento. Todavía estoy vivo, tendido en una mesa blanca. Mi cuerpo no es más que una masa de sangre que agoniza”[1].

Hemos resuelto iniciar nuestro trabajo tomando uno de los fragmentos tal vez más crudos de la obra escogida, en la que su valiente autor[2], anticipándose sin saberlo un poco más de diez años a la barbarie jurídica del fallo Roe vs. Wade, libraría su última contienda en aras de defender los fundamentos irrenunciables para toda civilización que se precie de fundarse en las exigencias inexcusables de la dignidad de la persona humana y del Bien Común Político, contenidas, en primer término, en el derecho natural.

En efecto, Hugo Wast se arrojará sin reparos superficiales a hacer correr su prolífica pluma en pos de la defensa del inestimable don de la vida, siendo consciente de que este nuevo “improperio” en su haber académico le generaría otra tacha por parte de los sanedrines de la corrección política, científica y literaria[3]; aun así escribirá una obra que conjugará armoniosa y magistralmente tanto una denuncia fulminante contra los promotores de esta triste maquinaria de la muerte, como así también una invitación misericordiosa y reparadora a quienes han sido víctimas de la falaz necesidad de tomar una decisión incorrecta que finiquite la vida de uno o de varios inocentes.

Así será cómo Martínez Zuviría nos permitirá recorrer a través del opúsculo bajo consideración un itinerario protagonizado por un niñito sobre el que pesa, a poco de comenzar la historia, una desgarradora condena de muerte; permitiéndonos discurrir, no sin belleza y profundidad, los distintos “estamentos” para los cuales el aborto implica un serio quebranto: la familia, la sociedad, las ciencias y Dios.

Ahora bien, la referencia a los órdenes reseñados nos exige explicitar una de las principales motivaciones de este artículo: realizar una reflexión jurídico filosófica sobre el indubitable valor de la vida en relación a la causa final del Estado; esto es, considerar cómo la aniquilación de un niño indefenso en el vientre de su madre –siendo ella indefensa muchas veces también– significa una afrenta evidente al “bien de todos, humano y perfecto”[4].

Pues, y siguiendo aquí a nuestro Maestro Héctor Humberto Hernández[5], el Bien Común Político se encuentra integrado por bienes extrínsecos económicos y extra económicos, y por bienes intrínsecos que, conforme las inclinaciones de la persona humana presentadas por Santo Tomás de Aquino[6], pueden agruparse en los bienes que le corresponden a ésta en cuanto ente, en cuanto animal y en cuanto hombre. Razón por la que aparece, dentro de la categoría de los bienes intrínsecos de la primera inclinación, la necesidad de la conservación racional de la vida; siendo evidente, entonces, que el derecho a la vida surja como uno de los elementos fundantes del Bien Común Político, sobre cuya base se apoya gran parte del entramado implicado en la realización temporal y sobrenatural de la persona.

Para decirlo con otras palabras, la consideración del derecho a la vida nos exigirá siempre centrarnos en la virtud y en el deber de la justicia; consideración que supone y trasciende la dimensión individual de la persona para proyectarse a toda la comunidad política, en razón de estar seriamente implicada la perfecta suficiencia de vida en este mundo –el Bien Común Político–.

Por último, y a los fines de concluir esta apretada introducción, diremos algunas palabras sobre el título que hemos escogido para este artículo. En efecto, el mismo comienza con el término “quebranto”, el cual deriva del verbo “quebrantar” que, según el Diccionario de la Real Academia Española[7], significa, entre otras acepciones: “Machacar o reducir una cosa sólida a fragmentos relativamente pequeños, pero sin triturarla”.

Ahora bien, dicha definición, concordante con la que encontramos en el Diccionario de Oxford Languages[8]: “Romper de forma violenta una cosa dura, especialmente sin que lleguen a separarse del todo sus partes”, nos permite reflexionar desde una interesante perspectiva acerca del aborto.

Pues, y sin negar la atrocidad de este crimen espeluznante, partir de estas definiciones, especialmente de la segunda de las referidas, nos posibilita abonar la convicción de que el niño, más allá de que su madre –ya sea por triste decisión, confusión o coacción– “resuelva” poner fin a la vida de este mientras se desarrolla en sus mismas entrañas, siempre será parte suya.

En efecto, la definición que sentencia que “quebrantar” es romper de forma violenta una cosa dura, especialmente sin que lleguen a separarse del todo sus partes, nos deja por momentos discurrir mediante las licencias lingüísticas de la literatura y concebir que el aborto –aquella “violenta ruptura”– brega por destruir el vínculo entre una madre y su hijo –la “cosa dura”– sin que lleguen a separarse del todo sus partes –o, continuando con nuestra caprichosa interpretación, no pudiendo materializarse ese quiebre irreparable entre los extremos de una relación definitiva–.

Esto es, aun acaeciendo el triste desenlace de la muerte de un chiquito en el seno materno, este se encontrará siempre, de alguna misteriosa manera, ligado a su mamá, dada la fuerza de ese nexo a causa de la divina providencia y de la naturaleza humana. Lo cual nos insta, aun ante el dolor del deceso de un inocente indefenso en tales circunstancias, a no abandonar una concepción esperanzada sobre la materia; pudiendo incluso encontrar en situaciones como la referida la verificación de uno de los medios para reivindicar el orden de la justicia quebrantado por este homicidio: la misericordia.

Más aún, misericordia y justicia serán una de las claves de lectura de la obra que estamos analizando –y, por lo tanto, una de las ideas centrales de este trabajo–; la cual veremos patente particularmente en el perdón que el hijito, sobre el final del opúsculo, le propina a su madre luego de ser abortado. Por ello nos animamos a decir que Martínez Zuviría, a través de esta obra, no solo busca denunciar la ya mencionada calamidad, sino también invitar desde una actitud de reconciliación a quienes hayan sido víctima de esta terrible decisión a participar en el esfuerzo por recuperar personal y comunitariamente la armonía del dar a cada uno lo suyo resquebrajada por el mal, por el pecado.

II. El flagelo del aborto y la desnaturalización de la familia

“Será mi primera noche en el seno de mi mamá, que todavía ignora que yo existo. Mi ángel me dice que es mejor que ella siga ignorándolo. ¿Por qué no es bueno que una madre sepa que su hijito o su hijita existe ya?”[9]

Sabemos que la injusticia implica un obrar en contra de la naturaleza del hombre. Pues, como todo desorden moral, conlleva un apartarse de la vocación perfectiva a la que la persona está impelida desde el “instante” mismo en el que es creada por Dios.

Ahora bien, de acuerdo a la gravedad de la injusticia será el grado de afrenta a la compleja naturaleza humana, ya que, a mayor falta o pecado, mayor será este voluntario apartamiento al intrínseco llamado a la felicidad eterna que determina nuestro peregrinar en la tierra.

Veremos, entonces, cómo el atropello del aborto a la entrañable búsqueda de la Verdad, del Bien y de la Belleza –que culmina en la visión amorosa del Señor, sublimando de esta manera ese ardoroso deseo que hacía exclamar a San Agustín de Hipona: “[…] nos criasteis para Vos, y está inquieto nuestro corazón hasta que descanse en Vos”[10]– ocasionará una evidente y dolorosa distorsión de la naturaleza misma de las cosas que tienen la desgracia de circundarlo.

Es por ello que, desde esta óptica, nos referiremos, en primer lugar, al ámbito de la familia. Y, primeramente, al vínculo unitivo entre madre e hijo, adquiriendo sentido algunas de las ideas que hemos enunciado precedentemente.

Pues, realmente, pocas cosas resultan tan extrañas a lo que, sin necesidad de finas erudiciones, concebimos casi intuitivamente acerca del nexo que une a todo individuo con su madre, que la sensación de perplejidad que el niñito protagonista de la ficción bajo consideración manifiesta ni bien toma conciencia de su existencia en el vientre materno. Esto es: ¿qué más ajeno al natural acontecer de los hechos que la advertencia que recibe un niño recién concebido –es decir, absolutamente indefenso– de que es conveniente que su madre no sepa que existe? ¿Acaso no es evidente el flagrante quiebre del orden natural y, en consecuencia, moral, jurídico y político?

Nosotros entendemos que sí: hay una ruptura escandalosa de un vínculo tan sagrado que, el simple hecho de ponerlo bajo tela de discusión, hace conmover parte de los cimientos sobre los que se asienta cualquier comunidad.

Ahora bien, esta tragedia de injusticia, dada por el quebranto de la relación materno filial entre dos víctimas de un mismo hecho desgarrador, será plasmada majestuosamente por el autor haciendo transitar al lector un itinerario por medio del cual, en pocas pero profundas páginas, recorrerá compungido un elenco de diferentes emociones, entre las cuales se encontrará con el amor: “[…] comprendo que mi mamá esté enamorándose de mí cada día más. Yo también de ella, seguro de que me defenderá contra todo peligro”[11], “[…] bajo la protección de mi mamá, que sé que me quiere, aun antes de que ella sepa que existo”[12]; la esperanza: “Cuando sepas hablar algo, habla a tu madre, en voz muy bajita, para que nadie pueda oírte y pídele que te defienda, aunque a ella le cueste la vida defenderte […]”[13], “No me atrevo a pensar que sean pecados de mi madre. La quiero ya como si le hubiese visto la cara y sé que ella también me quiere locamente, valientemente […]”[14], “Ha contestado briosamente a ciertas palabras de mi padre que la interrogaba”[15]; la incertidumbre: “¿Cómo puede llamarse valiente al amor de una madre por su hijito no nacido todavía? ¿Quiere decir que para quererme tiene que pelear con otras personas?”[16]; “Ya mi mamá no tiene dudas de la existencia de su nuevo hijito, pero me parece que se lo niega a mi papá y hasta al doctor negro que ayer volvió a interrogarla con su odiosa voz. Pero ¿qué le importa a él lo que pasa en nuestra casa?”[17]; la tristeza: “[…] porque ya amaba a mi madre de un modo extremado y triste. No sé por qué me entristece este amor […]”[18]; el miedo: “Si bien a veces siento que la oscuridad del corazón de mi mamá se vuelve más tenebrosa […] Según esto, en el corazón de mi pobrecita madre debe de haber una inmensa nube de pecados”[19], “¡Qué oscuridad tan grande hay aquí en el corazón de mi madre! […] El seno de mi madre es sumamente oscuro y a veces me da miedo vivir allí”[20], “¡Dios mío! ¡Qué terrible oscuridad la del corazón de mi madre!”[21], “¡No permitas que me maten, Señor!”[22], “¡Pobrecito!, está nervioso, porque yo misma estoy intranquila. No tardarán en descubrir que he mentido para salvarlo, asegurando a su padre y al doctor que mi hijito no existe”[23]; y la desolada resignación: “Mi temblorosa madre no dijo nada. Sometida a la tremenda voluntad de su marido, se había doblegado siempre y caído en todas las aberraciones en que se cae cuando no se teme a Dios”[24].

Por lo que estamos considerando, y asumiendo el riesgo de caer en reiteraciones que podrían importunar al lector del presente trabajo, queremos decir que las citas precedentemente arrojadas a modo de maraña de pincelazos literarios nos animan a sostener que Hugo Wast ilustra la gravedad del aborto no solo a través de punzantes calificaciones sobre este crimen que clama al Cielo[25], sino también, y muy efectivamente, recurriendo a una vía que, tal vez, podríamos calificar de indirecta; esto es, por medio de los sentimientos contradictorios que se suscitan en dos de los tantos sujetos inmolados por esta barbarie defenestrada por las entrañas más íntimas del sentido común: la madre y su hijo. Y aquí aparece nuevamente uno de los postulados por medio del cual comenzábamos a recorrer este acápite: toda injusticia supone apartarse de la naturaleza perfectiva del hombre, verificándose, en consecuencia, una relación de proporcionalidad directa entre la gravedad de la contradicción del dar a cada uno lo suyo con la radicalidad de la voluntaria negación de lo estipulado por Dios en el corazón del hombre en orden a su realización temporal y sobrenatural.

Pues ¿qué más contradictorio a la naturaleza de la persona que el temor de muerte de un niño frente y a causa de su mamá, o que la decisión de una madre de someterse a ser partícipe del aniquilamiento del hijo que crece en su seno?

La evidencia de la respuesta nos permite omitir escribirla.

Pasemos ahora al personaje del padre que nos trae el autor. Al respecto, debemos decir que, si la figura de la madre sobre la que acabamos de reflexionar nos produjo una triste angustia por ver en ella las consecuencias de la injusticia materializada en una culpable rendición que terminará acabando en la muerte de su hijito, el padre de ese niño –y también esposo de esa mujer y jefe de esa familia– nos terminará de arrojar en una radical desazón por ver encarnadas en este las implicancias de la deshumanización del hombre.

En efecto, cada una de las intervenciones de este atormentado individuo en pos de la cobarde supresión del protagonista de la historia no dejan de ahondar en el insoportable peso que castiga a quien ha optado deliberadamente por el mal, transfigurándolo en la antítesis de hombre, esposo y padre por animarse a desafiar la divina autoridad y poder del Señor, dador de todo bien.

La monstruosidad de la conducta del padre podemos encontrarla en diversos lugares de la obra, citando a continuación algunos fragmentos de la misma: “Me ha dicho también que podría tener muchos hermanitos más, pero que todos murieron antes de nacer. Dice mi ángel que mi papá odia a sus hijitos pequeños”[26]; “Y la peor lección que me ha hecho estremecer de miedo es que mi papá odia a sus hijitos no nacidos y preferiría que se muriesen o que no nacieran nunca. ¿Entonces, me odia a mí?, he preguntado. —Tu papá ignora que tú existes. ¡Eres tan pequeño todavía! ¡Ay de ti si lo supiera!, me contestó el ángel. —Y cuando sea más grande y sepa que existo, ¿me odiará? —No sé; los ángeles no somos profetas. Mucho me temo que cuando sepa que existes, ocurran cosas tremendas”[27]; “—Sí, y muchas veces ha sucedido que tu mamá no se ha confesado y por eso no ha podido comulgar. A tu padre lo enfurecen las obras piadosas. —¿Por qué? —Porque tu madre se fortalece cuando tiene el corazón limpio y no ejecuta las órdenes de él. —¿Esas órdenes son malas? —Sí, son pésimas. Algunas de esas órdenes son las lecciones que le ha dictado el doctor Astaró: crímenes nefandos […] Bástete saber que del cumplimiento de esas órdenes depende tu vida”[28]; “[…] han oído a mi padre una terrible conversación mantenida con un hombre negro, un doctor, según lo llaman”[29]; “Por ejemplo, ayer hubo en casa una terrible discusión entre mi padre y mi madre. Él exige, como dueño y señor, que se haga algo en que debe intervenir el doctor negro y ella atemorizada se ha negado a hacerlo, diciendo alguna pequeña mentira, que es un pecado, porque la luz de su corazón ha disminuido un poquito”[30]; “Mi papá la interroga como si fuera un juez […] Es el motivo de las reyertas que tiene casi diariamente, en algunas de las cuales he oído la voz del doctor negro. Mi mamá sale siempre del apuro. Sin embargo, yo le noto que va perdiendo fuerzas […] Y lo que pasa es que mi padre sospecha que yo existo y que ella le miente ¿Por qué miente? […] porque mi padre cree que un nuevo hijito lo empobrecería, con los grandes gastos que traería mi padre no tiene confianza en Dios”[31]; “Vino, pues, mi padre y se llevó a mi madre a Buenos Aires […] —Ahora será difícil extirpar eso, pero el doctor lo arreglará bien. No sufrirás mucho, no te asustes. En el tono inflexible se advertía su extrema cólera y su inexorable decisión”[32].

Esta rápida selección de fragmentos de la obra nos muestra cómo Hugo Wast se ahorra cualquier tipo de eufemismo para caracterizar la persona y el obrar de un padre enceguecido por la codicia y el egoísmo, y ensimismado por el oscuro propósito de muerte que llevará a cabo hasta las últimas consecuencias. Propósito que no solamente seguirá rasgando el alma de este hombre, sino que nuevamente[33] compulsará a su esposa a ser coprotagonista de esta trágica injusticia en contra de un hijo por nacer.

Vemos, de esta manera, a una madre y a un padre absolutamente desfigurados por el yugo de sus graves faltas, dada por la violenta e injusta tortura de esa vida que pujaba por llegar al mundo de los hombres. Se enfrentan a Dios, obteniendo como resultado de esa inútil asechanza no solo la desolación, sino también su desfiguración como personas y como familia; haciéndonos este quebranto antropológico evocar la oportuna sentencia que en su día arremetía la valiente y genial pluma de Gilbert Chesterton: “Si suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural”[34]. Así es cómo estos victimarios por causas distintas, pero por un mismo hecho, asumen también, sin lugar a dudas, el papel de víctimas. Pues, aunque férreamente se lo propusieran, no resultan indemnes a las implicancias de la misma naturaleza humana.

Esto es, frente al maravilloso don de la paternidad, tan bellamente descripto a continuación: “Mirar a un niño (hijo) es percibir una llamada a participar del misterio de una vida que pide nuestra intervención. Pero la misma mirada invita a hacerlo no de cualquier manera. Para responder adecuadamente a esta llamada es necesario considerar el asombro ante la vida que se nos confía. El niño, con su presencia, pide algo más que un cuidado, pide una educación. Los padres descubren en su hijo el quehacer que les reclama la responsabilidad por su amor. Un amor que es trabajo, servicio personalizado, donación de una humanidad madura a ese pequeño hombre que crece gradualmente”[35]; Martínez Zuviría nos tensiona con las abrumadoras consecuencias del obrar de quienes intentan hacer todo lo que creen tener a su alcance para ocupar los estrados de Dios, menospreciando escandalosamente su carácter de creaturas amadas llamadas a su más plena felicidad.

Por ello, nos parece necesario parafrasear la expresión que muchas veces hemos oído, que sostiene que el aborto mata a un hijo y destruye a una mujer, pero añadiéndole también la referencia al varón como sujeto pasivo de esa destrucción. Pues, en este personaje que hace todo lo posible para perpetrar la humillante eliminación de su hijo hasta conseguirlo, sirviéndose en gran parte para este cometido de la insoportable presión sobre su resignada esposa, queremos ver también la figura de aquél que comete contra sí mismo un gravísimo daño sin ser del todo consciente de las consecuencias de sus actos, o de lo que está destruyendo por medio de su accionar. Ya que no se nos escapa el espíritu de aquella lúcida afirmación del ya citado Chesterton: “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”[36]; teniendo en cuenta, desde luego, que en el caso bajo consideración la gravedad de los hechos trasciende ampliamente el solo emitir postulados en desmedro del núcleo fundante de la sociedad.

Tal vez este sea uno de los motivos de por qué el autor, sobre el final del opúsculo, abre la puerta de la misericordia del niño frente a sus sometidos padres, especialmente para con su madre.

En efecto, Hugo Wast recurre a la divina luz de la misericordia como medio para reinstaurar la justicia y sanar las heridas de la quebrantada naturaleza humana, permitiéndose concluir esperanzadamente el triste itinerario que vertebra la que sería su última creación literaria. Lo cual nos obliga a regresar a lo que intentábamos expresar cuando explicábamos el título de este trabajo. Pues resulta patente que esta violenta ruptura que es el aborto no podrá terminar de separar los extremos –dados por la madre y el hijo– de un vínculo que es sagrado y del que depende la humanidad. Será la conciencia de la madre primero y la misericordia de Dios después las que mantendrán unidas, aunque de forma muy precaria, estas partes que conforman el todo denominado paternidad.

Ahora bien, no podemos finalizar este acápite sin hacer mención a dos figuras que harán de tierno solaz en medio del enrarecido contexto familiar al que recién nos hemos referido: el ángel Absalón y la inocente hermanita del protagonista.

El primero, que oficiará no solo de ángel custodio de la madre sino del mismo niñito también, siéndole esto revelado por aquel a poco de comenzar el relato: “Tú no tienes todavía un ángel para ti solo. El de tu mamá, que soy yo, la cuida a ella y te cuida a ti. Después, cuando aparezcas a la luz del mundo, Dios mandará un ángel que será tuyo mientras vivas y te llevará al cielo cuando mueras”[37]; será esencial en la historia, pues asumirá la misión permanente de cuidar, acompañar, consolar, animar y enseñar al protagonista, como así también de informarle día a día acerca de cómo se iban desenvolviendo los acontecimientos tanto en el mundo de los hombres como en el mundo invisible, debido a que este, por momentos, le revelaría pequeñas muestras de los designios de Dios y de los sucesos que tenían lugar en el misterioso entramado protagonizado por los ángeles.

Pero, además, este ser celestial será fundamental en la salvación eterna de la pequeña víctima, tal como el autor con mucha originalidad nos muestra promediando el final de su obra: “Absalón, mi ángel, con el permiso de Dios que acoge mi ardiente deseo de ser bautizado, se ha revestido de aparente carne mortal. Ha penetrado en la sala de operaciones como si fuera uno de los practicantes, ha tomado ese vaso de agua que yo había visto y lo ha entregado a otro de los practicantes vestidos de blanco, diciéndole: —Tenga piedad de este niñito que todavía vive. Usted que sabe la fórmula, bautícelo. Un ángel no puede bautizar. Tiene que hacerlo un ser humano. El otro, sorprendido, pero halagado de escuchar lo que le acaban de decir, se me acerca con el agua de vida y me bautiza mojándome la dolorida cabecita […]”[38].

Vemos, así, cómo Hugo Wast en su obra evoca de alguna manera parte de las ricas enseñanzas de Santo Tomás sobre los ángeles custodios de los no natos, quien en su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo afirmará: “[...] pero sí están sujetos (los no nacidos) a las operaciones divinas y de los ángeles. Y, por lo tanto, desde la infusión del alma racional, se les asigna un ángel custodio, por el cual se cohíbe el poder del demonio para dañar, y a causa de muchos impedimentos por los cuales se puede deteriorar su complexión, haciéndolos más proclives al pecado, o llegar incluso a extinguir la vida misma. Y en esto también ayudan a los pequeños nacidos, aunque aún no los iluminen”[39].

Por otra parte, y tal como anticipamos párrafos más arriba, el dulce consuelo sobrenatural representado por el ángel Absalón se verá complementado por el personaje de la hermanita del niño, cuyas pocas pero luminosas intervenciones harán mover su corazón de amor y alegría: “Yo conozco la voz de ella y me gusta mucho oírla, aunque me apena, porque es triste. Pero esta voz, muy parecida a la de ella, como sería la de una hija, pero en nada triste sino muy alegre y transparente, como de un alma iluminada por luces que yo no veo ha iluminado mi oscuridad y me ha hecho muy feliz”[40].

En efecto, el autor buscará por momentos intentar sanear el duro contexto familiar tristemente determinado por la injusticia por medio de la pureza de un alma inocente. Pues, con motivo de la primera comunión de la niña, la madre por un breve período volverá a estar en gracia, siendo esta provisoria conversión razón de paz de nuestro protagonista: “[…] me dijo que mi hermanita había ido a recordarle que dentro de unos días ella haría su primera comunión y que esperaba que mi mamá comulgara junto con ella, habiéndose confesado”[41]; “—Tu mamá le ha prometido hacerlo así y por ese solo propósito su corazón ha resplandecido con una luz que todavía sería más brillante, cuando cumpla su promesa”[42]; “—Lo que pasa es que tu mamá se ha confesado. Ya su corazón no está negro, de esa negrura que te asustaba y ahora mismo va a comulgar”[43].

Sin embargo, este digno propósito no prosperará en el alma de la confundida madre, vapuleada por las constantes y cobardes arremetidas del padre y del doctor Astaró en orden a concretar la injusta supresión de la vida del niño. Pues ya conocemos el final de la historia. Pero, como dijimos antes, no queríamos dejar de mencionar, en la conclusión de este capítulo, los dos tiernos reparos en los que el protagonista podrá hacer reposar por momentos su angustia ante las consecuencias del quebranto familiar suscitado por el aborto; y que prefigurarán, al menos en lo que respecta al ángel Absalón, la misericordia con la que el autor, según entendemos, paliará la ruptura del entrañable dar a cada uno lo suyo, compensando incluso aquello en lo que, por definición, excede la relación de justicia.

III. El flagelo del aborto y el desquicio de las ciencias médicas

“Y el doctor negro, con mano mentirosa, escribió el resumen de aquellas iniquidades afirmando que había sido necesario sacrificar al niño para salvar la vida de la madre […]”[44].

Resulta inevitable experimentar, como mínimo, impotencia ante los tortuosos efectos que ocasiona la tragedia del aborto en la vida de la víctima y en el cotidiano acontecer del seno familiar, tal como hemos querido expresar precedentemente.

Pero dicha impotencia se apodera de nosotros también cuando oímos o leemos a los nefastos promotores de la referida barbarie. Pues, los artífices de esta cobarde crueldad recurren habitualmente como lugar común a terribles postulados maquillados por eufemismos poco o nada logrados en aras de intentar sustentar con rigor científico o académico una práctica que desprecia flagrantemente la dignidad de la persona humana.

O directamente, y sin ningún tipo de reparo, recurren a la mentira, a la inútil y despreciable mentira, tal como se encuentra representado en la cita que hemos escogido para encabezar este capítulo.

Se refugian, en definitiva, detrás de diferentes recursos que buscan ocultar las verdaderas motivaciones o consecuencias de lo que promueven, o normalizar el escandaloso hecho de poner a las ciencias, en particular a la medicina, al servicio de la muerte, bregando por convertir esta injusta y desesperante situación en una necesidad, en un derecho, incluso en una obligación.

Por eso nos hemos atrevido a colocar en el título del presente acápite el término “desquicio”. Pues, la definición que hace la Real Academia Española[45] de su correspondiente infinitivo –“descomponer algo quitándole la firmeza con que se mantenía”– nos permite ahondar en la evidencia de que el aborto implica una seria descomposición de las ciencias médicas, trastornando su preciosa razón de ser en un temible artilugio al servicio de los que luchan por convertirse en detentadores absolutos del derecho natural a la vida desde la concepción; asentándose, en muchos casos, en caprichosas y forzadas reinterpretaciones del verdadero alcance de este derecho tan caro a la humanidad.

Ahora bien, continuando con el desmenuzamiento de la definición escogida, podemos decir que este quebranto implica la descomposición de las ciencias por quitarle, justamente, el sustento firme en el que deberían fundamentarse: el servicio en pos de la vida y de la salud de la persona humana desde la concepción hasta la muerte natural. No otra cosa es lo que se encuentra expresado en varios fragmentos del juramento hipocrático: “[…] Ejercer vuestro arte con conciencia y dignidad; […] Hacer de la salud y de la vida de vuestros enfermos la primera de vuestras preocupaciones; […] Tener absoluto respeto por la vida humana desde el instante de la concepción; […] No utilizar, ni aun bajo amenazas, los conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad”[46].

Juramento que, huelga decir, constituye un icónico y milenario cimiento de la medicina, sin perjuicio de que su vigencia alguna vez fuera ridículamente puesta en duda por cierto ministro de Salud de la Nación[47].

Será entonces que, dadas las serias consecuencias que implica el torcer la naturaleza y el fin de aquello que está llamado al bien del hombre, Hugo Wast será particularmente duro al describir la persona y el proceder del cobarde verdugo de la historia –el doctor Astaró–, a quien también denomina indistintamente como doctor negro: “—Ha quitado la vida a miles de niñitos como tú. La sangre de esos inocentes está humeando en los altares del Señor y pidiendo venganza”[48]; “[…] ese doctor es uno de los mayores criminales que existen en el mundo, que él solo y a veces ayudado por una mujer que se viste de blanco, ha cometido innumerables asesinatos de niños como yo y más grandes que yo, que aunque pequeñitos y todavía apenas formados poseían ya un alma perfecta, creada por Dios, para que fuera eternamente feliz en el cielo. Y que, por obra de ese hombre negro, esos niñitos han muerto sin bautismo y perdido para siempre la gloria. Dice mi ángel que los incontables asesinatos que él comete con sus herramientas de médico no son reprobados por los padres, malos casi todos, quienes le pagan mucho por cada niñito que asesina”[49]; “—Hay muchos niñitos que Dios tenía destinados para grandes hazañas, pero que no llegaron a nacer. Sus papás, por consejos de doctores de alma negra, los hicieron matar por ellos, antes de que nacieran. Esos padres y esos consejeros cometieron una acción infernal: hicieron vanos los planes de Dios, que siempre ayuda al que quiere ser bueno, pero nunca jamás se opone al libre albedrío de los que se empecinan en ser malos y matan a sus hijitos indefensos”[50].

He aquí, de cuerpo entero, al temible doctor Astaró, que el autor se ocupará también de defenestrar por enseñar a otros –es decir, a jóvenes aprendices de lo que debería ser el arte de curar y de salvar vidas– los oscuros procedimientos mediante los cuales se suprimirán en forma selectiva y despiadada seres humanos por nacer: “El doctor negro ha ganado mucho dinero con lo que hace por su mano y lo que enseña a hacer a otros jóvenes doctores de tan mal corazón como él. Los crímenes de ellos son indirectamente crímenes de él, que fue su maestro”[51]; “Dice que muchos sabios siniestros andan propagando sistemas para contener el aumento de las gentes, aduciendo que pronto la tierra no podrá alimentar a su población. Con el aparente miedo de que algún día esos niños por falta de alimentos puedan morir, se anticipan a matarlos desde ahora”[52]; “[…] había difundido en conferencias y escritos la última palabra de esa doctrina, vieja, como que venía de los tiempos de Onán en la Biblia, pero que él remozaba con las últimas estadísticas del crecimiento desmedido de la población del mundo, sentenciada a perecer si no se controlaba la natalidad”[53].

Los pasajes citados son apenas una sucinta muestra del escalofriante panorama que Martínez Zuviría se propone retratar al arremeter, como ya hemos señalado, la que sería su batalla póstuma antes de partir hacia la Casa del Padre. Batalla que consistirá, en última instancia, en hacer prevalecer a Dios sobre el hombre y, en consecuencia, al orden moral sobre la ciencia y la técnica: “El progreso científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y que, al mismo tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio”[54]; “Es de particular importancia que la investigación científica y técnica […] esté regida por el criterio del servicio al hombre en la totalidad de sus valores y exigencias”[55]; “Es por ello que […] no se puede aceptar que los avances científicos y técnicos atenten contra el primero y principal de los derechos del hombre, que es el derecho a la vida (tema saliente en el mundo actual). Sintetizando: los logros científicos y técnicos serán auténticamente ‘avances’ en tanto respeten la dignidad humana y sirvan a la perfección del hombre en la línea de su naturaleza”[56].

Antes de concluir este capítulo, nos parece necesario explicitar una idea que podría darse por supuesta por lo que hemos desarrollado en estas páginas, pero que aun así consideramos fundamental en orden a continuar despanzurrando la cínica figura del doctor Astaró, imagen de la ciencia al servicio de la abolición del hombre. Nos referimos a la intromisión fulminante del doctor negro en la intimidad de la familia del protagonista, abonando a su penosa perversión.

Pues, la referida caricatura de médico será un agente determinante no solo en el martirio del niñito, asociando, desde luego, a los progenitores del mismo en la concreción de esta infamia, sino también, y previamente a su realización, en introducir la hostilidad, la desconfianza y la mentira entre los cónyuges, al punto tal de cegarlos convirtiéndolos por momentos en acérrimos enemigos.

En efecto, y conforme nos relata el autor, será el doctor Tubal Astaró quien seducirá al padre en esta empresa de muerte, sometiendo, luego, ambos personajes a una aturdida madre y esposa que, ante el cimbronazo de la persecución del niño indefenso a cambio de una vida de aparentes comodidades y placeres, terminará entregándose una vez más a las garras despiadadas del aborto: “De pronto se calló, porque resonó otra voz, fuerte y ronca y odiosa, que hizo temblar a mi madre […] —Ésa es la voz del médico de tu padre, el doctor Tubal Astaró”[57]; “—El doctor Astaró, prosiguió el ángel, hace temblar a tu mamá con solo darle los buenos días, porque ella sabe que nunca va a una casa sino por algo muy malo. Los asesinos […]”[58]; “[…] comprenderé lo que ese horrible doctor habla con mi mamá y mi papá cuando está con ellos”[59]; “—Sí, podéis vivir los dos, pero a tu padre el doctor Astaró lo convencerá de que no, que tú tienes que morir para que ella viva. ¡Pídele a tu madre que te salve! ¡Que no te deje matar!”[60]; “Y he oído varias veces la voz del doctor negro que hablaba con mi padre, delante de mi pobrecita mamá que temblaba entera”[61]; “Más tarde ha venido el doctor negro y ella se ha negado a salir de su cuarto. Ni siquiera ha respondido a las raras preguntas que él le ha hecho”[62].

Es así como el desquicio de las ciencias traerá aparejado, en la trama bajo análisis, la descomposición del vínculo matrimonial, por verse ambos cónyuges cómplices, aunque de distinta manera, de la eliminación del fruto de su amor. Desde luego, y en atención a la inevitable transpolación de las consecuencias de esta terrible injusticia, completarán este itinerario de desmantelamiento esencial de la persona, la familia, las instituciones, las autoridades y la sociedad en su totalidad. De allí la seria afección al Bien Común Político por delitos como el que nos ocupa, conforme enunciábamos al comienzo de nuestro trabajo, y tal como nos proponemos profundizar en el capítulo subsiguiente.

IV. El flagelo del aborto y la corrupción de la comunidad

“[…] ese gran Buenos Aires, donde todos los días y todas las noches, según dice mi ángel, millones de hombres y mujeres impiden que lleguen a la existencia sus hijitos”[63].

Habiendo discurrido en los acápites precedentes acerca de los efectos corrosivos del aborto en el hombre, en el matrimonio, en la familia y en las ciencias, corresponde que ahora reflexionemos sobre cómo esta brutal transgresión a la naturaleza resquebraja a la misma comunidad política; convicción que, necesariamente, estuvo presente desde las primeras líneas de nuestro trabajo.

Pues, difícilmente pueden separarse las consideraciones jurídicas, más específicamente iusfilosóficas, de la erudición política, tal como nos enseñara el apreciado Héctor Hernández: “Si hay una idea del pensamiento de raíz clásica griega sobre la justicia, más específicamente aristotélica, que vertebra nuestra concepción de la filosofía del derecho es la politicidad del mismo. Lo cual significa que el derecho, entendido sea como conducta jurídica, sea como ordenamiento jurídico normativo, sea como derecho subjetivo, está esencialmente unido a la vida política y en especial a su fin, el bien común político. Y esa característica definitiva de nuestra concepción ‘solidarista’ (tomista, aristotélica), se muestra ya a lo vivo en el maestro de todos, Platón. Allí veremos claramente cómo la justicia se inserta en la polis como en su ámbito propio, y cómo no se puede separar, en rigor, derecho de política, ni los saberes que tratan de ambas”[64].

Más cuando el discernimiento que estamos intentando realizar se aboca sobre pilares fundamentales del Estado[65] –hombre, matrimonio y familia–, sin los cuales aquél no tendría lugar.

Ahora bien, a fin de entrar directamente al objeto de este capítulo, corresponde que nos hagamos algunas preguntas: ¿qué tipo de sociedad es aquella que permite que sus hijos mueran indefensos? Más aún, ¿cómo debemos definir una comunidad que dispone voluntariamente gran parte de sus recursos para perpetrar la masacre de inocentes por nacer?

Desde luego, podemos ensayar varias respuestas, todas adecuadas, y todas dolorosas. Debido a que crímenes como el referido no solo conmueven las fibras más íntimas del sentido común de la humanidad, sino también los cimientos elementales de cualquier sociedad. Pues, en efecto, al reparar tanto en las causas de la comunidad política como sobre los valores que deberían subyacer a la misma, pocas cosas resultan ser tan contrarias a la razón de ser de esta como el aborto.

Aunque vale aclarar que aquello que corrompe gravemente los pilares irrenunciables de un Estado no es la comisión de esta abominación, sino su bochornosa y cobarde convalidación, y su respectiva promoción como conquista sofisticada de un derecho de ultimísima generación.

Así parece entenderlo el autor: “—¿Acaso estos millones de asesinatos no son castigados por la justicia de los hombres que dicen que es reflejo de la de Dios?”[66]; “—¿La justicia de los hombres permite que haya papás que decidan asesinar a sus hijitos y doctores que se encarguen de hacerlo? —¡Sí!, me responde impetuosamente. Cuando un doctor de esos afirma en un papel que tal niñito fue muerto antes de que naciera para salvar la vida de la madre, la policía cierra los ojos y no averigua nada y el asunto no llega a los jueces, que tampoco dirían nada. —Pero ¿hay quienes conocen estos crímenes, además de los que los ejecutan? —Sí, muchos amigos a quienes los papás de los niñitos asesinados les cuentan esto como si contaran que han bebido un vaso de agua. Y se les felicita, como si hubieran escapado a un peligro”[67]; “—Porque cuando nazcan costará dinero alimentarlos y criarlos. Hay hombres malos y mujeres perversas que estudian estas cosas y enseñan que la tierra está demasiado poblada y no conviene que nazcan más niñitos, porque habría pobreza y faltarían alimentos para los grandes. Por eso dicen que hay que matar a los pequeñitos antes que nazcan”[68]; “Se reducen a esto, que el doctor negro repite como una lección ante sus alumnos: los padres no tienen derecho de traer al mundo hijos a quienes no pueden sostener […] —¿Significa que si yo naciera mis padres no podrían sostenerme? […] —¿Son muy pobres mi papá y mi mamá que sólo pueden sostener a sus dos primeros hijitos, que son hermanitos míos? […] Todos razonan de igual modo: los padres no tienen derecho de traer al mundo hijitos que no podrán sostener. —¿Se necesita mucho dinero para sostener un nuevo hijito? […] ¡No se necesita mucho, cuando los padres tienen confianza en Dios y saben sacrificar sus antojos! —¿Qué quiere decir antojos? —Necesidades frívolas, vicios, caprichos de vanidad”[69].

Pérfida reivindicación abrazada por una sociedad corrompida que, sin perjuicio de contar con todas las garantías y seguridades de la corrección política y económica propinada por los “Señores del Mundo”, no será indemne, sin embargo, al peso de la ira de Dios; pues sentenciará el autor: “Estos crímenes, que la sociedad ni siquiera considera faltas, enojan a Dios de un modo terrible […]”[70]; “[…] por cada niño que nace, cientos son impedidos de existir y que un día Dios tomará tremenda cuenta de estos crímenes”[71].

Ahora bien, regresemos a lo que hemos afirmado párrafos más arriba acerca de cómo la asunción del aborto como política compromete gravemente la razón de ser de la comunidad, siendo esto evidente por la flagrante contradicción que existe entre aquél con las causas que determinan la existencia de esta. Para lo cual consideramos conveniente, primero, realizar un breve repaso sobre dichas causas, debiendo aclarar, previamente, que tales principios, que se predican per se de las sustancias, se le aplican en forma analógica, dada su realidad accidental. Pues referirnos al Estado (o a la comunidad política) implica posicionarnos ante un todo accidental de orden.

Dicho lo anterior, pasemos, ahora sí, a las causas de la comunidad política. Tenemos, en primer lugar, la causa material, dada por la población asentada en un territorio específico, destacando como nota esencial y determinante la natural sociopoliticidad de la persona humana. Por otra parte, la causa formal, que reside en la unión para lograr el Bien Común, determinada prioritariamente por el orden que se deriva de la justicia y del objeto de esta, el derecho, desde sus tres acepciones principales: la misma cosa justa (conducta jurídica debida), el orden social justo (norma jurídica) y el poder o facultad jurídica (derecho subjetivo). Y la causa eficiente, en la que debemos distinguir entre la próxima –la concordia política–, y la remota, dada por la acción consciente y voluntaria del hombre en razón de su natural sociopoliticidad; destacando aquí el influjo de la autoridad política, la cual, a su vez, adquiere su fundamento en el Bien Común Político, que constituye, asimismo, la causa final del Estado.

Realizada esta sucinta enunciación, resulta necesario mencionar algunos tópicos vinculados con las causas, ya sean como componentes o como consecuencias de estas. Así es como de la causa material del Estado –determinada, como dijimos, por la natural sociopoliticidad de la persona humana– surgen, en primer lugar, las instituciones que conforman el orden político de aquel, tanto las que tienen su origen en la naturaleza y en la voluntad del hombre como las que derivan del mismo Dios. A lo que debemos agregar el orden económico –entre cuyos elementos preponderantes se encuentran la empresa, la moneda y el salario– y la así denominada cuestión social.

En relación a la causa eficiente remota de la comunidad, en la que destacamos a la autoridad política, necesitamos añadir la obligación connatural que esta asume de impartir justicia y misericordia hacia los subordinados encomendados bajo su guía y cuidado.

Lo cual será determinante, aunque no excluyentemente, en orden a la concordia política –causa eficiente próxima–, por la cual entendemos como “[…] amistad utilitaria, que tiene por objeto aquellas cosas que permiten la vida, que permiten el desarrollo y la posibilidad de la ‘buena vida’ […]. Amistad utilitaria que es fruto de un amor en común, de un acuerdo objetivo en torno de un interés común y en común […]. Con la palabra homónoia no se indica solo la relación de amistad utilitaria, sino también y preferentemente el acto o movimiento de las voluntades de muchos que tienen un objeto –útil– en común”[72].

Por ello, Félix Lamas, en el trabajo supra citado, dirá también que la concordia política es, a su vez, incoación del Bien Común Político, requiriendo para su concreción de un mínimo cultural común –esto es, un mínimo de estimaciones y de juicios de preferencia en común–, el aseguramiento de la vida biológica de los individuos y de las familias y un mínimo de justicia.

Finalizado este excursus, pasemos entonces a intentar verificar la idea que lo motivara: la activa promoción y defensa del aborto por parte de las autoridades de una comunidad corrompe seriamente las bases esenciales de esta, justamente por dinamitar sus principios intrínsecos. Pues resulta sumamente difícil negar o subestimar los estragos que ocasiona en el Estado la asunción como estandarte de la “política” que venimos criticando en estas líneas. Para evitar inoportunas reiteraciones, lo haremos en forma de preguntas.

En efecto, y luego de haber repasado los crudos párrafos que hemos seleccionado de la obra bajo consideración, y de todo lo que reflexionamos al respecto en este trabajo, ¿acaso alguien con un mínimo de honestidad intelectual podría aventurarse a negar que la tantas veces invocada maquinaria del desprecio por la vida humana no constituye una seria vulneración a la más elemental justicia y del orden social que de ella se deprende –causa formal del Estado–?

Y esta evidente negación del dar a cada uno lo suyo, ¿no implica una lamentable abolición de su objeto –el derecho–, tanto en cuanto conducta justa, como en cuanto norma jurídica o derecho subjetivo?

¿Es necesario incorporar más argumentos para seguir demostrando que esta radical injusticia compromete directamente a la que hemos identificado como causa material de la comunidad política –la población asentada en un territorio–? ¿O más bien resulta una perogrullada siquiera esbozar que todo artilugio que promueva a diestra y siniestra el descarte selectivo de individuos no constituye en el fondo una oscura estrategia geopolítica de subordinación de las naciones a mandatos e intereses foráneos? Es decir, ¿el aborto y su parafernalia política, legislativa y mediática no es un flagrante hecho de traición a la Patria, y por extensión, a su historia, sus instituciones, sus tradiciones y al futuro de sus habitantes de buena voluntad?

En el contexto que vamos esgrimiendo en base a estas incómodas preguntas, ¿hará falta seguir explicando por qué la autoridad política –causa eficiente del Estado–, sea cual fuere el ámbito de sus competencias y responsabilidades, que puje por embanderarse detrás de esta barbarie no se convierte en antítesis de hombre de gobierno?

Siendo indudable que abolir la vida humana en el vientre materno configura atacar directamente los presupuestos básicos de la concordia política –mínimo cultural común, aseguramiento de la vida biológica de los individuos y de las familias y un mínimo de justicia–, ¿es posible que este amor objetivo en común por cosas y valores comunes tenga lugar en la comunidad? ¿O más bien abona a que una sociedad viva en permanentes crispaciones que terminen llevándola a su disolución definitiva?

Todo lo que nos estamos preguntando nos conduce a un interrogante final: vejándose en forma tan escabrosa los bienes elementales que integran la perfecta suficiencia de vida del hombre en este mundo, ¿no se pone preocupantemente en jaque el Bien Común Político –causa final del Estado–?

Ahora bien, como podrá apreciar el lector, las mismas preguntas que nos fuimos formulando son a su vez las respuestas a las que queremos llegar, y que de distintas maneras se traslucen recorriendo las cansadoras páginas de nuestro trabajo. Particularmente la que prima en este último capítulo, y que reiteramos una vez más: la activa promoción del aborto, y su correspondiente ejecución corrompe directamente a la comunidad por implicar arremeter en contra de sus principios intrínsecos, de sus causas.

Sin embargo, concluiremos este acápite recurriendo nuevamente a las implicancias del término “quebranto”, intentando así que el cierre de un capítulo que consideramos fundamental no sea tan desolador.

Entonces diremos, por un lado, que estos pequeños mártires no podrán separarse de aquel “todo” –la Patria– al que estaban destinados a engrandecer conforme los dones que Dios les había dispuesto al momento de haberlos pensado y amado, mientras que haya biennacidos que los lloren y los alberguen en su memoria. Esto es, la radical supresión por la que abogan los artífices de esta crueldad no podrá ser tal mientras que sus víctimas continúen siendo parte del patrimonio espiritual de la comunidad; pues los difuntos también contribuyen a los destinos de una nación, especialmente cuando la abonan con la sangre de su martirio.

Pero también tenemos que afirmar que, mientras continúen dando valiente batalla, aún ante el contexto más adverso, los tantos héroes que, en forma anónima y silenciosa o empeñando su buen nombre y prestigio –incluso su libertad y patrimonio–, honran su vocación de reivindicar la justicia en favor de la vida en todos sus estadíos, continuaremos asentados en los cimientos que permitirán sanar las heridas ocasionadas por el yugo del pecado y la ignorancia; reconduciendo, así, el transitar de la comunidad hacia la concreción de su Bien Común Político.

Y esta concepción esperanzadora es la que nunca abandonará Hugo Wast en toda su prolífica obra.

V. El triunfo de la misericordia

“¡Quién le hubiera dicho que su hijito, el último de sus hijitos, sacrificado por el egoísmo de los hombres, estaba allí, invisible, a su lado, bendiciéndola porque le había dado el ser! Sí, yo la bendecía y rogaba por ella”[73].

En este último capítulo comenzaremos reflexionando sobre dos de los “caminos”[74] que atraviesan transversalmente la obra, que por momentos confluyen y que por otros parecerían fusionarse bajo una misma suerte.

Nos referimos a los caminos de la impenitencia, por un lado, y al de la misericordia, por el otro; vinculados, ambos, a la justicia.

El primero tendrá como protagonista, como no podría ser de otra manera, al ya mentado doctor Tubal Astaró, sobre quien el autor, al momento en que aquel se encuentra agonizando por haber enfermado seriamente, recreará la cruda angustia que experimentaría ante la inminencia de la muerte quien se empeña en negar a Dios.

Es así como en el opúsculo encontraremos párrafos estremecedores que nos grafican de cuerpo entero el sufrimiento de un alma que lucha hasta los últimos segundos de su vida contra la misericordia del Señor, padeciendo integralmente el yugo de la desesperanza: “—Mejor me hubieses traído un vaso de cicuta… Soy el hombre más desgraciado del mundo… El ateísmo se traga bien cuando se está vivo y se tienen ilusiones. Pero esos retornelos que mascullan aquí al lado amortiguan mejor el miedo del enfermo… ¡Denme un sorbo fresco! ¡Será el último!”[75].

Cabe aclarar que con “esos retornelos que mascullan aquí al lado” se refiere a las oraciones de un grupo de fieles, entre ellos un sacerdote, que, en la habitación contigua a la del doctor negro, acompañaban a un moribundo que aguardaba su partida a la Casa del Padre. En efecto, Hugo Wast, en la escena que estamos comentando, logra una original representación de cómo asumen las dos ciudades entre las que se dirime la historia de la Salvación –la Ciudad de Dios y la ciudad de los hombres– frente a un mismo misterio, el de la muerte. Pues el autor yuxtapone en lugar y tiempo dos posturas ante el paso de este mundo a la eternidad, recurriendo desde la belleza de la literatura al contraste evidente entre la esperanza de quien ama a Dios con desprecio del mundo y el rencor de quien ama al mundo con desprecio de Dios.

En consecuencia, sobre el final de la obra el lector podrá apreciar cómo Martínez Zuviría alterna maravillosamente escenas de una actitud piadosa y penitente ante el ineludible desenlace de esta vida finita en aras de invocar la misericordia de Dios para el enfermo que se aprontaba hacia su encuentro, con la postura indolente del doctor Astaró y de su círculo de confidentes; quienes, entre ofrendas de rosas y sorbos de champaña, y al son de los himnos de Carducci y de Proudhon a Satanás, hacen todo lo posible no solo para que las palabras de la habitación contigua no se oigan en este ambiente impío, sino para que las blasfemias que se imprecaban ahí mismo llegaran a la celebración de la extrema unción que se estaba realizando pared de por medio.

Si bien resulta previsible cuál fue el final del doctor Astaró, no deja de admirarnos la profundidad literaria y teológica con la que Hugo Wast lo relata: “—Hoy te gritaré… Pero estoy seguro de que… no me oirás… Y si me oyes… te… matará. Y esa fue su última palabra en este mundo. Su cara se descompuso. Mueca pavorosa en que se mezclaba la asfixia de los pulmones, el dolor agudísimo de las arterias finas que estallaban, al miedo insondable y tenebroso en que se hundía la mísera alma, sin otro salvavida que las blasfemias con que había implorado la protección del diablo y no el perdón del Redentor, que por ella derramó en vano su sangre. Tan cierto es que Dios respeta al borde del infierno ese prodigio de la creación que es la libertad humana. Y así quedó […] En ese momento, cuando los amigos se amontonaban junto al muerto, llegó hasta los oídos de sólo uno de ellos un grito horroroso, el alarido del alma estrechada por los brazos de fuego del príncipe de este mundo, que lo aguardaba en el otro”[76].

Así es cómo el doctor negro llegaría al desenlace de su peregrinar en la tierra, con su corazón y su inteligencia totalmente entumecidos, luego de haber impedido en forma ensimismada dejarse penetrar por al menos un rayo de la misericordia divina: “—Lo más duro que hay en el universo, más duro que el granito o que el acero, es la voluntad impenitente del hombre soberbio que no quiere arrepentirse”[77].

De allí la dureza con la que Hugo Wast se refiere al castigo de este perverso personaje, fruto de haberse empecinado en pecar deliberadamente contra el Espíritu Santo, es decir, no queriendo ser perdonado por Dios: “El soberbio albedrío del sabio, robustecido por Satanás, padre de la mentira, luchó contra la luz que lo inundaba. Y se negó a adorar a Dios y no consintió en arrepentirse de la infamia de su vida y de sus horrendos pecados. Así, con entera lucidez, perdió el último segundo en que todavía pudo asirse a esa ancla salvadora y renegó de la Sangre de Cristo que lo bañaba y se entregó al demonio. Eso es lo que se llama impenitencia final”[78].

Hasta aquí es lo que podemos decir sobre el camino de la impenitencia, el cual, como anticipamos al comienzo de este capítulo, por momentos de la obra converge con el otro itinerario, el de la misericordia, al punto tal de que este último corra serios riesgos de ser absorbido por las tinieblas del escabroso non serviam de Astaró.

Pues, conforme nos relata el autor, es tanta la violencia y la humillación a la que es sometida la madre, que ella misma en reiteradas ocasiones terminará voluntariamente convirtiéndose en un agente protagónico más del inicuo crimen de los padres hacia sus hijos. En efecto, desde el principio hasta casi el final de la historia, leeremos cómo en el corazón de esta atormentada madre luchan el amor por el hijo y el envilecimiento por agradar al mundo, la esperanza frente a la desidia; en definitiva, la gracia frente al pecado. Y será, como dijimos, el corazón de la mamá el escenario de este conflicto que no da tregua[79], y que se disputará en un mar de sentimientos contrapuestos que se secuencian de manera insoportable entre la luz y la oscuridad.

Estas contradicciones entre las que se debate la madre serán seguramente percibidas por el lector al recorrer las páginas de la obra, experimentando, por momentos, compasión por ella ante su deseo de proteger la vida que crece en sus entrañas frente a las vejaciones a la que pretenderán subyugarla, y decepción cuando la vemos rendida a que se perpetre la masacre del aborto.

Y también serán las contradicciones que el autor pondrá en cabeza del hijito valiéndose de las licencias que le permite la belleza de la literatura, al intercalar imágenes de cómo el niño crece en el amor hacia su madre con las que figuran el temor de aquel por la oscuridad que avasalla el alma de esta, llegándole a suplicar desesperado que no lo mate, y que no permita que lo maten.

Sin embargo, Hugo Wast optará finalmente por separar estos caminos de impenitencia y misericordia luego de su reiterado entrecruzamiento, haciendo prevalecer, en la historia en general, y en la madre en particular, el segundo de los itinerarios referidos, es decir, el de la misericordia.

Misericordia que tendrá, como mencionamos al comienzo de este acápite, a la madre en tanto sujeto pasivo; pero en la que también debemos incorporar en tanto agentes activos de esta no solo a Dios –como no podría ser de otra manera–, sino al mismo hijito, quien, a pesar de haber sido “sacrificado por el egoísmo de los hombres, estaba allí, invisible, a su lado, bendiciéndola porque le había dado el ser. Sí, […] la bendecía y rogaba por ella”[80].

Pues recordemos que el dulce solaz sobre el que niño reposará todos sus temores y angustias durante su permanencia en el vientre materno, nos referimos al ángel Absalón, no solo lo acompañará y consolará ante la desesperanza ocasionada por el inextricable misterio de la iniquidad de los hombres, sino que también le develará, en la medida en que su inteligencia podía comprender, aquel otro misterio que terminará triunfando en su afligido corazón: el del amor y la misericordia de Dios.

Misterio que anidará en su alma a modo de férrea convicción, haciéndolo exclamar: “¡No cabe en mi pequeña cabeza una cosa parecida! ¿Cómo puede ser que un microbio como yo preocupe a los ángeles del cielo y a la misma Virgen?”[81]; entre otras tantas manifestaciones similares.

Y que, de alguna manera, al concluir la trama, dicha certeza de amor y de misericordia divina parecería transpolarse también al recóndito interior de la madre, triunfando frente a la desesperanza. Pues entendemos que la referida certidumbre será la que la motivará, al correr grave riesgo la vida de su hija[82] –creemos vislumbrar aquí el influjo de la así denominada “mano izquierda de Dios”–, a recurrir al auxilio divino del Padre en pos de suplicarle aquello que para la ciencia no era posible: la supervivencia de la niña.

Ahora bien, no solo el Señor la escuchará, sino que le regalará encontrarse con su mismísimo Hijo a la salida del templo, bajo las apariencias de un pordiosero, teniendo lugar entre ambos el siguiente diálogo, determinado por la humillación, el arrepentimiento, la esperanza y el firme propósito de la conversión: “—Usted, señor, que seguramente es muy bueno, puede rogar por mi hijita que está hace días muy enferma. Los médicos me han dicho que ahora solo un milagro puede salvarla. Yo he salido de mi casa a pedir en la iglesia a Dios Nuestro Señor ese milagro. Mi hijita se muere y es castigo de Dios por mis tremendos pecados: ¡Ruéguele por mi hijita! ¡Yo seré buena! […] El pordiosero conmovido le pone esa mano sobre la cabeza y le manda con una voz inspiradora y terminante: —¡Vuelve a tu casa! ¡Tu hijita no morirá!”[83].

Tenemos aquí, por decirlo rudimentariamente, un primer nivel de esta misericordia que recibe la madre, propinada directamente por Dios. Pero al que debemos agregar el que se materializa por el perdón que ella recibe por parte de su hijito, y por el cual este suplica al Padre Celestial; siendo la referida la escena con la que Hugo Wast coronaría la historia que nos ocupa.

En efecto, en el capítulo final, provocadoramente titulado “Ruego por mis asesinos”, lejos de constituir una encendida denuncia al pecador, el autor nos ofrece una tierna muestra de piedad filial, en el que el ángel Absalón lo alienta al niño a rogar por sus padres, a fin de devolverles bien por mal, luego de que este le preguntara si podía pedir a Dios que perdonara a quienes le habían quitado la vida.

Por lo que orará de la siguiente manera: “Mi Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ayuda a mis padres a ser buenos y a arrepentirse. Y perdónalos para que no quiten la vida a sus nuevos hijitos y no les impidan llegar al mundo y servirte mejor de lo que yo he podido hacerlo. Y que algunos de ellos sean religiosos y todos sean santos”[84].

Aunque el autor no lo dice, nosotros nos animamos a pensar que finalmente la madre, y por qué no también el padre, recibieron el perdón de Dios y se convirtieron definitivamente; transformándose este quebranto, tal vez, en motivo de misteriosa redención. Así verificamos nuevamente el alcance del término que hemos utilizado en el título de este artículo, aunque esta vez desde una perspectiva no necesariamente negativa. Pues el todo cuyas partes se intentó desarticular por medio del golpe de la muerte seguirá unido, debido a que este pequeño ángel estará en comunión con sus padres desde el Cielo, custodiándolos.

VI. A modo de conclusión

Para alivio del lector, solo algunas pocas ideas finales para intentar concluir este trabajo.

La primera: Que el aborto, o, mejor dicho, las inicuas maquinaciones detrás de reivindicar como derecho el atropello más evidente a la dignidad de la persona humana, y su correspondiente y en muchos sentidos obligatoria ejecución, no solo destruyen una vida inocente, unos padres y una familia, sino que también a la comunidad política en su totalidad, por pervertir los mismos cimientos en los que esta encuentra su razón de ser; es decir, sus causas. Dicha idea es la que hemos querido desarrollar progresivamente a lo largo de nuestro artículo, particularmente desde los capítulos primero a cuarto.

La segunda: Que así como hemos partido del caso de la barbarie del aborto perpetrado en la intimidad del ámbito familiar para reflexionar in extenso acerca de los fatídicos efectos que ese hecho ocasiona en la sociedad en su totalidad; el mismo paralelismo o analogía entre la persona y la familia con respecto a la comunidad política lo podremos utilizar para la valoración acerca de la misericordia, su vinculación con la justicia, y sus respectivas repercusiones, tanto en el alma de la madre como en el Estado.

Por ello, podemos decir que la misericordia que recibe esta mujer tanto de Dios (en cuanto atributo divino) como por parte de su hijo (en cuanto virtud), que terminará sublimando aquello que le correspondía a esta en estricta justicia, siendo acreedora, en consecuencia, de paz y consuelo, aunque entremezclado de dolor y tristeza, tendrá necesariamente su correlato en el ámbito sociopolítico, y la respectiva aplicación en su orden.

De esta manera, aquello de Santo Tomás de Aquino: “[…] la justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia es la madre de la disolución”[85] y “la misericordia no anula sino que es como la perfección de la justicia”[86] tallará también en forma directa en la comunidad, rectificando y elevando tanto su tensión hacia el Bien Común Político, el paradigma bajo el cual se deben sus autoridades al deber al que han sido llamadas, como así también el debido funcionamiento y organización de sus instituciones; por mencionar algunos de los elementos intrínsecos que constituyen la esencia del Estado.

Sintetizando lo anterior: el caso concreto de un hijito que perdona a su madre ante una ofensa terrible podría iluminarnos a modo de arquetipo esperanzador para vislumbrar, aunque sea superficialmente, las enormes implicancias jurídicas y políticas de una comunidad en la que la justicia es perfeccionada por la misericordia, virtud social por excelencia.

Ahora bien, debemos aclarar que en estas últimas reflexiones en torno a la justicia y la misericordia estamos haciendo referencia superficial a un tema de hondísima profundidad jurídica, filosófica y teológica[87], cuyo debido tratamiento no estamos en condiciones de realizar ni es objeto de este trabajo.

Solamente nos atrevemos a hacer una mención tangencial a la cuestión para continuar evidenciando tanto las riquezas que directa e indirectamente podemos encontrar cada vez que nos proponemos diseccionar alguna obra de Gustavo Martínez Zuviría, como así también la gran potencialidad del proyecto de investigación sobre Derecho y Literatura en razón de su original impronta para estudiar y discernir los grandes temas de la justicia; proyecto al que generosamente hemos sido incorporados y en cuyo marco surge el trabajo que aquí concluimos.

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