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Las repúblicas en el orden de la monarquía. Las ciudades en el discurso jurídico hispano del siglo XVIII
Alejandro Agüero
Alejandro Agüero
Las repúblicas en el orden de la monarquía. Las ciudades en el discurso jurídico hispano del siglo XVIII
Prudentia Iuris, núm. 96, pp. 1-34, 2023
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires
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Carátula del artículo

PARTE II. Artículos de investigación

Las repúblicas en el orden de la monarquía. Las ciudades en el discurso jurídico hispano del siglo XVIII

Alejandro Agüero
Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, Argentina, Argentina
Prudentia Iuris
Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, Argentina
ISSN: 0326-2774
ISSN-e: 2524-9525
Periodicidad: Semestral
núm. 96, 2023


LAS REPÚBLICAS EN EL ORDEN DE LA MONARQUÍA.

LAS CIUDADES EN EL DISCURSO JURÍDICO HISPANO

DEL SIGLO XVIII

Alejandro Agüero*

Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, Argentina

Contacto: aaguero@unc.edu.ar

ORCID: 0000-0002-8902-8610

Recibido: 14 de junio de 2023

Aprobado: 21 de septiembre de 2023

Para citar este artículo:

Agüero, A. (2023). “Las repúblicas en el orden de la monarquía. Las ciudades en el discurso jurídico hispano del siglo XVIII”. Prudentia Iuris, N. 96. pp.

DOI: https://doi.org/10.46553/prudentia.96.2023.9

Resumen: Las reformas impulsadas por los Borbones en la Monarquía española a lo largo del siglo XVIII suelen relacionarse con el proceso de centralización propio de un Estado absoluto. En esta imagen, los municipios fueron considerados como órganos de administración local subordinados al poder central. Sin embargo, diversos estudios centrados en el orden municipal muestran que el reformismo borbónico no fue capaz de unificar, ni alterar sustancialmente, la tradición jurídica del gobierno municipal. A partir de nuevos enfoques historiográficos, este artículo analiza el discurso jurídico –leyes y doctrina– del siglo XVIII sobre el gobierno municipal en España, tratando de explicar las razones de esta aparente paradoja. Se procura comprender así la dimensión de lo que en el lenguaje de la época se caracterizaba como repúblicas municipales.

Palabras clave: Municipios, Historia, Reformas borbónicas, Gobierno municipal, Repúblicas municipales.

Republics in the order of the monarchy. Cities in the hispanic legal discourse of the 18th century

Abstract: The reforms promoted by the Bourbons in the Spanish Monarchy throughout the 18th century are usually related to the centralization process typical of an absolute state. In this image, the municipalities were considered as organs of local administration subordinated to the central power. However, various studies focused on the municipal order show that Bourbon reformism was not able to unify, nor substantially alter, the legal tradition of municipal government. Based on new historiographical approaches, this article analyses the eighteenth-century legal discourse –laws and doctrine– concerning municipal government in Spain, seeking to explain the reasons for this apparent paradox. The aim is to understand the dimension of what in the language of the time was characterised as municipal republics.

Keywords:Municipalities, History, Bourbon reforms, Municipal government, Municipal republics.

Le repubbliche nell’ordine della Monarchia. Le città nel discorso giuridico ispanico del Settecento

Sommario: Le riforme promosse dai Borboni nella monarchia spagnola per tutto il Settecento sono solitamente legate al processo di centralizzazione tipico di uno Stato assoluto. In questa immagine, i comuni erano considerati come organi dell'amministrazione locale subordinati al potere centrale. Tuttavia, diversi studi incentrati sull’ordinamento comunale dimostrano che il riformismo borbonico non fu in grado di unificare, né di modificare sostanzialmente, la tradizione giuridica del governo municipale. Sulla base di nuovi approcci storiografici, questo articolo analizza il discorso giuridico settecentesco –leggi e dottrina– relativo al governo municipale in Spagna, cercando di spiegare le ragioni di questo apparente paradosso. L’obiettivo è quello di comprendere la dimensione di quelle che nel linguaggio dell’epoca erano caratterizzate come repubbliche comunali.

Parole chiave: Municipi, Storia, Riforme borboniche, Governo municipale, Repubbliche municipali.

I. Introducción: la centralización imposible

“El reformismo borbónico, tan aficionado a unificar y simplificar, no se atrevió a poner orden en esta selva enmarañada”. Con esta expresión, Antonio Domínguez Ortiz se refería al complejo mundo de los municipios en la España del siglo XVIII. “Municipios realengos y señoriales, forales y ordinarios, oligárquicos y (en teoría, al menos) democráticos, con separación de estados e indistintos, con y sin mitad de oficios […]”. La enumeración, que no pretendía ser exhaustiva, venía a mostrar no solo que las relaciones entre Corona y municipios no habían experimentado “cambios sustanciales” en el transcurso de dicho siglo, sino también que aquella variedad de situaciones convertía al “mapa administrativo de España en un verdadero galimatías”[1]. La descripción histórica parecía desafiar un enfoque teórico signado por recurrentes referencias al proceso de centralización y al fortalecimiento del Estado a merced de municipios y señoríos[2].

Aquel enfoque situaba al municipio en el campo de los estudios de la administración, ubicándolos en el plano de una administración local sometida a la presión centralizadora del Estado absoluto. Para esta perspectiva, los municipios habían sufrido una larga decadencia desde comienzos del siglo XVI hasta su total sometimiento durante el período borbónico. Aunque la premisa relativa al efecto centralizador de las reformas borbónicas ha sido objeto de numerosas revisiones, ha seguido operando implícitamente en las narrativas que retratan a la monarquía borbónica en términos de Estado absoluto[3]. Sin negar la aspiración uniformadora que alentó el reformismo borbónico, en estas páginas nos proponemos analizar la caracterización del orden municipal en el discurso jurídico español del siglo XVIII, para comprender por qué los poderes locales parecieron escapar de aquellas tendencias centralizadoras.

Para ello, es necesario analizar las fuentes en su contexto, tomando en consideración la estructura de la monarquía, su fundamento religioso, su integración corporativa, la fuerza de la costumbre, etc. Es decir, evitar la retroproyección de las lógicas estatales de organización para identificar las claves de un “gobierno sin estado”, el papel central de la autotutela corporativa, así como la compleja trama de relaciones de interdependencia y mutua fidelidad que signaba las relaciones entre corona y municipios[4]. Solo desde estas perspectivas es posible comprender el significado de algunas expresiones que definían a la Monarquía española del siglo XVIII como “una comunidad de repúblicas presidida por el Soberano”[5]. En tal contexto, aun bajo las dinámicas políticas que tensionaban la tradicional estructura “compuesta” de la Monarquía[6], una centralización capaz de uniformar aquel “galimatías” se prefigura como un objetivo culturalmente impensable. Bajo estas perspectivas, tomando la literatura jurídica como guía, procuramos trazar un cuadro de las bases del gobierno municipal y su anclaje en el marco institucional del siglo XVIII, para ofrecer un conjunto plausible de generalizaciones relativas a un fenómeno que, como se puede advertir, aparece dominado por una irreductible diversidad.

II. Cuerpos políticos y espacio público: naturaleza, privilegio y tradición

En un siglo de creciente debate público sobre el origen de las sociedades, del poder y sus finalidades, el discurso de los juristas, más atento a la dimensión práctica del lenguaje, sin dejar de reflejar la impronta de aquellas discusiones, se mostraba todavía adherido a unas certezas tradicionales a la hora de abordar los tópicos asociados al orden municipal. Con independencia de las razones que pudieran explicar esa adherencia, en el plano sustancial esta puede relacionarse con dos aspectos fundamentales: a) la lectura acerca de la naturaleza de los cuerpos sociales que se encontraba en la base del orden monárquico; y b) los mecanismos tradicionales de producción de un derecho positivo que, con cada nueva promulgación de leyes generales, reproducía un orden de privilegios que podía remontarse, sin dificultad, a los consensos bajomedievales sobre las potestades de gobierno de los pueblos. Ambas condiciones contribuían a configurar un límite que parecía culturalmente infranqueable a la hora de habilitar la idea de un espacio público continuo y homogéneo, o una subjetividad jurídica individual disociada de cualquier pertenencia corporativa[7].

Si por el primero de esos aspectos cualquier abordaje sobre el origen de los municipios remitía mediata o inmediatamente al orden natural o a providencias divinas, por el segundo, todo el empeño que los juristas del siglo XVIII ponían en exaltar la supremacía derogatoria de la ley regia caía en el bucle de una tradición que revalidaba, una y otra vez, con valor de derecho positivo, antiguas disposiciones que ordenaban la observancia “de los privilegios de los pueblos, sus oficios y libertades, buenos usos y costumbres”[8]. Entre el anclaje naturalista y la revalidación de privilegios y costumbres, se conformaba un núcleo de argumentación que amparaba, aun sin proponérselo expresamente, el sentido común relativo a la diversidad de los pueblos y a la condición subjetiva y personificada de los cuerpos políticos y su patrimonio material y simbólico de autorregulación.

Por mucho que resonaran las doctrinas contractualistas, los juristas seguían encontrando en la inclinación natural de los seres humanos el origen de las sociedades, de la potestad del rey y de la existencia misma de los ayuntamientos. “Por particular providencia de Dios”, afirma Dou en sus Instituciones, “no ha habido, ni hay ningún hombre en el mundo […] que no necesite para su felicidad del socorro y favor de otros muchos hombres”. Comenzaba su argumentación dirigida a demostrar la “necesidad de una suprema potestad”, evocando luego la “recíproca necesidad” y la “natural inclinación” que “han obligado siempre desde el principio del mundo hasta nuestros días, a unirse diferentes familias en cuerpos de sociedad […]”. Se trataba de verdades tan evidentes que no merecían mucho detenimiento pues, según el autor, nadie podía ponerlas en duda[9]. Similares argumentos naturalistas eran evocados después para explicar el origen y la necesidad de los cuerpos representativos como “las cortes y ayuntamientos”[10].

No necesitaba Dou adentrarse en el tratamiento doctrinario del concepto de universitas y su perdurable condición como sujeto ficto de carácter sempiterno[11]. Partiendo simplemente de aquella “inclinación natural”, y con la familia como arquetipo irreductible de sociedad –“desde el principio de la creación del mundo”–, los argumentos de Dou se orientaban más pragmáticamente a destacar las ventajas de los cuerpos por sobre los individuos. Entre ellas, sin embargo, no dejaba de mencionar, con sus correspondientes citas al Digesto, uno de los axiomas de aquella tradición: “[…] los cuerpos políticos nunca mueren”[12]. La misma fuente le servía para explicar que dichos cuerpos “son personas y tienen las veces de personas: tratan, contratan, determinan y obran, como si fuesen una persona real y verdadera”. Se trataba, en este caso, además, de un tipo de cuerpo que “por establecerse para el gobierno de alguna cosa de las públicas, debe considerarse, y es persona pública”, por lo que su existencia requería de aprobación y permiso de la “suprema potestad”[13].

Nos encontramos así con un cuadro de cuerpos y personas públicas que, pese a la necesidad de la aprobación real para su existencia, en su inmensa mayoría existían en virtud de privilegios inmemoriales. Quizás por esto, en la exposición que nos ofrece Dou, el municipio no aparece como una entidad de creación legal. No hacía falta mención alguna al derecho regio; unas referencias a la providencia, a la inclinación natural de los seres humanos, pivotando sobre la eterna sabiduría de los textos romanos, eran suficientes. Ello da cuenta del profundo anclaje cultural que contribuía a la relativa indisponibilidad del orden local. La prolífica variedad de situaciones, percibida como un galimatías administrativo desde una perspectiva contemporánea, respondía entonces al particular resultado que, en cada lugar, generaba la dinámica de interacción entre la Corona y esas personas encargadas de gestionar un espacio público discreto.

Esa dinámica relacional encontraba su reflejo en el plano de la reflexión constitucional. Dou no dudaba en la superioridad de las monarquías sobre las repúblicas, pero no dejaba de señalar que la “constitución perfectamente monárquica” era compatible con la existencia en su interior de “cuerpos con régimen democrático y aristocrático por lo que toca a las facultades respectivas de unos miembros a otros […] con tal que en quanto a la cabeza de la nación quede expedita la superioridad y soberanía del rey en orden á todos” (sic). En la visión de Dou, esta combinación resultaba muy provechosa porque lograba “que los particulares miren la causa común y pública como propia y particular, interesándose con esfuerzo, que es la gran ventaja de las repúblicas”[14]. La aludida imagen de la Monarquía como una confederación de repúblicas presidida por un Soberano encontraba, así, su racionalización jurídica bajo una concepción que veía en el espacio municipal –el ámbito republicano por antonomasia– el punto natural de interacción entre intereses particulares y públicos.

Si tal panorama podía derivarse de una obra de alcance general, escrita en clave institucionista y publicada a comienzos del siglo XIX, los mismos elementos aparecían más llanamente expuestos en la literatura práctica del siglo XVIII. Entre las obras de este género, el Gobierno Político de Santayana Bustillo, publicado en 1742, marca el inicio, para este siglo, de un conjunto más bien modesto de trabajos específicamente dedicados a la materia municipal[15]. Una obra que pudo ser definida entonces como un “catecismo” destinado a los oficiales de ayuntamientos, con gran utilidad para las “Repúblicas de pequeña o dilatada población”[16]. Santayana abría sus páginas con un categórico aserto: “El gobierno de los pueblos, por derecho natural, pertenece a los pueblos mismos. De estos se derivó a los magistrados y a los príncipes, sin cuyo imperio no puede sostenerse el gobierno de los pueblos”[17]. El enunciado inaugural reflejaba, así, la adscripción natural del gobierno de los pueblos, conjugada con la síntesis de una historia mítica de transferencia y subordinación, cuyas raíces podían remontarse, como luego veremos, a la tradición romana. Sin embargo, no era este tipo de referencia el que usaba el autor para sostener aquella afirmación, sino una cita de la Política de Aristóteles, siguiendo el ejemplo de su principal fuente de inspiración, la Políticade Castillo de Bobadilla[18].

Aunque resulte una obviedad, es importante destacar que, al igual que en el campo del derecho positivo, la doctrina también procedía a través de mecanismos de reproducción de saberes acumulados durante siglos, adicionándolos o enmendándolos con novedades puntuales, pero conservando la trama esencial de un campo intertextual que permitía a los autores moverse con relativa libertad entre obras de diversas épocas. Esto no solo explica que el aparato erudito de la literatura jurídica del siglo XVIII remitiera constantemente a producciones de siglos precedentes, sino que la misma serie se integrara también con las numerosas reediciones de obras que abordaban aspectos del gobierno municipal, desde la señera Curia Pisana (1532), hasta la Curia Filípica de Hevia Bolaños (1603) –“la obra más editada en la historia de la literatura jurídica española”–, convertida desde 1771 en texto docente para el estudio del derecho real, pasando por las reediciones del Tratado de los Oficiales de República de Fernández de Otero (1632) y por el descollante papel de la mencionada Políticade Castillo de Bobadilla (1597)[19].

En tal contexto, la referencia a Aristóteles remite a una persistente noción tomista de república, “aristotélica y cristiana”, entendida como “cuerpo político orientado hacia el bien común, la comunidad perfecta, ordenada según derecho y autosuficiente”. Una noción que, todavía en el siglo XVIII, incidía en la semántica de “lo público” y en la comprensión del “pueblo”, no como entidad abstracta, sino como cada comunidad concreta en la que las necesidades materiales y espirituales de los seres humanos podían encontrar satisfacción[20]. La clave naturalista que regía estas concepciones tenía consecuencias normativas bien precisas en el plano de las instituciones municipales. Por ejemplo, los juristas podían valerse de aquel orden de necesidades naturales para explicar el deber de ejercer los oficios de república. Los electos para tales oficios, decía Elizondo, están obligados a aceptar y pueden ser compelidos en derecho a hacerlo en virtud del principio “de no nacer el hombre tan libre, é independiente, que sea solo para sí”. Incluso en un período de crecientes excepciones legales, esta obligación podía todavía derivarse, sin más, “de un derecho que vino con las gentes”[21].

Aquella noción aristotélico-tomista de república parecía reproducirse en el discurso jurídico con relativa independencia de las tensiones semánticas que atravesaban este tipo de términos en la retórica reformista del contexto dieciochesco[22]. El término república, así como la inveterada metáfora del cuerpo, seguían efectivamente operando en un juego de escalas que permitía proyectar sus implicancias normativas tanto sobre todo el reino como sobre cada comunidad, villa o aldea, constitutiva de una “pequeña sociedad”[23], una “pequeña república” o una “república municipal”[24]. Por último, la perenne categoría de los “oficios de república” perpetuaba la asociación entre municipio y república mediante una modalidad genitiva que vinculaba todo un campo de potestades públicas al discontinuo y concreto espacio público de cada ciudad.

III. Los oficios de república y el gobierno de los pueblos

Regresemos a la historiografía para constatar las funciones públicas vinculadas, todavía en el siglo XVIII, al gobierno municipal: “[…] Sanidad, Beneficencia, Educación, Defensa, Orden Público, actividades económicas, funciones religiosas […]”. Los puntos suspensivos, en el original, permitían añadir luego una larga lista de actividades que llevaban al autor a sostener, sin hesitación, que el municipio asumía entonces “casi todas las funciones que hoy asume el Estado”[25]. Una vez más, la mirada del historiador parecía contradecir un marco teórico en el que la función estatal solía atribuirse de manera casi excluyente a los aparatos de la Monarquía. A la luz de lo dicho, la pretendida estatalidad terminaba por disolverse en “tantos estados” como municipios poblaban el discontinuo espacio público de la Monarquía[26].

Es cierto que muchas de las funciones desempeñadas por los municipios requerían algún tipo de intervención regia. Sin embargo, y aun cuando no faltaban expresiones que procuraban calificar a los municipios como meros ejecutores de las políticas de la Corona, los juristas distinguían también un núcleo de potestades privativo de los ayuntamientos. La explicación de dicho ámbito no pasaba por un esquema de delegaciones administrativas, sino que comenzaba, como vimos, por el derecho natural de los pueblos a su propio gobierno. A partir de ahí, el razonamiento se orientaba a señalar el reconocimiento de la supremacía jurisdiccional regia como fruto de una transferencia de todo el poder al príncipe, explicando luego las competencias de los municipios como una reserva mediante la cual estos habían conservado potestades para administrar sus propios asuntos y patrimonio (rerum civitatis & patrimonii[27]). La sede última de este razonamiento provenía de los textos romanos (Digesto 1, 4, 1; Instituta, 1, 2, 6; Codex, 1, 17, 1, 7) que legitimaban la posición del príncipe como fuente de toda jurisdicción, evocando, sin embargo, al pueblo como punto de origen de esa posición. Sometidas a una constante reinterpretación, aquellas referencias habían operado tanto para exaltar la posición imperial (enfatizando el carácter total e irrevocable de la transmisión) como para recordar el origen popular del poder imperial, o del senado romano[28].

La remisión a la fundación de Roma, a la elección de los Padres conscriptos para la formación del senado, la asimilación de este organismo a los decuriones en los demás pueblos del imperio, y la identificación de estos con los regidores castellanos, constituyen los lugares comunes con los que la literatura jurídica iniciaba el tratamiento del gobierno municipal. La secuencia intertextual de este punto de partida podía integrarse con pasajes de la Curia Pisana, de la Política de Bobadilla o de la Curia Filípica, por mencionar solo las más recurrentes. Una vez sentado el principio según el cual el pueblo romano (“que hoy es toda la cristiandad”, dice la Curia Filípica) transfirió irrevocablemente el imperio, dominio y señorío en el príncipe, se formulaba la reserva que explicaba aquel ámbito privativo de potestades conservadas por los pueblos bajo subordinación de los tribunales regios[29].

Subrogado en el lugar originario del pueblo romano, cada cabildo aparecía entonces como parte de aquel vínculo de transferencia y subordinación, con reserva de poderes para asuntos propios. En la versión de Santayana, posterior a la nueva planta borbónica, tras la citada referencia al derecho natural, la enunciación se aleja de Roma para situarse en el origen de la Monarquía hispana y enfatiza el circuito descendente, pero no por ello deja de evocar los elementos básicos del razonamiento tradicional: “En nuestra España toda potestad civil reside en su Rey en quien la transfirieron los Pueblos desde el origen de la Monarquía. Mas reservándose sus Príncipes la Suprema Potestad, han dejado à los Pueblos el Gobierno Político de sí mismos” (sic). La consecuencia inmediata de este argumento era la delimitación de un ámbito definido como “gobierno político y económico” de los pueblos, tan privativo de los ayuntamientos, agregaba Santayana, que los tribunales del rey no podían entrometerse en él si no mediaba agravio que habilitara las vías propias de la jurisdicción contenciosa[30].

En este último punto, la doctrina se apoyaba en leyes, generalizando soluciones producidas en el contexto bajomedieval, originalmente orientadas a proteger las potestades estatutarias de Valladolid y Granada frente a la intromisión de las Chancillerías que tenían asiento en ellas[31]. Al abordar la cuestión relativa a la facultad de hacer ordenanzas, Santayana reproduce el argumento citado para recordarnos que a los regidores correspondía “la economía y gobierno de los pueblos tan privativamente, que no habiendo instancia de parte o del Fiscal del Rey, no pueden entrometerse en ellos los Tribunales Superiores”[32]. Se configuraba, así, aquel campo de actuación propio del regimiento que, más allá de su antigua base legal y doctrinal, resultaba todavía operativo en el siglo XVIII como principio de defensa de los derechos de cada municipio[33].

La distinción entre aquel “gobierno político y económico” como ámbito privativo del ayuntamiento y la función de hacer justicia, tendencialmente ligada a la jurisdicción regia, marca un principio de diferenciación que, no obstante, en la práctica dejaba abiertas múltiples interacciones. A la dificultad para distinguir el alcance material de los respectivos ámbitos dentro de la matriz jurisdiccional, se añadían una serie de funciones convergentes que requerían de una constante cooperación, especialmente en materia de policía, hacienda y guerra. En el mismo sentido, si, por un lado, los oficios con jurisdicción real ejercían una suerte de supervisión general sobre el gobierno político y económico, por el otro, como veremos, además de las villas exentas, muchas ciudades gozaban del privilegio de tener sus propias justicias ordinarias, con lo que la actuación judicial en primera instancia quedaba también vinculada al cuerpo municipal. Pese a estas ambigüedades, la distinción parecía conservar la memoria de aquella dualidad fundacional entre poderes transferidos y reservados que se materializaba, para lo que aquí interesa, en un orden de instituciones reconocidas como “oficios de república”.

1. Concejo municipal y representación de república

Con independencia de las diversas figuras y de los múltiples mecanismos de designación, los principales oficios de república giraban en torno a la representación necesaria de la ciudad. “La obligación del regidor para con su república”, sostiene Santayana reproduciendo un lugar común de la doctrina, “es la misma que la del tutor y curador para con el menor y el pupilo”[34]. Las personas representadas por muchos individuos que forman un cuerpo –afirma Dou– “gozan de los privilegios de pupilos y menores” y quienes integran esos cuerpos “sea con el nombre que fuese” se han de entender comprendidos en las obligaciones propias de los “tutores y curadores”[35]. Esta función tutelar constituía el denominador común para una variedad de oficios a los que podía accederse de las maneras más diversas.

No se trata de una representación concebida como expresión de voluntad de los representados, sino de una representación por identidad. La necesidad de la persona corporativa de ser representada presuponía un vínculo y unos intereses naturalmente compartidos entre representantes y representado[36]. El amor y la comunión de intereses entre padre e hijo, entre tutor y pupilo, constituían aquí también el modelo que naturalizaba las relaciones del gobierno municipal. Quienes ejercían los oficios de república debían ser “naturales y vecinos”, porque así “serán más a propósito para el Govierno por el amor de la Patria”[37] (sic). Incluso cuando el nombramiento dependía directamente del rey, el requisito de ser natural, vecino o morador afincado operaba como condición esencial para la designación[38]. Por esta misma concepción, el representante encarnaba la identidad misma del representado. La metáfora del cuerpo, siempre disponible en el arsenal del jurista, servía así para prefigurar la relación entre concejo y comunidad sobre el molde del vínculo que une la cabeza con el cuerpo. En este sentido, es frecuente leer que “el Cabildo es, y representa todo el Pueblo, y tiene la potestad suya, como su cabeza [...]”[39], o que los regidores “representan el pueblo, y son toda la ciudad, y cabeça della […]”[40] (sic). De esta forma, el cabildo sustituye al pueblo representado y habla por él, “sin que sea necessario concejo abierto […]”[41].

En esa lógica se inscribe el proceso de configuración histórica de concejos cerrados; un proceso en el que los objetivos de la Corona (recaudatorios y/o de disciplinamiento social) resultaron convergentes con los de unas elites interesadas en convalidar su jerarquía social mediante los cargos municipales, facilitándose así la implantación de mecanismos de cooptación, venta, patrimonialización y perpetuación de oficios. De esta forma, además, el universo de quienes podían legítimamente atribuirse la voz del pueblo quedaba acotado a los grupos que controlaban su expresión institucional. Por el derecho recopilado, los tribunales del rey debían garantizar la integridad de esa representación, imponiendo penas en caso de acceso de personas ajenas, o a quienes hicieran o consintieran levantamientos a título de comunidad contra el concejo[42]. Más allá de las tensiones que tal esquema de representación pudiera generar, no dejaba de responder a las concepciones orgánicas y comunitarias que se situaban en la raíz de las nociones de pueblo y gobierno municipal. De ahí su persistencia, a pesar de las crecientes críticas hacia la venalidad de los oficios y de la opción, incluso, por sistemas electivos en poblados de nueva creación[43]. Las reformas de mayor calado, acaecidas tras los motines de 1766, como se sabe, se orientaron a incorporar nuevos empleos, designados mediante elecciones abiertas, incluyendo así a sectores tradicionalmente marginados de la expresión institucionalizada del pueblo, pero no alteraron sustancialmente la concepción identitaria de la representación[44].

Por debajo del denominador común que constituye la representación institucional del pueblo y las funciones vinculadas a ella, el gobierno municipal es un universo dominado por la diversidad. No puede darse regla general sobre las formas de designación, sobre el nombre y números de los oficios que integran con voz y voto cada concejo municipal. A comienzos del siglo XIX, bajo la vocación de generalización que guía su obra, Dou identifica al cuerpo municipal con los magistrados que lo presiden (alcaldes ordinarios, alcaldes mayores o corregidores) y los miembros del concejo “que llamamos regidores”. Sin embargo, con respecto a la designación de estos, aclara que “no puede decirse nada con regla general”. Citando leyes y doctrina, el autor solo puede ofrecer, en tono dubitativo, una imagen aproximativa: “De la Ley 5. tít. 2. lib. 7. Rec. y de muchos autores parece, que algunos, ó muchos cabildos de los pueblos de Castilla por privilegio, ó posesión antigua, nombran los regidores para las vacantes, que van ocurriendo, y que en donde no hay semejante costumbre nombra S. M., ó con su facultad la Audiencia respectiva, y el señor en las de señorío […]” (sic). Aunque luego Dou matiza, asegurando que en la mayoría de las ciudades los regidores son perpetuos, y que, a diferencia de Cataluña, en Castilla muchos se tienen “por juro de heredad”[45].

Más cercano al contexto de la nueva planta borbónica, Santayana recordaba que en España “solo al Rey pertenece por derecho el nombrar los oficios de la república; porque los pueblos en la creación de sus Príncipes, les transfirieron toda la potestad y jurisdicción que tenían”. Nuevamente, el eco de la traslatioimperii y sus efectos de legitimación. Pero inmediatamente, se abría paso el mundo de las excepciones para ajustar la teoría a los hechos normativos del orden tradicional: “Por privilegio, costumbre o prescripción inmemorial, pueden también las ciudades y demás poblaciones de estos Reinos, como asimismo los señores temporales, nombrar alcaldes, regidores y otros oficiales de república. Y así vemos conservan hoy este derecho muchas poblaciones que le tienen justamente adquirido [...]”. En su descripción, Santayana incluye no solo a los oficios de república, sino también a los de justica, a los que habremos de referirnos más adelante. Por otra parte, no dejaba de señalar que “[…] aún, fuera de costumbre o privilegio, hay casos en que compete a los pueblos la facultad de nombrarse jueces que les gobiernen, como es, si el Príncipe no los nombrase […]”[46]. Ante la inacción del príncipe, algunos de los efectos de la traslatioimperii quedaban circunstancialmente suspendidos, habilitando al pueblo a designar sus propios magistrados.

El discurso jurídico parecía conciliar así situaciones normativas acumuladas a lo largo de los siglos, parcialmente naturalizadas, con el categórico punto de partida referido al derecho del rey sobre la designación de todos los oficios. La experiencia de la nueva planta había puesto en evidencia este aspecto del poder soberano con respecto a los municipios de Aragón, bajo normas que buscaron uniformar el gobierno municipal según el modelo castellano, aun preservando la esfera propia del gobierno político y económico[47]. En contraste con esa política uniformadora desplegada sobre Aragón, Castilla conservaba la diversidad decantada por los siglos. Sutilmente, Santayana refleja este contraste cuando intenta una definición general de ayuntamiento:

“El Ayuntamiento, o Concejo en lo formal, es el congreso o Junta de las personas que lo componen. El número de las que lo forman, según la diversidad de los pueblos, es diverso. En los de Castilla y ciudades principales de ella, a más del corregidor, regidores, síndico procurador y escribanos, asisten a los Ayuntamientos y lo forman los sexmeros y procurador general de la tierra. En los pueblos cortos, y en los de la Corona Aragón, el Ayuntamiento o Concejo solo se compone de la Justicia, regidores, síndico general y escribano, o fiel de hechos. En los pueblos grandes el número de regidores es numeroso, en unos más que en otros. En las villas y aldeas no pasan de cuatro; en otros hay solo dos. En todos, un solo síndico. En algunos un alcalde; en los más dos. En todos se tendrá aquel número que por Ordenanza o costumbre está introducido”[48].

Privilegios, costumbres y ordenanzas locales integraban el patrimonio regulativo de cada cuerpo municipal. Alcaldes y regidores, veinticuatros, jurados, sexmeros, junto con procuradores, diputados, personeros, etc., componían concejos que podían presentarse con o sin división estamental, con oficios perpetuos y/o electivos, anuales o bianuales, designados por el propio cuerpo, o por insaculación, con eventual participación del rey o del señor jurisdiccional, o de ambos, según los casos, y su posterior confirmación. Siempre con cautelosa referencia a las particularidades locales, la doctrina es pródiga en la interpretación casuística de las calidades exigidas para ejercer los oficios, en la enumeración de las reglas generales sobre incompatibilidades por parentesco y estado, en la descripción de las normas relativas a los “huecos” preceptivos entre períodos de ejercicio, así como en los detalles relativos a los procedimientos de designación, aceptación y posesión de los oficios municipales. De suma relevancia resultan también las disposiciones sobre protocolos, precedentes y ceremoniales, en las que se refleja el orden de jerarquías, al igual que las normas relativas a los modos de sesionar, disposición de asientos, representación de la ciudad en actos públicos, reverencias debidas, etc.[49].

Los concejos designaban, además, un número variable de oficios destinados a afrontar las tareas propias del gobierno político y económico y, eventualmente también, las de la justicia ordinaria de primera instancia. Todos los nombramientos constituían potenciales fuentes de pleitos, dando lugar a una peculiar litigiosidad relativa a los oficios y prácticas electorales. Hacia la segunda mitad del siglo, una real cédula buscó poner orden general a estos procesos, destacando la importancia de “la uniformidad” para terminar con los inconvenientes derivados de que se hiciesen “elecciones de Oficiales de Justicia y Gobierno en distintos tiempos”, así como para “evitar las reiteradas quejas y recursos” que se seguían de las mismas. La disposición venía a generalizar una práctica habitual, exigiendo que las elecciones de oficios, tanto en el realengo como en señoríos, se realizaran preceptivamente el 1º de enero de cada año, comenzando por el de 1762[50]. Más allá del mensaje uniformador expresado en esta disposición, esos oficios tenían por misión atender toda una serie de funciones relacionadas con el ejercicio del gobierno político y económico, como potestad propia de cada municipio.

2. El gobierno político y económico: oficios y ordenanzas

“En el día de hoy –afirma Dou–, se puede decir, que lo que corresponde á ayuntamientos, se halla generalmente reducido á todo lo económico, y político” (sic). El enunciado parece transmitir un consenso de arribo con respecto al proceso de limitación del poder municipal, “reducido” a un ámbito que se diferenciaba de la justicia y del gobierno superior, propios de la jurisdicción del rey. En cualquier caso, la formulación presuponía un poder propio, como potestad consustancial del regimiento. En la peculiar sistemática de Dou, este cuerpo, “compuesto de los regidores, que son los padres de la patria”, resultaba asimilado a un “magistrado” ordinario, con jurisdicción puramente gubernativa, “para entender y gobernar todo quanto haya que hacer en la ciudad, ó lugar respectivo […]” (sic). La imagen de los regidores como padres de la patria, otro tropo habitual en la literatura jurídica, junto con el recurrente paralelismo entre gobierno de la ciudad (política) y el gobierno de la casa (económica), reforzaban la naturalización de la función tutelar asignada al regimiento, evocando su connotación propiamente doméstica, es decir, económica. Pese a que, en este contexto, esa noción se encontraba ya en tensión con la “gran economía” devenida en nacional o política, se entendía todavía que el gobierno político comprendía necesariamente también “lo económico”[51].

Para gobernar “todo cuanto haya que hacer en la ciudad”, como lo definía Dou, el concejo municipal ejercía una potestad estatutaria relativamente autónoma y se valía de una serie de oficios cuya designación era de su exclusiva competencia. Entre estos, Santayana distingue dos tipos diferentes: a) aquellos oficios que servían para “la administración y manejo” de los caudales de la población, sus propios y rentas, y b) aquellos que tenían por finalidad “la asistencia de los vecinos y moradores del pueblo”. Entre los primeros, incluía a procuradores de Cortes, comisarios de abastos, fieles, mayordomos, abogados y procuradores de ciudad, escribanos, contadores, etc. En la segunda categoría, a médicos, cirujanos, boticarios, maestro de gramática, guarda de monte y huerta, veedores y examinadores de oficios, etc. El nombramiento se hacía según el método establecido por ordenanza o costumbre del lugar. Con independencia del mecanismo de designación, la doctrina ponía énfasis en la libertad del regimiento, previniendo que, en estas elecciones, no debía “entrometerse el corregidor o alcalde para nombrar por sí, pues haciéndolo serán nulas”[52]. Los tribunales reales debían garantizar esta independencia del regimiento frente a corregidores o equivalentes en los procesos de designación[53]. Este amplio rango de oficios muestra las numerosas funciones asociadas al gobierno político y económico de los pueblos.

Dichas funciones implicaban también una potestad normativa que aparecía como atributo inherente del municipio. “No hay govierno sin leyes: son las Leyes el cimiento del Govierno. Por esta razón conservan los Pueblos la facultad de hazer Ordenanzas para su Govierno” (sic). A las alturas del siglo XVIII esta afirmación no resultaba problemática siempre que se dejase en claro que no se trataba del poder de hacer leyes generales, exclusivo del príncipe, sino de normas que “solo sirvan para el Govierno Político de los Pueblos” (sic). En este ámbito, los pueblos no solo estaban facultados, sino que estaban obligados a “hacer Ordenanzas para su régimen”, bajo supervisión del corregidor que solo tendría voto en caso de empate. Una amplia variedad de cuestiones podían ser objeto de dichas ordenanzas: elecciones, abastos, limpieza de calles, uso y ejercicio de oficios mecánicos, menestrales, caza y pesca y en general todas “las que se forman para la administración de las rentas y propios del pueblo, uso y goce de los bienes comunes, y cuantas conduzcan al bien común de los Pueblos dentro de los límites de una pura economía”[54].

En ese ámbito de pura economía se situaba el límite para un ejercicio relativamente autónomo de la potestad estatutaria. Y es que, al margen de aquel poder remanente, naturalmente asociado a los pueblos, las normas dictadas por el consejo podían asimilarse a una suerte de pacto familiar sobre necesidades y bienes comunes[55]. En esta clave, podía reconocerse en el siglo XVIII esta potestad estatutaria sin entrar en el problema teórico que suponía admitir que un cuerpo carente, en principio, de toda jurisdicción, pudiera hacer leyes[56]. Esta estrategia evitaba complicaciones teóricas, pero obliteraba la complejidad de un fenómeno que tenía raíces más profundas y manifestaciones muy activas todavía en la cultura jurídica, como la tradición foral –con su tematización constitucional dieciochesca– o el valor constante de la costumbre y los privilegios locales[57].

Más allá de la dificultad para delimitar un ámbito puramente económico, en el sentido señalado, las leyes reales reflejaban una tradición en la que la facultad de dictar ordenanzas se mostraba como potestad concurrente entre Corona y municipios y que, a lo largo de los siglos, acumulaba un prolífico campo de normatividad sobre las materias más diversas, sin que sea posible determinar un criterio de competencia material definitivo[58]. La referida concurrencia se materializaba en un deber de cooperación entre el oficial regio, corregidor o equivalente, y el concejo municipal, que debían actuar “copulativamente” en el procedimiento para reformar las antiguas ordenanzas, o promulgar y ejecutar las nuevas[59]. Además de velar por el puntual cumplimiento de las ordenanzas, el corregidor no podía “dexar de observar lo acordado en el ayuntamiento” (sic), salvo que fuese notoriamente injusto[60]. El derecho recopilado refirmaba la obligación de observar las ordenanzas y costumbres locales[61].

Aquella cooperación entre jurisdicción real y gobierno municipal se ponía en evidencia también en los actos de confirmación real. Tanto la designación de oficios como la promulgación de nuevas ordenanzas requerían confirmación del corregidor, de los señores jurisdiccionales o del Consejo real, según los casos. No se trataba, sin embargo, de instancias que habilitaran una posibilidad de intervención arbitraria, sino que en ellas se debía proceder según derecho. En la confirmación de las elecciones debía respetarse la decisión mayoritaria del cuerpo municipal a menos que hubiera habido una infracción notoria a las normas sobre calidades personales o condiciones de la elección, o hubiese existido algún motivo que comprometiera la tranquilidad pública. Para algunos autores, la confirmación, en caso de disputa, adquiría el carácter de una sentencia, con las consecuentes posibilidades recursivas[62]. La confirmación real ofrecía, además, un argumento excluyente para justificar la fuerza vinculante de las ordenanzas locales[63].

Si en principio se podía asumir que las ordenanzas que se limitaban a la esfera privativa del municipio no requerían confirmación real, en la práctica del siglo XVIII parecía imponerse el criterio de una rutinaria confirmación de todas las ordenanzas locales[64]. Aun confirmadas, si las ordenanzas causaban agravio a particulares, podían ser impugnadas (por vía de apelación, nulidad o simple querella) ante los tribunales superiores. La ley real, sin embargo, exigía prudencia a los tribunales antes de dictar providencias que suspendieran su ejecución. Según la misma norma, los tribunales podían ordenar a los corregidores que enviaran informes con las razones que habían motivado la medida impugnada, debiendo fallar una vez escuchadas las partes, atendiendo al bien común[65].

El referido procedimiento ofrece un testimonio más de aquella integración entre el oficial real y los oficiales municipales, traducida, en este caso, en una corresponsabilidad por las ordenanzas adoptadas en el ayuntamiento. En rigor, el oficial real era responsable, juntamente con el regimiento, de velar por todas las funciones vinculadas con el “bien común de la república”[66]. Aquella integración posibilitaba, además, la supervisión de unos municipios cada vez más exigidos en funciones que excedían el interés local, como alistamientos militares, control de extranjeros, persecución de vagos y gitanos, medidas de salud pública, etc.[67]. Una integración, en fin, entre justicia real y regimiento que resulta clave para comprender la inserción del municipio en el orden de la monarquía.

IV. Justicia y regimiento: municipio y jurisdicción ordinaria

El empeño de los juristas en recortar del gobierno político de los pueblos toda connotación propiamente jurisdiccional o contenciosa, calificando la potestad del concejo municipal como consultiva, “económica” o puramente “gubernativa”, reproducía y reafirmaba el esquema de la irrevocable transmisión del imperio al príncipe, dejando así incólume su imagen como fuente de toda jurisdicción. De este modo, todo acto que implicara un uso legítimo de la coacción, o que significara dirimir controversias con conocimiento de causa por medio de procedimientos judiciales, requería, en principio, la intervención de un representante del titular último de la jurisdicción. El discurso jurídico reforzaba así el papel de los oficiales del rey en los territorios, asociando indisolublemente la figura del corregidor al gobierno de las ciudades, trazando un paralelismo entre la relación del rey y sus consejos con la del corregidor y el regimiento[68].

La fórmula copulativa “justicia y regimiento” que integraba el núcleo conceptual del gobierno municipal, parecía remitir así a un punto de intersección de potestades, unas jurisdiccionales derivadas del titular jurisdiccional, otras puramente gubernativas consustanciales a la gestión doméstica del regimiento. Bajo dicha fórmula, la figura del corregidor quedaba incluida en la definición de ayuntamiento, aunque hubiera todavía lugar para otro tipo de justicia que era propia de los pueblos[69]. Por otra parte, si los regidores aparecían como cabeza del pueblo, el corregidor solía identificarse como cabeza del ayuntamiento, no siendo infrecuente verle también designado como “padre de la república”, asumiendo una posición parental análoga a la que ostentaba el rey con relación al reino[70]. Tan integrado se pensaba el oficial real dentro del concejo municipal que, según Castillo de Bobadilla, uno y otro debían actuar como si formaran un “cuerpo indiviso, del qual aunque sea la cabeça el Corregidor, no puede estar sin los miembros, que son los Regidores [...]”[71] (sic).

Destaquemos entonces dos premisas que se derivan de lo anterior. Por un lado, en el cuadro expositivo de los juristas, la función propiamente jurisdiccional, con potestad de mero mixto imperio, se presenta casi inexorablemente vinculada al oficial del rey (o su equivalente en ámbito señorial). Por otro lado, sin embargo, con independencia del origen de su oficio, dicho oficial se piensa estrechamente integrado en el ayuntamiento que preside. Este segundo aspecto conduce a matizar la imagen de los corregidores como instrumentos al servicio exclusivo de la intervención regia o de los procesos de centralización. Por su juramento, por ejemplo, los corregidores estaban obligados a guardar tanto el servicio del rey como “el bien común de la tierra que llevan a su cargo”[72]. En función de este deber, no resultaría extraño que se presentaran en la Corte para peticionar en nombre de sus ciudades, algo que la Corona intentó prohibir tempranamente[73]. El estatuto disciplinario inspirado en el arquetipo del iudexperfectus que pretendía aislar al oficial regio del entorno social para preservar su neutralidad, no impediría que, muchas veces, los corregidores se plegaran a los intereses del concejo ciudadano que presidían[74]. Por lo tanto, la relación entre corregidor y municipio no puede reducirse al simple papel de intervención y control regio, sino que se comprende mejor a la luz de la mutua responsabilidad que el rey y las ciudades asumían con respecto al bien común de los respectivos pueblos y del reino en general.

En igual sentido, la relación entre jurisdicción y municipio resultaba más compleja de lo que suele considerarse. Si en el plano teórico el príncipe era indiscutiblemente fuente de toda jurisdicción, en el terreno de las prácticas el panorama ofrecía una variedad de matices derivada de las potestades jurisdiccionales conservadas o adquiridas por muchos municipios señoriales o de realengo. La diversidad que caracterizaba a los gobiernos municipales tenía su correlato en la definición de las justicias ordinarias de primera instancia. Aquí también la cultura jurídica mostraba toda su ductilidad para conciliar esa diversidad con el principio unificador de la supremacía jurisdiccional del príncipe, apelando, como siempre, a las nociones de privilegio, costumbre inmemorial, o tolerancia[75]. De manera que, aun dentro del realengo, la pregunta acerca de quiénes ejercían la jurisdicción ordinaria en primera instancia no podía responderse, sin más, apelando al entramado de los oficios de designación real, como parecían pretenderlo los juristas de la temprana modernidad[76].

La literatura procesal del siglo XVIII nos ofrece una descripción que no se condice con aquella imagen. En sus Instituciones sobre los juicios civiles, el Conde de la Cañada se plantea la cuestión sobre la diferencia entre la recusación del juez ordinario y la del delegado, afirmando que, según las Partidas, el primero está siempre libre de sospecha por haber sido escogido y puesto por el Rey. Sin embargo, inmediatamente después, advierte: “Es muy crecido el número de los Jueces ordinarios que exercen jurisdiccion en estos reynos sin que hayan merecido aprobación, ni tengan nombramiento de S. M., ni éste noticia de sus personas, de su literatura, ni de sus costumbres, por ser nombrados por los dueños particulares de los pueblos y de su jurisdicción, y otros elegidos por los mismos pueblos […]”[77]. Una descripción tangencial como esta nos muestra un panorama de las primeras instancias en el que una noción de uniformidad ni siquiera cabe en la esfera de la justicia ordinaria.

Una gran parte de la jurisdicción de primera instancia se definía en el orden local, con relativa independencia de los aparatos de la jurisdicción regia. Una justicia local que debía acoplarse a estos mediante vías recursivas y procedimientos de control, pero cuya razón de ser respondía a unas claves de tinte foral y corporativo que seguían activas a finales del antiguo régimen y que resultaban tan propias de los municipios como su gobierno político y económico. “Tomándose las cosas desde su principio […] –afirma Dou–, debemos considerar en cada poblacion un magistrado, á quien comúnmente llamamos en España alcalde ordinario: en Cataluña se le suele llamar bayle” (sic). El jurista catalán cumple en advertirnos que el nombramiento de los magistrados corresponde “a la suprema potestad”. Sin embargo, tras enumerar una larga serie de exenciones y privilegios, el principio de partida parecía quedar finalmente invertido, apareciendo la potestad del príncipe en un lugar subsidiario: “[…] donde no hay el indicado privilegio, ó costumbre, el nombramiento es de S. M.”[78] (sic).

Más allá de las diferencias en las formas de designación, importa visibilizar esta relación entre justicia y municipio. Después de advertir que la jurisdicción del corregidor y del alcalde mayor no se extiende a todas las poblaciones del partido, y sin perjuicio de reconocerles “una especie de supervisión”, Dou vuelve a señalar que las “villas en Castillas, y en Cataluña, no solo las villas sino también casi todos los lugares, tienen juez ordinario, distinto e independiente del corregidor, y alcalde mayor en la administración de justicia”[79]. Una justicia, la ejercida por los alcaldes ordinarios, cuya competencia variaba en función de los privilegios de cada ciudad, no pudiendo establecerse por ello una regla general[80]. Por ello se aconsejaba a los alcaldes ordinarios que, antes de iniciar su cargo, se instruyesen debidamente sobre el alcance específico de su jurisdicción, acudiendo a los privilegios guardados en el archivo de la ciudad[81].

Pero las relaciones entre justicia y municipio no se agotaban en la figura de los alcaldes ordinarios. El regimiento conservaba una difusa serie de funciones jurisdiccionales; el regidor decano era el reemplazante natural de la justicia ordinaria; los regidores intervenían eventualmente como jueces acompañados ante la recusación de los ordinarios y conformaban una instancia de apelación para las causas civiles de menor cuantía, allí donde esta práctica seguía vigente[82]. Incluso, a partir de varias leyes recopiladas, la doctrina reconocía en el regimiento una capacidad para actuar con jurisdicción en diversas circunstancias, tanto para acudir en ayuda de los jueces, ante asondas o caballeros poderosos, como para resistir decisiones notoriamente injustas, o que pusieran arbitrariamente en peligro la vida algún inocente[83]. Se trataba, por cierto, de doctrinas delicadas y aun desaconsejadas, pero bien presentes en el universo jurídico y con una operatividad que, a juzgar por algunos testimonios, se proyectaría incluso más allá de la crisis imperial[84].

Por último, el municipio constituía la forma más arraigada para identificar el ámbito territorial de la jurisdicción ordinaria de primera instancia. Todavía a comienzos del siglo XIX, el célebre diccionario de Escriche definía al territorio como el “sitio o espacio que está comprendido dentro de los términos de una ciudad, villa o lugar […] y el circuito, término o extensión que comprende la jurisdicción ordinaria”[85]. La definición seguía reflejando la íntima relación que el derecho común había teorizado entre comunidad, territorio y jurisdicción[86]. Solo desde esta perspectiva se comprende que una obra dedicada expresamente a “tratar de los juicios”, comenzara su andadura con la definición de ayuntamiento y dedicara sus tres primeros apartados al gobierno municipal y a la elección de los oficios de república, para abordar después el concepto de jurisdicción[87].

De alguna manera, a pesar del carácter irrevocable de la traslatioimperii, una de sus premisas implícitas, la que naturalizaba la relación originaria entre pueblo y jurisdicción, parecía mantener un constante valor latente y permitía explicar toda una serie de prácticas sedimentadas a lo largo de los siglos. Todavía al final del siglo XVIII, Dou recordaba que los corregidores, en su origen, habían sido magistrados “extraordinarios”, para justificar así por qué en muchos lugares su jurisdicción estaba acotada al distrito de la ciudad cabecera del partido y no se extendía a los demás pueblos. Sobre la misma base, Vizcaíno Pérez podía sostener que “esta jurisdicción de los Pueblos es ordinaria y más antigua que la de todos los Magistrados”[88]. Aquella valencia implícita, por fin, permitía afirmar, como lo hacía Santayana, según vimos, que “aun, fuera de costumbre o privilegio, hay casos en que compete a los pueblos la facultad de nombrarse jueces que les gobiernen, como es, si el Príncipe no los nombrase, o si el corregidor muriese […]”[89]. Se trataba así de un vínculo esencial entre comunidad, territorio y justicia que se materializaba institucionalmente en cada municipio y que tendría incluso una singular proyección en el diseño gaditano de las justicias inferiores[90].

V. Reflexiones finales. Municipio y constitución tradicional

En enero de 1809 un conjunto de repúblicas de indios se congregó en la ciudad de Huexocingo (Nueva España) para la jura del rey. Con las debidas formalidades del caso, el juramento se hizo por “las Españas, por México y por Huexocingo”. El episodio fue evocado por Guerra, junto con muchos otros testimonios peninsulares de similar tenor, para ilustrar cómo la estructura profunda de la Monarquía aparecía todavía integrada, hasta el final del antiguo régimen, por una “pirámide de pertenencias” en cuya base estaban “los pueblos y ciudades”, luego los antiguos reinos y, a través de ellos, la Monarquía. Pero esa pluralidad social y política convivía para entonces también, agregaba Guerra, con un imaginario absolutista y un sentimiento “afectivo y patriótico” profundamente unitario[91]. En la perspectiva de los estudios históricos de la administración, esa dualidad entre un imaginario absolutista y una pluralidad de identidades locales fue a menudo leída en clave de antagonismo radical, presumiendo una tensión inconciliable entre poder central y poderes periféricos, con la consecuente reducción del municipio a la condición de “organismo de la administración real de carácter subalterno” muy alejado de las “autonomías locales bajomedievales”[92]. Sin embargo, como hemos visto, otra lectura es posible si se atiende a las lógicas que, dentro de la matriz jurisdiccional, regían el orden de relaciones entre corona y municipios. La literatura jurídica aquí analizada permite constatar este punto de vista.

Con todo, resulta indudable que aquel imaginario absolutista, y la vocación uniformadora expresada por la nueva dinastía, tensionaron en diversas ocasiones los consensos tradicionales[93]. Es necesario tener en cuenta, además, que muchos desarrollos culturales propios del siglo se orientaban también en sentido convergente con esa aspiración de unidad. Así, se ha sostenido que, en ese contexto, la idea de ciudad como comunidad perfecta perdía fuerza frente al nuevo valor legitimante de una economía –ahora– “política” y frente a una noción general de policía que se proyectaban sobre todo el espacio de la monarquía[94]. La “policía de los pueblos” constituía, en efecto, un ámbito competencial en el que convergían diferentes instituciones, desde la Sala de Gobierno del Consejo Real hasta los alcaldes de barrio, pasando por las audiencias, superintendencias de partido y, naturalmente, corregidores y ayuntamientos[95].

Sobre esos mismos argumentos, la exaltación de la imagen paternal del monarca permitía justificar medidas político-económicas y de policía que alcanzaban ámbitos hasta entonces privativos de aquellos otros padres de la patria que ejercían los oficios del gobierno en sus respectivas repúblicas. En este terreno, a su vez, la práctica de ejercer estos cargos como primer paso para acceder a una cada vez más densa red de oficios regios, así como el ausentismo a las sesiones de los concejos y la progresiva desvalorización de los regimientos perpetuos, constituyen otros tantos elementos de juicio que han abonado la habitual imagen de decadencia municipal durante este siglo. Incluso, en esa atmósfera cultural tan propia del siglo XVIII, signada por las heridas de la guerra de sucesión y el estímulo de los debates histórico-constitucionales, el recuerdo de la derrota comunera en Villalar emergía como ícono del comienzo del fin de las libertades municipales, un argumento reproducido por los publicistas liberales y con una prologada proyección en la historiografía contemporánea[96].

Aun así, a pesar de las innegables manifestaciones prácticas de aquel imaginario absolutista y de la creciente intervención de la monarquía en ámbitos de poder local, especialmente en materia patrimonial y fiscal, no se llegaron a producir, como nos dice la historiografía, cambios sustanciales en el régimen municipal ni en el dominio de las oligarquías[97]. Cabría preguntarse hasta qué punto era posible si quiera plantearse un cambio más profundo. Como sostuvo Fortea Pérez para los siglos precedentes, si las intervenciones regias en la vida política concejil fueron evidentes y reiteradas, resulta discutible determinar cuáles fueron los objetivos de esas acciones[98]. Lo mismo vale, a nuestro juicio, para el siglo XVIII y para la ambigua relación entre absolutismo, poderes corporativos y constitución tradicional[99]. Posiblemente, la reducción a la unidad de aquella pluralidad de potestades, oficios y funciones –gubernativas y jurisdiccionales–, propias del gobierno de los pueblos, estuviera más allá de los objetivos pensables dentro de la cultura jurídica de la monarquía. Las repúblicas municipales, como expresión de una concepción naturalizada y corporativa de la sociedad, desempeñaban todavía en el siglo XVIII un papel tan esencial en la constitución tradicional, como el principio de la desigualdad civil que sostenía el inveterado orden estamental[100]. A lo largo de estas páginas hemos procurado caracterizar los rasgos esenciales que el discurso jurídico hispano del siglo XVIII atribuía al orden de esas repúblicas en el seno de la Monarquía católica.

Material suplementario
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Santayana Bustillo, L. (1742). Gobierno político de los pueblos de España. Francisco Moreno.
Santayana Bustillo, L. (1745). Los magistrados, y tribunales de España. Imprenta del Rey.
Schaub, J. F. (1998). El pasado republicano del espacio público. En Guerra, F. X. et al. Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX. Fondo de Cultura Económica, 27-53.
Notas
Notas
Notas [1] Domínguez Ortiz, A. (2005a). Autonomía municipal y centralismo borbónico. En Domínguez Ortiz, A. En torno al municipio de la Edad Moderna. Centro de Estudios Municipales y de Cooperación Internacional, 69-91, 85.

[2] Domínguez Ortiz, A. (2005b). Poder estatal y poder municipal en Castilla bajo los Austrias. En Domínguez Ortiz, A. En torno al municipio de la Edad Moderna. Centro de Estudios Municipales y de Cooperación Internacional, 47-66, 47.

[3] Un balance en Agüero, A. (2013). Ciudad y poder político en el antiguo régimen. La tradición castellana. En Tau Anzoátegui, V. y Agüero, A. El derecho local en la periferia de la monarquía hispana. Río de la Plata, Tucumán y Cuyo. Siglos XVI-VIII. INHIDE, 121-184.

[4] Para “gobierno sin estado”, Lempérière, A. (2013). Entre Dios y el rey: la república. La ciudad de México de los siglos XVI al XIX. Fondo de Cultura Económica, 72-116; la noción de “autotutela corporativa” en Clavero, B. (1995b). Tutela administrativa o diálogos con Tocqueville (a propósito de Une et indivisible de Mannoni, Sovrano tutore de Mannori y un curso mío). Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, 24, 419-465, 423 ss. Fortea Pérez, J. I. (1991). Poder real y poder municipal en Castilla en el siglo XVI. En Reyna Pastor et al. Estructuras y formas de poder en la historia. Universidad de Salamanca, 117-142, 119.

[5] Domínguez Ortiz, A. (2005a). Ob. cit., 69; sobre esas definiciones, Portillo Valdés, J. M. (2000). Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 14.

[6] Sobre la persistencia de dicha estructura a pesar de los intentos ilustrados, Elliott, J. H. (2002). Una Europa de Monarquías Compuestas. España en Europa. Estudios de Historia Comparada. Universidad de Valencia, 65-91. Un balance sobre la noción de monarquía compuesta, en Gloël, M. (2014). La formación de la monarquía hispánica como monarquía compuesta. Revista Chilena de Estudios Medievales, 6, 11-28.

[7] Schaub, J. F. (1998). El pasado republicano del espacio público. En Guerra, F. X. et al. Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX. Fondo de Cultura Económica, 27-53; Clavero, B. (2013). Antropología del sujeto de derechos en Cádiz. Revista Española de la Función Consultiva, 19, 99-128.

[8] Novísima Recopilación (1805), 7, 4, 1; Recopilación (1723), 7, 2, 1. La disposición remitía, en primer lugar, a las Cortes de Valladolid de 1325.

[9] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Instituciones del Derecho público general de España con noticias del particular de Cataluña y de las principales reglas de gobierno en cualquier estado. T. 1. Benito García, 9 vols., 8-9.

[10] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit., 214.

[11] Kantorowicz, E. H. (1985). Los dos cuerpos del Rey. Un estudio de teología política medieval. Alianza, 202-204; Clavero, B. (1995a). Sevilla, Concejo y Audiencia: invitación a sus ordenanzas de justicia. Ordenanzas de la Real Audiencia de Sevilla. Ed. Facsímil. Universidad de Sevilla, 5-95, 25.

[12] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit., 216. La referencia a la familia en T. 1, 13.

[13] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit., 217. Sobre la función constitutiva de aquel axioma romano, Hespanha, A. M. (1990). Dignitas Nunquam Moritur. On a durabilidade do poder no Antigo Regime. En Iglesia Ferreirós, A. et al. (eds.). Centralismo y autonomismo en los siglos XVI-XVII. Homenaje al Profesor Jesús Lalinde Abadía. Universitat, 445-455.

[14] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit., 18.

[15] Tomás y Valiente, F. (1979). “Estudio preliminar” a Lorenzo de Santayana Bustillo. Gobierno político de los pueblos de España, y el corregidor, alcalde y juez en ellos. Instituto de Estudios de Administración Local, IX-XLVI, XXIX.

[16] Carta del Duque de Frías al autor, en Santayana Bustillo, L. (1742). Gobierno político de los pueblos de España. Francisco Moreno, s/n.

[17] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 1. Véase Clavero, B. (1995b). Ob. cit., 433 ss.

[18] Castillo de Bobadilla, J. ([1597] 1759). Política para corregidores y señores de vasallos, en tiempo de paz, y de guerra. T. 1. Joachin Ibarra, 1-13. Sobre la inspiración de Santayana en Castillo de Bobadilla, véase Tomás y Valiente, F. (1979). Ob. cit., XXI-XXII.

[19] López Nevot, J. A. (2000). De Curia Pisana: literatura jurídica y regidores municipales. En Alvarado, Javier (ed.). Historia de la literatura jurídica en la España del Antiguo Régimen. Marcial Pons, I, 473-498; Coronas González, S. M. (2007). Hevia Bolaños y la Curia Philippica. Anuario de historia del derecho español, 77, 77-93, 77, 91; Agüero, A. y Andrés Santos, F. (2017). Republicanismo y tradición jurídica en los albores de la independencia: la significación americana del Tratado de los Oficiales de la República de Antonio Fernández de Otero. Actas del XIX Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano-Berlín 2016. Dykinson, 329-357, 328; González Alonso, B. (1981). Jerónimo Castillo de Bobadilla y la “Política para corregidores y señores de vasallos” (1597). En González Alonso, B. Sobre el Estado y la Administración de la Corona de Castilla en el Antiguo Régimen. Siglo XXI, 134-136; Tomás y Valiente, F. (1979). Ob. cit., XXI-XXIX.

[20] Lempérière, A. (2013). Ob. cit., 75-76.

[21] Elizondo, F. A. (1784). Práctica Universal Forense de los Tribunales Superiores e Inferiores de España y de las Indias. T. III. 2ª ed. Joachin Ibarra, 280.

[22] Sobre el término república, Fuentes, J. F. (2009). República-España. En Fernández de Sebastián, J. (Dir.). Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1321-1331; Lomné, G. (2009). De la “república” y otras repúblicas: La regeneración de un concepto. En Fernández de Sebastián, J. (Dir.). Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1253-1269. Véase también Portillo, J. M. (2000). Ob. cit., 54.

[23] Vizcaíno Pérez, V. (1796). Tratado de la jurisdicción ordinaria. 3ª imp. Viuda de Ibarra, VI.

[24] Ibáñez de la Rentería, J. A. (1790). Discursos que presentó á la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País en sus Juntas generales de los años de 1780, 81 y 83. Pantaleón Aznar, 180-181.

[25] Domínguez Ortiz, A. (2005a). Ob. cit., 69.

[26] Adaptando aquí la propuesta de Clavero, B. (1986). Tantas personas como estados: por una antropología política de la historia europea. Tecnos.

[27] Rodríguez de Pisa, J. (1587). Tractatus de Curia Pisana con adiciones de Alfonso de Acevedo. Ioannem & Andraeam Renaut, 66.

[28] Pio, B. (2011). Considerazioni sulla “lex regia de imperio” (secoli XI-XIII). En Pio, B. (ed.). Scritti di storia medievale offerti a Maria Consiglia De Matteis. Fondazione CISAM, 573-599; Costa, P. (2002). Iurisdictio. Semantica del potere nella pubblicistica medievale. 2ª ed. Giuffrè, 192-194; Vallejo, J. (1992). Ruda equidad, ley consumada concepción de la potestad normativa (1250-1350). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 56-65.

[29] Rodríguez de Pisa, J. (1587). Ob. cit., 1; Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit., T. 2, 140; Hevia Bolaños, J. (1790). Curia Philípica. T. 1. Ramón Ruiz-Ulloa, 2-3.

[30] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 1-2.

[31] Recopilación, ley 53, tít. 5, lib. 2

[32] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 48; Clavero, B. (1995b). Ob. cit., 432 ss.

[33] Un ejemplo del uso literal de argumento, en 1779, por la ciudad de México, en Sánchez de Tagle, E. (2019). Del gobierno y su tutela. La reforma a las haciendas locales del siglo XVIII y el cabildo de México. Instituto Nacional de Antropología e Historia, 25.

[34] L. Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 47.

[35] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 3, 236; Clavero, B. (1995b). Ob. cit., 436.

[36] Costa, P. (2004). El problema de la representación política: una perspectiva histórica. Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 8, 15-61, 17-21.

[37] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 9.

[38] Recopilación (1723), 7, 2, 5 y 7, 3, 1; Novísima Recopilación (1805), 7, 5, 1.

[39] Hevia Bolaños, J. (1790). Ob. cit. T. 1, 3.

[40] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 146.

[41] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 153.

[42] Novísima Recopilación, 7, 3, 1 y 7, 2, 4.

[43] Véanse las consideraciones al respecto en la Cédula de 1767 para las nuevas poblaciones de Sierra Morena. Novísima Recopilación, 7, 22, 3, §14.

[44] Garriga, C. (2018). Comunidad v. pueblo. Las elecciones de diputados del común en el Señorío de Vizcaya (1766-1808). Iura Vasconiae, 15, 295-353, 304.

[45] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 199-200. El autor aborda el tema de síndicos, personeros y diputados en el T. 3, 238 ss., referido a “las personas destinadas al cuidado de la economía”.

[46] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 12-13.

[47] Fernández Albaladejo, P. (1992). Fragmentos de Monarquía. Trabajos de Historia Política. Alianza, 370-372.

[48] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 8-9.

[49] Cfr. Hevia Bolaños, J. (1790). Ob. cit. T. 1, 8 ss.; Elizondo, F. A. (1784). Ob. cit. T. III, 260 ss. En materia de elecciones de oficios, la referencia común era Fernández de Otero, Agüero, A. y Andrés Santos, F. (2017). Ob. cit., 329-357.

[50] Novísima Recopilación (1805), 7, 4, 10.

[51] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 206-207.

[52] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 20-22.

[53] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 153-154.

[54] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 39-41.

[55] Mannori, L y Sordi, B. (2001). Storia del diritto amministrativo. Laterza, 27-28.

[56] Cfr. Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 184-190; Villadiego, A. (1747). Instrucción política y práctica judicial. S.d., 184-185.

[57] Portillo, J. M. (1991). Monarquía y Gobierno Provincial. Poder y Constitución en las Provincias Vascas, 1766-1808. Centro de Estudios Constitucionales, 57-90; Clavero, B. (1982). El Código y el Fuero. De la cuestión regional en la España contemporánea. Siglo XXI, 59-60. Sobre la costumbre, aunque centrado en la experiencia americana, sigue siendo fundamental Tau Anzoátegui, V. (2001). El poder de la costumbre: estudios sobre el derecho consuetudinario en América hispana hasta la emancipación. Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho.

[58] Corral García, E. (1988). Ordenanzas de los concejos castellanos. Formación, contenidos y manifestaciones (siglos XIII-XVIII). Diario de Burgos, 37-44; Ladero Quesada, M. A. (1998). Las ordenanzas locales. Siglos XIII-XVIII. La España Medieval, 21, 293-337, 301-305; 312-316.

[59] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 185.

[60] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 208; Novísima Recopilación, 7, 3, 1.

[61] Novísima Recopilación, 7, 3, 1.

[62] Fernández de Otero, A. (1732). Tractatus de Officialibus Reipublicae. Fratres de Tournes, 41.

[63] Mannori, L. y Sordi, B. (2001). Ob. cit., 27.

[64] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 43.

[65] Novísima Recopilación, 7, 3, 5.

[66] Villadiego, A. (1747). Ob. cit., 188; véase también Guardiola y Sáez, L. (1785). El corregidor perfecto. Librería de Alfonso, 126 y 132 ss.

[67] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 209 ss.

[68] Cfr. Fortea Pérez, J. I. (2000). Principios de gobierno urbano en la Castilla del siglo XVI. En Martínez Ruiz, E. (coord.). Madrid, Felipe II y las ciudades de la monarquía. Actas, v. 1, 261-308, 262.

[69] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 2.

[70] Guardiola y Sáez, L. (1785). Ob. cit., 129.

[71] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 131. Sobre la integración del oficial regio en el cuerpo capitular, B. Clavero (1955a). Ob. cit., 58, 77.

[72] Novísima Recopilación, 7, 11, 3.

[73] Íd., 7, 11, 10.

[74] Cfr. Kagan, R. (1991). Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700. Junta de Castilla y León, 217. Sobre el estatuto del iudex inferior, Garriga, C. (2004). “Estudio Preliminar” a la edición facsímil de Alejo Salgado Correa. Libro nombrado Regimiento de Juezez. Consejo General del Poder Judicial, 5-46.

[75] Agüero, A. (2013). Ob. cit., 143-144.

[76] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 1, 17.

[77] Acedo Rico, J. (1794). Instituciones prácticas de los juicios civiles. T. 1. 2ª ed. Benito Cano, 554-555.

[78] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 103-105.

[79] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 134.

[80] Martínez, M. S. (1791-1796). Librería de jueces [1763]. T. IV. Séptima impresión con adiciones. Imprenta de Benito Cano, 33; Santayana Bustillo, L. (1745). Los magistrados, y tribunales de España. Imprenta del Rey, 291-296; Guardiola y Sáez, L. (1785). Ob. cit., 46.

[81] Vizcaíno Pérez, V. (1796), Ob. cit., 83; J. Berní y Catalá, J. (1763). Instrucción de Alcaldes Ordinarios. Tercera impresión. Joseph Thomàs Lucas, 2 ss.

[82] Elizondo, F. A. (1784). Ob. cit. T. III, 263; Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 115-118.

[83] Castillo de Bobadilla, J. (1759). Ob. cit. T. 2, 173-175; Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 45. Entre las leyes más características de este punto, véase Recopilación (1723), 8, 15, 4; 8, 16, 4 y 8, 22, 6.

[84] Agüero, A. (2016). Entre privilegios corporativos y derechos del hombre: Sobre el lenguaje jurídico de la revolución, a propósito de las elecciones capitulares en Córdoba, 1814. Revista de Historia del Derecho, 51, 1-16, 11-13.

[85] Escriche, J. (1838). Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense. J. Ferrer de Orga, 647.

[86] Hespanha, A. M. (1993), La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna. Centro de Estudios Constitucionales, 114 ss.

[87] Hevia Bolaños, J. (1790). Ob. cit. T. 1, 1-25.

[88] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 2, 134; Vizcaíno Pérez, V. (1796). Ob. cit., 16-17.

[89] Santayana Bustillo, L. (1742). Ob. cit., 13.

[90] Martínez Pérez, F. (1999). Entre confianza y responsabilidad. La justicia del primer constitucionalismo español (1810-1823). Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 428-448.

[91] Guerra, F. X. (1992). Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. Mapfre, 157-159.

[92] Tomás y Valiente (1979). Ob. cit., XXXII- XXXIII.

[93] Lorente, M. (2021). Leyes fundamentales y representación regnícola en el ocaso de la Monarquía Española. Revista de Historia del Derecho, 61, 1-52.

[94] Fortea Pérez, J. I. (2009). La ciudad y el fenómeno urbano en la España de la Ilustración. En Fernández Cortizo, C.; Migués Rodríguez, V. M. y Presedo Garazo, A. (eds.). El mundo urbano en el siglo de la Ilustración. Xunta de Galicia, 59-93, 82-86.

[95] Dou y de Bassols, R. L. (1800-1803). Ob. cit. T. 3, 342.

[96] Guillamón Álvarez, F. J. y Muñoz Rodríguez, J. D. (2006). Guerra, lealtad y poder: el origen del municipio castellano de la ilustración. Revista de Historia Moderna, 32, 111-132, 128-129; Agüero, A. (2013). Ob. cit., 124-128.

[97] Guillamón Álvarez, F. J. (1988-1990). Algunos presupuestos metodológicos para el estudio de la administración: el régimen municipal en el siglo XVIII. Revista de historia moderna: Anales de la Universidad de Alicante, 8-9, 59-74, 62.

[98] Fortea Pérez, J. I. (2004). Corona de Castilla-Corona de Aragón. Convergencias y divergencias de dos modelos de organización municipal en los siglos XVI y XVII. Mélanges de la Casa de Velázquez, 34-2, 17-57, 44.

[99] En este sentido, Fernández Albaladejo, P. (1990). El Absolutismo frente a la Constitución Tradicional. Historia Contemporánea, 4, 15-30.

[100] Agüero, A. (2021). La antigua constitución y la constitución tradicional en la Monarquía hispana del siglo XVIII. Almanack, 28, 1-43.

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