LA RELIGIÓN EN LOS DISCURSOS DE LA PRIMERA DÉCADA DE TITO LIVIO DE NICOLÁS MAQUIAVELO
Franco Castorina*
Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG) – Universidad de Buenos Aires / CONICET
* fpcastorina@gmail.com
Recibido: 21 de septiembre de 2021
Aceptado: 23 de febrero de 2022
DOI: 10.46553/colec.33.1.2022.p189-227
Resumen: Este trabajo busca reconstruir el modo en que Maquiavelo tematiza la cuestión de la religión con un doble fin: 1. observar qué rol cumple la religión y qué relación guarda con la política; 2. identificar los sentidos de religión presentes en su obra con el propósito de desmontar la suposición de que ella constituye un simple instrumento del que los grandes disponen para dominar sobre un pueblo pasivo. Para realizar esto, dividiremos nuestra exposición en dos partes. La primera reconstruye el análisis que Maquiavelo dedica a la religión romana entre los capítulos 11 a 15 de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. La segunda restituye la caracterización del cristianismo y su comparación con la religión pagana romana. Allí constataremos el tipo de efectos que una y otra religión promueven en el pueblo, que deriva en dos tipos diversos de establecimiento del vínculo político entre grandes y pueblo.
Palabras clave: Maquiavelo; religión; paganismo; cristianismo; vínculo político
RELIGION IN THE DISCOURSES ON THE FIRST DECADE OF TITUS LIVY, BY NICCOLÒ MACHIAVELLI
Abstract: This paper seeks to reconstruct the way in which Machiavelli thematizes the question of religion with a double aim: 1. to observe what role religion plays and what relationship it has with politics; 2. to identify the meanings of religion present in his work in order to dismantle the assumption that it is merely an instrument that the great have at their disposal to dominate over a passive people. To do this, we will divide our exposition into two parts. The first reconstructs Machiavelli's analysis of Roman religion from chapters 11 to 15 of the Discourse on the First Decade of Titus Livy. The second part restores the characterization of Christianity and its comparison with Roman pagan religion. There we will note the type of effects that one religion and the other promote in the people, which leads to two different types of establishment of the political link between the great and the people.
Keywords: Machiavelli; Religion; Paganism; Christianity; Political Link
I. Introducción
Pese a que ya nos separan casi 500 años de la publicación de sus dos obras más importantes, el pensamiento de Nicolás Maquiavelo no ha cesado de ser objeto de las más dispares y heterogéneas interpretaciones y de las más vivaces polémicas. Tan grande es su celebridad que, como reza el epitafio inscripto en su tumba en la Basilica di Santa Croce, "ningún elogio es adecuado a tanta fama"[1]. Sin embargo, el reconocimiento del que hoy goza Maquiavelo es el resultado de siglos de encendidas controversias que hicieron de su nombre una leyenda.
Desde la aparición de sus obras, la recepción de su obra ha oscilado entre el estupor horrorizado y el elogio y la admiración. A un primer período caracterizado por un sentimiento de repudio y rechazo, cuya máxima expresión toma forma bajo el antimaquiavelismo de los siglos XVI y XVII[2], le sucede una paulatina aceptación y reivindicación de la obra del autor florentino, en especial de la mano de los filósofos románticos e idealistas alemanes de los siglos XVIII y XIX, Herder, Fichte y Hegel. Ya entrado el siglo XX, el estudio de la obra de Maquiavelo alcanzará una amplitud incalculable, siendo foco de atención de autores de calibre tales como Hannah Arendt, Carl Schmitt, Leo Strauss, Maurice Merleau-Ponty, Claude Lefort y Louis Althusser. Y, también, el análisis de su obra ganará vuelo en cuanto a riqueza analítica, aproximación metodológica y precisión hermenéutica, gracias a la tarea de eminentes intérpretes como Quentin Skinner, John Pocock, Gennaro Sasso, Giorgio Inglese y Mario Martelli[3].
Así, la amplia gama de estudios maquiavelianos dibuja un cuadro complejo y policromático, en el cual ningún asunto parece quedar inexplorado. Sin embargo, dentro de esta vasta bibliografía, la cuestión de la religión en la obra de Maquiavelo ha sido un tema más bien marginal. Posiblemente debamos a Leo Strauss la revitalización de esta temática, quien, en su obra señera Thoughts on Machiavelli (1958), recalca la importancia que posee la religión en la obra del florentino. Esta senda de lectura fue continuada luego por estudios más sistemáticos y pormenorizados, como los de Marcia Colish (1999), Emanuele Cutinelli-Rèndina (1999; 2014), Marco Geuna (2013), Miguel Ángel Granada (1988), John Najemy (1999), Vickie Sullivan (1993) y Alberto Tenenti (1969). Por su parte, el estudio pionero de Ronald Beiner (1993) acerca de la religión civil en Maquiavelo motivó la aparición, en el ámbito académico latinoamericano, de los trabajos de Roberto García Jurado (2012) y de Eugenia Mattei y Gabriela Rodríguez Rial (2017). Este último, además, se destaca por reconocer en la obra de Maquiavelo algunas definiciones del término religión que van más allá de la restringida noción de religión civil. Por último, no hay que olvidar los aportes que en la materia ha llevado adelante Agustín Volco (2014; 2016), quien ha procurado esclarecer el rol de la religión en la obra de Maquiavelo a la luz del caso de la religión romana.
Con todo, a pesar de los escasos trabajos dedicados a la cuestión de la religión y a su relación con la política en los escritos de Maquiavelo, es posible identificar dos conjuntos de lecturas al respecto. La primera de ellas, a la cual denominamos "interpretación tradicional" debido a su carácter predominante, encabezada por autores como Hebert Butterfield (1940), Leo Olschki (1945) y Jacques Maritan (1942), afirma que la religión carece de relevancia en el pensamiento maquiaveliano, a quien acusan de haber separado de forma definitiva la religión de la política. Para estos autores, que no dudan en caracterizar a Maquiavelo como el fundador de la ciencia política moderna, como el fiel representante del cálculo frío, despojado de toda ética e, incluso, como la expresión más acabada del mal absoluto, el autor florentino aparece como quien inauguró el camino para el rechazo, el olvido y la superación de la religión en el marco de una política despiadada y puramente técnica.
Por su parte, el segundo conjunto de lecturas, que clasificamos como "interpretación instrumentalista" y dentro del cual puede ubicarse a distinguidos intérpretes de la obra de Maquiavelo tales como Isaiah Berlin (1997), Ernst Cassirer (2013) y Quentin Skinner (2013), posee el mérito de reconocer a la religión como un elemento que está presente en la obra del florentino y que amerita ser estudiado. Sin embargo, estos autores tienden a interpretar a la religión meramente como un instrumento del cual disponen los grandes líderes con el fin de garantizar un comportamiento deseable en el pueblo. De esta forma, emprenden una lectura excesivamente instrumentalista y unilateral de la religión, que termina por ser comprendida en tanto instrumento al servicio de los fines políticos de los grandes hombres, el cual es ejercido verticalmente desde arriba hacia abajo, contando con la aceptación pasiva por parte del pueblo.
En vistas de estos antecedentes, en lo que sigue interesa reconstruir el modo en que Maquiavelo tematiza la cuestión de la religión con un doble fin: 1. observar qué rol cumple la religión y qué relación guarda con la política; 2. identificar los significados de religión en Maquiavelo con el propósito de desmontar la suposición de que ella funciona como un simple instrumento del que los grandes disponen con el objetivo de dominar sobre un pueblo pasivo y sumiso. Para realizar esto, dividiremos nuestra exposición en dos partes. En la primera, reconstruiremos el análisis que Maquiavelo dedica a la religión romana entre los capítulos 11 a 15 de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Allí, tendremos ocasión de observar que la religión romana ya permite dar cuenta de la división entre grandes y pueblo, así como también del modo en el que ambos "humores" se vinculan. Grandes y pueblo aparecerán como dos sujetos disociados, pero al mismo tiempo indisociables, en el marco del orden social y político de la ciudad. Este análisis de la religión romana en la obra de Maquiavelo permitirá observar que la religión se presenta como una estructura de creencia bilateral, a través de la cual grandes y pueblo se vinculan activamente.
En la segunda parte, restituiremos la caracterización maquiaveliana del cristianismo y su comparación con la religión pagana romana. De esa comparación, constataremos el tipo de efectos que una y otra religión promueven en el pueblo, que deriva, a su vez, en dos tipos diversos de establecimiento del vínculo político entre grandes y pueblo. Gracias a esta reconstrucción, podremos observar el carácter oscilante de la valoración del cristianismo por parte de Maquiavelo.
II. La religión romana
Maquiavelo se ocupa de la religión de los romanos entre los capítulos 11 y 15 del libro primero de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio[4], pero la primera referencia a la cuestión religiosa aparece en el capítulo inmediatamente precedente. El capítulo 10 del libro I se titula “Cuán laudables son los fundadores de una república o un reino, y cuán vituperables, en cambio, los tiranos”. Sin embargo, ya en la primera oración del capítulo, altera la afirmación que le da título, al colocar por encima de los fundadores de repúblicas o reinos a los fundadores de religiones, silenciados en el encabezado:
Entre todos los hombres dignos de elogio, los que más alabanzas merecen son los que han sido cabezas y fundadores de las religiones. Inmediatamente después, los que han fundado repúblicas o reinos. Después de éstos, son celebrados los que, puestos a la cabeza de los ejércitos, han ampliado sus dominios o los de la patria. (Maquiavelo 2015, 71)
A la luz de esta afirmación, resulta evidente que para el secretario florentino nadie debería ser considerado más digno de alabanza que el fundador de una religión. Por lo mismo, nadie es más execrable que aquel que la destruye:
Son, por el contrario, infames y detestables los hombres que destruyen las religiones, que disipan los reinos y las repúblicas, enemigos de la virtud, de las letras y de toda otra arte que acarree utilidad y honor para el género humano, como son los impíos, los violentos, los ignorantes, los ineptos, los ociosos y los viles. (Maquiavelo 2015, 71)
Esta oposición resulta extraña en un capítulo que, al menos en apariencia, se encuentra dedicado a los fundadores de repúblicas y reinos. Sin embargo, parece dar cuenta de la relevancia de la religión para toda fundación política, y sirve de base, también, para el análisis ulterior de Maquiavelo, a partir del cual va a analizar no sólo la religión romana, sino el propio estatuto de fundador de Numa.
El capítulo 11 se inaugura destacando la relevancia de Numa Pompilio para el origen de Roma:
Aunque Roma fue fundada por Rómulo, y se reconoce por hija suya en el nacimiento y la educación, sin embargo, juzgando los cielos que los ordenamientos de Rómulo no bastaban para tanto imperio, inspiraron al senado romano para que eligiese a Numa Pompilio como sucesor de Rómulo, de modo que las cosas que éste dejó de lado fueron reguladas por Numa. El cual, encontrando un pueblo ferocísimo, y queriendo reducirlo a la obediencia civil con artes pacíficas, recurrió a la religión como elemento imprescindible para mantener la vida civil […]. (Maquiavelo 2015, 76)
La religión romana es introducida en la ciudad por Numa, el sucesor de Rómulo, quien, encontrándose con un pueblo sumamente feroz, busca reconducirlo a la obediencia. Así, la religión romana encuentra su génesis en una necesidad eminentemente política: recurre a la religión como componente indispensable para estabilizar el orden político y garantizar la obediencia del pueblo. Numa deseaba “crear instituciones nuevas y desusadas en aquella ciudad y temía que su autoridad sola no bastase” (Maquiavelo 2015, 78).
A continuación, Maquiavelo agrega que Numa constituyó la religión de tal manera que “por muchos siglos, en ninguna parte había tanto temor de Dios como en aquella república, lo que facilitó cualquier empresa que el senado o los grandes hombres de Roma planearan llevar a cabo” (2015, 76). La evocación de la figura de Dios es la que provee el marco autoritativo que concita la obediencia del pueblo. Maquiavelo parece sugerir que, en el fondo, la institución de la religión remite a Dios, y que es el temor que suscita en el pueblo la imagen divina el que provee el fundamento de la autoridad de Numa:
Y vemos que a Rómulo, para organizar el senado e instituir nuevos órdenes civiles o militares, no le hizo falta recurrir a la autoridad de Dios, de la que, en cambio, necesitó Numa, que simulaba tener familiaridad con una ninfa que le aconsejaba todo lo que luego él le aconsejaba al pueblo. (Maquiavelo 2015, 77)
El carácter extraordinario de la tarea que Numa pretende realizar exige el establecimiento de su autoridad sobre un fundamento igualmente extraordinario. La implementación de nuevas leyes y ordenamientos, que con la sola autoridad humana no es posible llevar a cabo, requiere el engaño deliberado sobre el pueblo. Por ello, Numa hace creer (“simula”) que tiene trato con la ninfa Egeria, quien le ofrece consejos que luego él traslada al pueblo. Pero esto sólo es posible porque, en general, toda religión reconduce su fundamento a la omnipotencia divina y ésta, a su vez, se vincula a la pasión del miedo. Precisamente porque Dios provoca temor en el hombre es que su evocación concita obediencia. Es decir, la religión —en este caso, la religión pagana antigua— se asienta sobre la relación de temor que se establece entre el hombre y Dios. Y ello da cuenta de que “el temor se configura como una instancia constitutiva e insuperable del hecho religioso” (Geuna 2013, 127). Por eso, observa el secretario que “examinando infinitas acciones, del pueblo romano en su conjunto o de muchos de los romanos individualmente, se ve cómo aquellos ciudadanos temían más romper un juramento que la ley, como quien estima más el poder de Dios que el de los hombres” (Maquiavelo 2015, 76).
Además, el estatuto paradigmático del caso de Numa queda puesto en evidencia en la afirmación maquiaveliana de que todo gran legislador —como es el caso de Licurgo y también de Solón— actúa de la misma manera en que lo hizo el legislador de Roma:
Y verdaderamente, nunca hubo un legislador que diese leyes extraordinarias a un pueblo y no recurriese a Dios, porque de otro modo no serían aceptadas; porque son muchas las cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente, no tienen ventajas tan evidentes como para convencer a los demás por sí mismas. Por eso los hombres sabios, queriendo soslayar esta dificultad, recurren a Dios. (Maquiavelo 2015, 78)
La autoridad humana es insuficiente para poder instituir leyes extraordinarias. Hace falta el recurso a Dios para suplir esa insuficiencia. “Porque, donde falta el temor de Dios es preciso que el reino se arruine o que sea sostenido por el temor de un príncipe que supla la falta de religión. Y como los príncipes son de corta vida, el reino acabará en seguida en cuanto le falte su fuerza” (Maquiavelo 2015, 79). El recurso a Dios otorga los cimientos fundamentales que estabilizan el orden político. De nada sirve la autoridad de un príncipe, encarnado en un hombre eminente, si éste no garantiza su perdurabilidad más allá de su muerte. “No es, pues, la salvación de un reino o de una república tener un príncipe que gobierne prudentemente mientras viva, sino uno que lo organice todo de manera que, aun después de muerto, se mantenga” (2015, 79). En suma, es la religión la que, a tenor de Maquiavelo, permite asegurar la estabilidad anhelada por todo legislador.
Pero la religión no es sólo la causa de la obediencia del pueblo, sino también el origen de las buenas costumbres, de la buena fortuna y de la felicidad de las repúblicas, razón por la cual se hace evidente la superioridad de Numa por sobre Rómulo:
Y puede verse, analizando atentamente la historia romana, qué útil resultó la religión para mandar los ejércitos, para confortar a la plebe, mantener en su estado a los hombres buenos y avergonzar a los malos. Hasta el punto de que si se disputase acerca de a qué príncipe debía sentirse Roma más agradecida, Rómulo o Numa, creo de buen grado que Numa obtendría el primer puesto, porque donde hay religión, fácilmente se pueden introducir las armas, pero donde existen las armas y no la religión, con dificultad se puede introducir ésta. (Maquiavelo 2015, 77)
Nuevamente, aparece —aunque aquí implícitamente— la cuestión de la legitimidad de los ordenamientos institucionales. Tal vez Rómulo pueda ser considerado el fundador de Roma, por haber instaurado allí las prístinas leyes y el poder militar. Sin embargo, Numa demuestra su preeminencia a través de la institución de la religión, que consolida el orden y, con ello, legitima también las armas. En efecto, es posible introducir las armas en una república, pero difícilmente sean aceptadas sin el auxilio de la religión. Por ello, en vistas de todo esto, concluye Maquiavelo que “la religión introducida por Numa se cuenta entre las primeras causas de la felicidad de aquella ciudad, porque ella produjo buenas costumbres, las buenas costumbres engendraron buena fortuna, y de la buena fortuna nació el feliz éxito de sus empresas” (Maquiavelo 2015, 79).
De este primer capítulo que el secretario dedica a los orígenes de la religión de Roma es posible constatar dos cuestiones, o más precisamente, dos características que atañen al análisis maquiaveliano de la religión: en primer lugar, el carácter político de la lectura del fenómeno religioso. Maquiavelo observa siempre con ojos atentos a los efectos políticos que promueve la religión. De allí su atención sobre la relación que ella guarda con la obediencia, con la legitimidad del orden político, que hace, en parte, a su estabilidad y sostenimiento.
Ahora bien, a lo largo de su obra, el florentino reconoce que todo orden político —o, si se prefiere, toda ciudad— está constituido por dos humores: los grandes, que desean dominar, y el pueblo, que desea no ser dominado (Maquiavelo 2015, 47; 2012, 49) En ese marco, entonces, una lectura política del hecho religioso supone, al mismo tiempo, comprender los efectos que la religión tiene sobre el vínculo político que se establece entre los grandes y el pueblo. Pero, fundamentalmente, implica reconocer la politicidad última del fenómeno religioso. Es decir, si es posible una lectura política de la religión es porque ella encierra en sí misma una politicidad última que es pasible de ser develada. Con respecto a esto, Volco afirma que en muy pocos fragmentos de la obra de Maquiavelo es posible divisar semejante revelación acerca de la politicidad última y del “carácter humano, y necesariamente humano, de la religión” (2016, 295). La politicidad de la religión remite, justamente, a su carácter eminentemente humano. A nuestro juicio, este es un aspecto fundamental de la concepción maquiaveliana de la religión: al develar los métodos utilizados por el fundador de la religión antigua, desnuda, simultáneamente, el carácter humano y natural de las religiones reveladas[5]. Sin embargo, declarar que la religión es eminentemente humana y que, por consiguiente, le subyace una dimensión política, no implica que ésta quede reducida a mero instrumento político, a simple insumo del cual hacen uso quienes están a la cabeza del orden político, como pretenden sostener ciertas lecturas. Volveremos sobre este asunto más adelante.
La segunda constatación a la cual se puede arribar se halla íntimamente ligada a la primera. Si la religión es examinada a partir de su dimensión política, se vuelve entonces comprensible por qué Maquiavelo no se muestra interesado en absoluto por consideraciones de índole doctrinales o teológicas. No le interesan los dogmas y concepciones teológicas que informan a toda religión, sino, antes bien, los efectos que estas creencias y doctrinas producen sobre las ciudades y sus ordenamientos. En relación con esto, Geuna afirma que “el plano de su discurso no es el de la verdad o la pretensión de verdad, sino el de la eficacia histórica y social; el foco del razonamiento no se centra en la trascendencia, sino en la inmanencia: sobre las consecuencias que la fe en la trascendencia puede tener sobre la inmanencia” (Geuna 2013, 125).
A luz de estos pasajes, el conjunto de lecturas que conforman la interpretación tradicional (Butterfield 1940; Olschki 1945; Maritain 1942, etc.) de Maquiavelo, que afirma que la religión no constituye un elemento relevante en su pensamiento o que declara, tan taxativa como dogmáticamente, que el autor florentino separa definitivamente la política de la religión, se vuelve a todas luces inadmisible. Montado sobre esta tradición interpretativa, Butterfield propone a Maquiavelo como el promotor de la ciencia política moderna, en cuyo seno la religión queda restringida al ámbito del análisis histórico sobre su relevancia para el mantenimiento y el desarrollo del estado (Butterfield 1940, 80). Acotada por los márgenes de la ciencia política moderna, desprovista ahora de todo elemento mítico y abocada al examen científico de la estructura y el desenvolvimiento de los estados, la religión pierde su estatuto y se cuenta entre los documentos dignos de ser registrados en los libros de la historia del desarrollo humano. La misma comprensión habilita a Olschki a hablar del florentino en términos de un calculador frío, ética y políticamente neutral (Olschki 1940).
Por su parte, Jacques Maritain se anima a ir todavía más allá, cuando declara que el verdadero logro de la obra del secretario consistió en “rechazar la ética, la metafísica y la teología del reino del conocimiento y la prudencia políticas” (Maritain 1942, 3); y, a renglón seguido, agrega que este rechazo constituye “la más violenta mutilación sufrida por el intelecto práctico del hombre y por el organismo de la sabiduría práctica” (Maritain 1942, 3). Lógicamente, dicha crítica encuentra su fundamento en la concepción católica de la política que informa a Maritain, a partir de la cual traza una conexión entre la noción de bien común y la vida eterna como fin último y supremo de toda vida humana. En este esquema, la vida política funge como el puente terrenal que ayuda al hombre a conectarse con su destino final y eterno (Maritain 1942, 10). Desde semejante perspectiva, no llama la atención que Maquiavelo aparezca como el pensador del mal absoluto, quien destruye esa sagrada conexión entre bien común y reino de Dios, postulando al poder y su mantenimiento como meta última de la política (Maritain 1942, 10-11).
Ahora bien, apenas una lectura superficial del capítulo 11 del libro primero de los Discursos termina por convencernos de que la religión no es un elemento que Maquiavelo suprime de su análisis y que, por tanto, resulta conveniente desechar este tipo de aproximación hermenéutica a la obra de Maquiavelo[6]. Su examen de la figura de Numa revela que la religión no aparece como un elemento exterior a la política, sino que constituye el fondo último sobre el cual se asienta y se estabiliza la fundación del orden político. El hecho de que Maquiavelo señale el carácter eminentemente humano de la religión no es una prueba de su irrelevancia, sino precisamente de su politicidad última y de su conexión íntima con la conformación del vínculo político entre grandes y pueblo en la ciudad.
Unos párrafos atrás, señalamos que del análisis que Maquiavelo realiza en torno a la introducción de la religión romana podíamos constatar que se centra en los efectos que la religión produce en el vínculo político entre grandes y pueblo. Más concretamente, su indagación se dirige hacia el conjunto de prácticas comunes sobre las cuales se vehiculizan los efectos que produce la religión romana antigua. Estas prácticas son el objeto del capítulo 12 del libro primero de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, titulado “Lo importante que es tener en cuenta la religión, y cómo Italia, por haber descuidado esto por culpa de la Iglesia romana, está arruinada”. A propósito de esto, Maquiavelo explica que:
Los príncipes o los estados que quieran mantenerse incorruptos deben sobre todo mantener incorruptas las ceremonias de su religión, y tener a ésta siempre en gran veneración, pues no hay mayor indicio de la ruina de una provincia que ver que en ella se desprecia el culto divino. Esto es fácil de entender si nos fijamos en las bases sobre las que se asienta la religión en que ha sido criado el hombre, porque todas las religiones tienen su fundamento en algún aspecto principal. (Maquiavelo 2015, 80)
Toda religión, independientemente de su contenido y de los valores que pretenda inculcar, se erige sobre determinadas prácticas, que operan como su núcleo de fondo. Ellas son la estructura, la piedra angular sobre la cual se cimenta cada religión. La religión romana encontraba su estructura “en las respuestas de los oráculos y en los colegios de adivinos y arúspices: todas las otras ceremonias, sacrificios y ritos dependían de esto, pues ellos creían instintivamente que un dios que pudiera predecir el bien y el mal futuros los podría, del mismo modo, conceder” (Maquiavelo 2015, 80). Se puede apreciar que los romanos creían en la respuesta de los oráculos en la medida en que creían en la voluntad de los dioses. Éstos constituían la fuente de la religión romana porque en ellos se expresaba la última voluntad divina: eran el vehículo a partir del cual se manifestaban los dioses y de ese culto se derivaban todas las otras ceremonias de la religión romana.
Luego de indicar el ordenamiento principal de la religión antigua, su núcleo fundamental, Maquiavelo retoma sus tesis de carácter general: “Los que estén a la cabeza de una república o un reino deben, pues, mantener las bases de su religión, y hecho esto, les será fácil mantener al país religioso, y por tanto bueno y unido” (Maquiavelo 2015, 81). En el capítulo 11, el secretario nos había informado que la religión produce obediencia, garantizando así la estabilidad de los ordenamientos e instituciones políticas. Ahora agrega un elemento más: la religión no sólo legitima la autoridad política, sino que también produce la unión entre los propios ciudadanos. Si Maquiavelo observa que la religión se asienta sobre determinadas ceremonias, sobre ciertas prácticas que la estructuran, es en el cumplimiento y el respeto de esas ceremonias, sostenidas y promovidas por los que están a la cabeza de los estados, en donde el pueblo encuentra su cohesión.
Este nexo entre religión y unidad popular es el criterio a partir del cual el secretario florentino realiza la crítica a la Iglesia católico-romana que emerge en este capítulo. La desunión y corrupción de Italia es el resultado de que la Iglesia se ha desviado de sus principios constitutivos:
Y si los príncipes de las repúblicas cristianas hubiesen mantenido la religión tal como fue constituida por su fundador, estarían los estados y repúblicas cristianas más unidos y felices de lo que lo están. Y no puede haber mayor prueba de la decadencia de esta religión que ver cómo los pueblos que están más próximos a la Iglesia de Roma, cabeza de nuestra fe, son los menos religiosos. Y quien considere sus fundamentos y vea qué distintos de ellos son los usos presentes, juzgará sin duda que se acerca la ruina o el castigo divino. (Maquiavelo 2015, 82)
El apartamiento de la Iglesia con respecto a sus principios esenciales es la causa de que todos los pueblos limítrofes a ella se hayan corrompido, se hayan vuelto irreligiosos y, fundamentalmente, hayan perdido su unidad. Tanto es así que Maquiavelo rebate las opiniones de aquellos que consideran que la Iglesia es la causa del bienestar de Italia:
Y como muchos opinan que el bienestar de las ciudades italianas nace de la Iglesia romana, quiero contradecirles con algunas razones, sobre todo con dos muy poderosas que, a mi juicio, no se contradicen entre sí. La primera es que por los malos ejemplos de aquella corte ha perdido Italia toda devoción y toda religión, lo que tiene infinitos inconvenientes y provoca muchos desórdenes; porque así como donde hay religión se presupone todo bien, donde ella falta sucede lo contrario. Los italianos tenemos, pues, con la Iglesia y con los curas esta primera deuda: habernos vuelto irreligiosos y malvados; pero tenemos todavía una mayor, que es la segunda causa de nuestra ruina: que la Iglesia ha tenido siempre dividido nuestro país. (Maquiavelo 2015, 82)
El anticlericalismo y la postura marcadamente antieclesiástica de Maquiavelo quedan resumidos, entonces, en dos motivos fundamentales: en primer lugar, en el hecho de que la Iglesia desterró de Italia todo atisbo de religión en el pueblo italiano; y, en segundo lugar, porque, como resultado de ello, mantuvo divido al país. En efecto, él explora y ahonda aún más sobre las razones de este naufragio de la Iglesia y de Italia. Al considerar por qué Italia, a diferencia de España o Francia, no logró conservarse unido y feliz, observa que “la causa de que Italia no haya llegado a la misma situación, y de que no haya en ella una república o príncipe que la gobierne, es solamente la Iglesia” (Maquiavelo 2015, 83). Y, más adelante, agrega:
No habiendo sido, pues, la Iglesia tan poderosa como para ocupar Italia, y no habiendo permitido que otro la ocupe, ha sido causa de que ésta no haya podido reunirse bajo un único jefe, sino que está repartida entre numerosos príncipes y señores, de lo que nace tanta desunión y debilidad, que la han conducido a ser una presa no sólo para los poderosos bárbaros, sino para cualquiera que la asalte. Y eso nosotros, los italianos, se lo debemos a la Iglesia tan sólo. (Maquiavelo 2015, 83)
En este punto del capítulo, el argumento se descentra y cambia de eje. No sucede solamente que la Iglesia ha desatendido sus fundamentos y ha perdido de vista su anclaje religioso originario, sino que, volcado a la lucha política, no ha sabido absorber en su seno el monopolio del poder[7]. En cualquier caso, el temor de Dios, como fundamento subyacente a toda religión, sigue estando presente como el criterio a partir del cual se sustenta la crítica. Si la Iglesia fracasa en la tarea de unificar a Italia, es porque ella no logra encomendarse a un príncipe o a un jefe, a partir del cual autorizar y legitimar el orden político en referencia a la figura de Dios. A diferencia de la Roma antigua, la Roma contemporánea no tiene a un Numa que, amparado en la autoridad de Dios, legitime las instituciones públicas, produciendo, a la vez, obediencia y cohesión.
Esto nos conduce a un punto nodal del análisis maquiaveliano de la religión, referido al hecho de que el conocimiento de la íntima ligazón entre religión y unión popular es una cualidad que poseen aquellos hombres que están a la cabeza de los estados. Por ello, Maquiavelo advierte que aquellos que se encuentran en esa posición:
deben favorecer y acrecentar todas las cosas que sean beneficiosas para ella, aunque las juzguen falsas, y precisamente pondrán más cuidado en hacerlo cuanto más prudentes y versados en las ciencias de la naturaleza sean. Pues éste ha sido el proceder de los sabios, y de aquí nació la autoridad de los milagros que se celebran en las religiones, aunque sean falsos, pues los prudentes los magnifican, vengan de donde vengan, y con su autoridad los hacen dignos de crédito para cualquiera. (Maquiavelo 2015, 81)
Es sencillo percibir la centralidad de estas líneas: la religión no debe ser sostenida en el tiempo por lo que ella tiene de verdadera, de remisión a la trascendencia, sino por los efectos políticos benéficos que produce. O, en todo caso, debe ser perpetuada por los efectos que esa remisión a la trascendencia tiene sobre la inmanencia de los asuntos humanos. Los grandes hombres, los sabios, reconocen el carácter falso —dicho en otras palabras, el carácter eminentemente humano— de la religión, pero también identifican en ella un medio sumamente eficaz para producir obediencia y unidad.
Estos efectos no atañen sólo al pueblo que habita en la ciudad, sino que son extensibles al conjunto de los soldados que militan en los ejércitos. A propósito de esto, en el capítulo 13, Maquiavelo nos enseña que, durante el asedio del ejército romano a la ciudad de Veyas, los capitanes apelaron a la religión como contrapeso al cansancio y al tedio de sus soldados:
Veremos ahora, en el asedio de la ciudad de Veyas, cómo los capitanes de los ejércitos se servían de la religión para tenerlos dispuestos para sus empresas: habiendo crecido aquel año el lago Albano de forma admirable, y estando los soldados romanos cansados por el largo asedio, queriendo volverse a Roma, los romanos inventaron que Apolo y otros oráculos habían dicho que se tomaría la ciudad el año que se desbordase el lago Albano, lo que hizo que los soldados soportasen el aburrimiento del sitio, sostenidos por esa esperanza de que conquistarían el lugar, y estaban contentos de seguir en la empresa, de modo que Camilo, hecho dictador, conquistó la ciudad, que llevaba diez años asediada. (Maquiavelo, 2015: 85)
La religión funciona, así, como instrumento que los capitanes tienen a disposición, a los fines de inspirar confianza en los soldados, pero también como un método de disciplina. En la misma medida en que, al interior de la ciudad, la religión produce obediencia y cohesión, en el marco del ejército y de la guerra exterior suscita confianza y disciplina.
En los capítulos 14 y 15 del libro primero, Maquiavelo provee dos ejemplos más sobre el “buen uso” de la religión en un escenario de guerra. En el capítulo 14, nos informa que, antes de emprender cualquier batalla fuera del territorio romano, resultaba esencial persuadir a los soldados de que los auspicios hablaban en su favor:
Entre otros adivinos, había en los ejércitos una clase de augures llamados pullarii[8], y cada vez que se disponían a entablar combate contra el enemigo, querían que los pullarii hiciesen sus auspicios, y si los pollos picoteaban, combatían con buenos augurios, y si no, se abstenían de la refriega. No obstante, cuando la razón les mostraba que debía hacerse una cosa, aunque los auspicios fueran adversos, la hacían; aunque dándole la vuelta con tantos términos y modos que no pareciese que se hacía despreciando la religión. (Maquiavelo 2015, 88)
En el capítulo 15, por su parte, Maquiavelo señala que los samnitas, pueblo vecino de Roma, también recurrieron a la religión como remedio último frente a las constantes derrotas sufridas a manos del ejército romano:
Por lo que decidieron probar por última vez, y, sabiendo que si querían vencer era necesario insuflar obstinación en el ánimo de los soldados, para lograrlo no existía mejor medio que la religión, pensaron repetir un antiguo sacrificio suyo, por mediación de su sacerdote, Ovio Pacio. […] Y trabándose el combate, los samnitas fueron derrotados, porque la virtud romana, y el miedo acumulado en los anteriores fracasos, superó la obstinación que pudieran haber concebido gracias a la religión y al juramento. Sin embargo, vemos que no pudieron encontrar otro refugio ni intentar otro remedio para alcanzar alguna esperanza de recuperar el antiguo valor. Lo que testifica plenamente cuánta confianza se logra mediante la religión bien empleada. (Maquiavelo 2015, 90-91)
Los ejemplos provistos por Maquiavelo refuerzan la idea de que la religión es un instrumento de disciplinamiento fundamental, con el cual es posible inspirar confianza en el ejército de cara a un enfrentamiento bélico[9]. Pero, además, ponen evidencia que la religión es manipulable y puede ser “bien empleada”, es decir, puede ser objeto de una interpretación sesgada e instrumental por parte de aquellos grandes capitanes de ejército, cónsules o jefes de estado, que manipulan y alteran los auspicios, allí donde no se prestan a conformidad con sus pretensiones o con lo “que la razón les mostraba”; o acrecientan y magnifican los resultados de las ceremonias, en aquellos casos en que se ajustan a sus planes racionales.
Este aspecto de la religión, el hecho de que los grandes hombres hagan un “buen uso” de la religión, pone a la luz una distinción central que está a la base de la lectura que Maquiavelo realiza en torno al rol que guarda la religión con respecto al vínculo político entre grandes y pueblo. Una distinción entre dos tipos de sujetos o, utilizando otros términos, dos tipos de inteligencia. Por un lado, encontramos a aquellos que Maquiavelo denomina grandes hombres: los cónsules, los dictadores, los jefes de los ejército y en ciertos casos también a la nobleza y el senado, quienes disponen de una capacidad de comprensión intelectual superior, de una racionalidad práctica, de una cierta prudencia, que les permite juzgar como falsas ciertas prácticas religiosas, como poco influyentes a los auspicios desfavorables, pero que, aun así, actúan con prudencia y respeto hacia la religión, sin poner en cuestión dichas prácticas, reconociendo cuán importantes son para los ciudadanos y los soldados. Por otro lado, hallamos a los simples ciudadanos, a los soldados y, en algunos casos, al pueblo en su conjunto, quienes no disponen de dicha comprensión intelectual, de dicha inteligencia práctica, y que, por lo tanto, permanecen presos del temor a la divinidad, temor que refuerza, como hemos visto, su obstinación con vistas a la guerra, es decir, su virtud militar, pero también su virtud civil. Geuna también subraya esta diferencia, adjudicándola al carácter constitutivo del temor a Dios en el pueblo:
Para la gran parte de los ciudadanos y soldados maquiavelianos, los dioses no viven impasibles e imperturbables en la intermundia: por eso no se da la posibilidad de una liberación del miedo a los dioses. Maquiavelo parece sugerir que el temor con respecto a los dioses es una dimensión constitutiva e insuperable para la gran parte de los hombres, y que este temor es conservado y “bien usado” por los políticos. (Geuna 2013, 134)
Este argumento —del que ya hemos hecho mención anteriormente— vinculado al carácter constitutivo del miedo a Dios en el seno del pueblo es central, puesto que permite evaluar desde otra óptica el estatuto de la religión en la obra de Maquiavelo y, específicamente, en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Es que la existencia de una distancia entre los pocos y los muchos, cifrada en la posibilidad de que aquellos manipulen las ceremonias religiosas y hagan un “buen uso” de la religión, ha habilitado un conjunto de lecturas que hemos sistematizado bajo el nombre de interpretación instrumentalista. Dentro de ella se agrupa una gran cantidad de autores[10] que sostienen que la religión es un instrumento del cual los grandes disponen para producir un comportamiento deseable en el pueblo. De acuerdo con esta lectura, la religión aparece como un medio para los fines de la acción política de los grandes hombres, esto es, como un recurso sometido a su propio servicio, como un instrumentum regni, con el cual logran introducir leyes y ordenamientos con mayor facilidad y aceptación. Una lectura de este tipo no declara la irrelevancia de la religión, pero la subordina al orden de la necesidad política. Mark Hulliung resume esta posición de forma lacónica y taxativa: “Maquiavelo nunca podría aceptar un estado de cosas en el cual la religión dictara a la política en lugar de la política a la religión” (Hulliung 1983, 63). Parapetado sobre dicha concepción, afirma sin ambages el carácter instrumental de la religión pagana:
La más creativa de todas las élites gobernantes fue la de la Roma antigua, y su creación más espectacular fue la religión pagana. A diferencia del ethos militarista de la virtus, cedido involuntariamente de los nobles a los plebeyos, la religión romana fue planeada e incluso inventada por los gobernantes, quienes a partir de ahí la impusieron deliberadamente sobre el pueblo desde arriba. […] Así, dos de los más notables productos de la fe del pueblo, su lealtad apasionada a la virtù y a la religión pagana, fueron derivados de los nobles; pero la creencia religiosa romana fue única en ser autoconscientemente construida por las élites para consumo popular, y es posiblemente el tributo más grande al poder creativo del liderazgo. (Hulliung 1984, 45)
En esta misma línea, Berlin sostiene que “en lo que toca a la religión, no es para Maquiavelo mucho más que un instrumento socialmente indispensable; una muy útil argamasa: el criterio del valor de una religión es su papel como promotora de solidaridad y cohesión” (Berlin 1997, 180). Y agrega luego, en tono perentorio, que “no hay necesidad de que la religión descanse en la verdad con tal de que sea socialmente efectiva” (Berlin 1997, 180).
La lectura de Cassirer le depara a la religión un destino similar. A tenor suyo, Maquiavelo “estaba convencido de que la religión es uno de los elementos indispensables de la vida social del hombre” (Cassirer 2013, 165). Pero insiste en que ella no puede aspirar a una verdad absoluta, independiente y dogmática, sino que, sencillamente, su “valor y validez dependen enteramente de su influencia sobre la vida política” (Cassirer 2013, 165). De allí que “la religión es indispensable hasta en el sistema de Maquiavelo. Pero ya no es un fin en sí misma: se ha convertido en un simple instrumento en manos de los dirigentes políticos” (Cassirer 2013, 165). También Meinecke observa la cuestión con los mismos lentes. Según él, “[l]a virtù ordinata del Estado atribuía naturalmente un gran valor a la religión y a la moral, como elementos importantes en el mantenimiento de la dominación política. Maquiavelo se expresó incluso sobre la necesidad de la religión” (Meinecke 1959, 37). Y cierra con desazón: “Pero tanto la religión como la moral se convertían así, de valores con rango propio, en simples medios para los fines de un Estado vitalizado por la virtù” (Meinecke 1959, 37).
Por su parte, el rigor metodológico con el cual Skinner y Pocock se aproximan a Maquiavelo no impide que ambos arriben a la misma conclusión que los comentaristas susodichos. Para Skinner, el secretario presupone “que las observancias religiosas ayudan a mantener ‘buena y unida’ una comunidad” y que es un deber de los príncipes sostener la fuerza de las ceremonias religiosas (Skinner 2013, 182). Por su parte, Pocock señala que la virtud cívica precisa, como requisito previo, un sustrato religioso, a partir del cual es posible enaltecer la figura de Numa como fundador de una religión sin la cual Roma no hubiese podido sobrevivir. No obstante, la relevancia de la introducción de la religión depende, para este historiador, de su encuadramiento en el marco de la virtud cívica. Todo lo cual “servirá a Maquiavelo para justificar su convicción de que la religión debe estar subordinada a la política” y de que todo auténtico profeta “deberá aspirar a convertirse en legislador y a proporcionar a su pueblo una religión susceptible de servir de substrato a la ciudadanía” (Pocock 2002, 276).
Es indudable que este conjunto de interpretaciones encuentra sustento en varios pasajes del análisis maquiaveliano de la religión romana al cual nos hemos abocado hasta aquí. Sin embargo, a nuestro juicio, dicha exégesis reconoce una estructura de creencia unidireccional, en virtud de la cual los grandes imponen su ley sobre el pueblo, instrumentando para este fin a la religión. En este marco, la religión aparece como un instrumento que se aplica y se impone sobre un pueblo meramente pasivo que acepta y absorbe el mandato de los grandes. La religión se despliega como un dispositivo que se dirige desde arriba hacia abajo, y que dispone a los muchos a admitir serena y pasivamente la voluntad de los pocos. Por otra parte, dicha lectura presupone, también, cierto carácter omnipotente de los grandes líderes políticos.
No obstante, desde nuestra perspectiva, la indicación de Geuna acerca del carácter constitutivo del miedo a Dios por parte del pueblo nos proporciona una clave que permite interpretar a la religión de una manera distinta a la concepción instrumentalista y unilateral de la religión que ofrecen los autores mencionados. En efecto, de acuerdo con Sandro Landi, el pueblo posee una capacidad autosugestiva, o lo que este autor denomina “una voluntad de creer” (Landi 2017, 271), que pone en entredicho la visión unilateral de la religión como instrumentum regni. Para comprender esta conexión entre el pueblo y la voluntad de creer, conviene volver sobre la distinción entre la inteligencia de los grandes y la inteligencia popular esbozada más arriba. Decíamos allí que la inteligencia de los grandes es tal que les permite reconocer la falsedad de la religión tanto como su utilidad para garantizar la estabilidad del orden político. Por el contrario, el pueblo carece de esta inteligencia, en la medida en que es incapaz de trascender el temor que concita Dios. Ahora bien, la razón de esta diferencia reside en la ligazón que existe entre los grandes y la dimensión de la representación y el pueblo y la dimensión de la imaginación. Es decir, las dos inteligencias identificadas más arriba pueden ser vinculadas a estas dos nociones de representación e imaginación, que adquieren ahora una relevancia central, en tanto constituyen las dimensiones a partir de las cuales se relacionan y se distinguen los grandes y el pueblo. Mientras que los grandes generan una representación, ligada a la imagen de sí y de su liderazgo que proyectan hacia el pueblo, el pueblo se identifica con un imaginario específico —constituido por valores compartidos, tradiciones institucionales, memorias colectivas, creencias religiosas— al cual se debe ceñir la representación de los grandes. De allí que, si los grandes desean estabilizar sus ordenamientos, es preciso que adecúen su representación a la imaginación popular. De lo contrario, el orden político corre el riesgo de derrumbarse. Así, ambas inteligencias, la de los grandes y la del pueblo, están conformadas por una dimensión que le es propia a cada una: la representación, propia de los grandes y la imaginación, propia del pueblo. En este sentido, del mismo modo en que resulta imposible comprender a los grandes sin el pueblo, y viceversa, la representación y la imaginación constituyen dos dimensiones que se encuentran relacionadas y que son interdependientes.
La necesidad de adecuación de la representación de los grandes en relación con la imaginación popular permite comprender un pasaje de los Discursos en que Maquiavelo describe cómo el pueblo romano descubre el engaño con que los grandes pretendían imponer sus fines a través de los oráculos. Allí, se dice que en cuanto los oráculos “comenzaron luego a hablar a gusto de los poderosos, y su falsedad fue descubierta por el pueblo, los hombres se volvieron incrédulos y apropiados para destruir cualquier orden bueno” (Maquiavelo 2015, 81).
A la luz de esta cita, la interpretación instrumentalista deviene insostenible y la relación entre religión y vínculo político entre grandes y pueblo adquiere una nueva significación. La estructura de creencia unilateral debe ser abandonada y reemplazada por una estructura bidireccional, en la cual las nociones de imaginación y representación se tornan capitales. Por su parte, la creencia emerge como una dimensión inherente al pueblo, en la cual intervienen, al mismo tiempo, un conjunto de imaginarios que configuran el contenido de la imaginación del pueblo[11]. En efecto, como ya hemos indicado, es precisamente a estos imaginarios que nutren la imaginación popular a los cuales debe circunscribirse la representación de los grandes, si desea ver legitimado su poder[12].
Estas consideraciones autorizan a identificar, en los escritos maquiavelianos, dos nociones de religión que conviven y se complementan. Por un lado, la religión en tanto instrumentum regni, esto es, como un conjunto de prácticas y creencias instituidas por los grandes hombres, por medio de las cuales pueden conducir al pueblo a aceptar las leyes instituidas y a sostener en el tiempo formas civiles de convivencia (Geuna 2013, 122). Por el otro, y central para nuestro trabajo, la religión se presenta desde un punto de vista antropológico, como enraizada en el miedo profundo de ciertos individuos, configurándose así, en palabras de Cutinelli-Rèndina, como la “vida auténtica y profunda de un pueblo, factor genuino de autoidentificación y cohesión política” (Cutinelli-Rèndina 1999, 21), es decir, como una dimensión independiente con respecto a la obra de un legislador.
Este doble significado de la religión pone en evidencia que “la imposibilidad de trascender el orden de la creencia es concomitante con la imposibilidad de trascender el elemento de la dominación” (Volco 2016, 304). La vida humana en común sólo puede ordenarse a partir de relaciones de dominación, pero éstas, a su vez, deben resultar aceptables. De modo tal que las relaciones de dominación exigen el establecimiento de las condiciones por las cuales éstas se vuelven tolerables y son ejercidas. Así, resulta claro que, si la religión debe ser interpretada a la luz de su relación con la política, es decir, a la luz de los efectos políticos que promueve sobre el vínculo político que se establece entre grandes y pueblo, la política admite ser leída, también, sobre la base de su vínculo con la religión, esto es, a la vista del nexo común que ambas poseen con la dimensión de la creencia popular. En este sentido, tanto los órdenes religiosos como los políticos se asemejan en su búsqueda de sostener y garantizar sus instituciones mediante la apelación a la creencia. Por esta razón, puede afirmarse que, en la obra de Maquiavelo, la religión y la política poseen una relación de analogía funcional. Esto es, en la medida en que tanto la religión como la política constituyen órdenes que apelan a la dimensión de la creencia popular, ambos dominios cumplen una función análoga, que consiste en fundar instituciones que se fundamentan en la relación de creencia que se establece entre los grandes que dirigen esas instituciones y el pueblo que cree, confía y presta obediencia a ellas[13]. Puesto en otros términos, en la obra de Maquiavelo, la religión y la política constituyen órdenes que establecen una relación entre grandes y pueblo que es el del orden de la creencia, de la fe. Esto implica que la religión y la política pueden ser comprendidos en tanto estructuras de creencia bilateral, dentro de la cual se establece una diferencia entre los grandes y el pueblo, es decir, entre aquellos que están encargados de dirigir las instituciones que hacen a los órdenes religiosos y políticos y entre quienes creen en esos órdenes[14].
Ahora bien, que Maquiavelo considere a la religión y a la política como órdenes que cumplen la misma función de legitimar sus órdenes mediante la apelación a la creencia popular, significa que, en la perspectiva de Maquiavelo, la creencia no constituye una dimensión de índole exclusivamente religiosa, sino que las creencias pueden también ser políticas. Pero, además, el hecho de que Maquiavelo considere que su relación sea de analogía funcional, no implica tampoco que ambos tipos de órdenes sean incompatibles. En efecto, tal como ha demostrado nuestra reconstrucción del análisis que Maquiavelo hace de la religión romana, la religión bien puede constituir un medio de estabilizar los ordenamientos políticos instituidos en una ciudad, lo cual muestra que Maquiavelo considera la posibilidad de compatibilizar religión y política dentro de un mismo orden, siempre y cuando la religión se coloque al servicio de la política, esto es, siempre que funcione como instrumento para la legitimación y sostenimiento de los ordenamientos políticos. De aquí parece proceder, entonces, esa segunda noción de religión identificada por Cutinelli-Réndina, que hace de la religión un factor de autoidentificación del pueblo y de garante de la unidad política. Una noción, en suma, que no dista mucho de la concepción romana de religión, vinculada al verbo latín religare, esto es, a la idea de que la religión supone una unión de los hombres con el orden político común en el que habitan. De este modo, Maquiavelo parece sugerir que la religión y la política resultan compatibles en la medida en que ambas permiten ligar a los individuos con un mundo común provisto por la unidad política.
Estas consideraciones nos permiten señalar, entonces, que, pese a que Maquiavelo ya no puede comprender —como los antiguos romanos— a la actividad religiosa y la política como esencialmente indistinguibles, todavía considera que ellas guardan una relación de analogía funcional, vinculada a su común apelación a la dimensión de la creencia. Lo cual permite, asimismo, admitir la posibilidad de pensar su complementariedad, a condición de aceptar que los órdenes religiosos deben subordinarse a los ordenamientos políticos.
Finalmente, es posible constatar que, en la óptica de Maquiavelo, todo orden político —por estar sometido al paso del tiempo, gobernado por la fortuna— se sustenta en la fe sobre la perdurabilidad y la legitimidad de los mismos, en el hecho de que la legitimidad de las instituciones políticas depende de la creencia que éstas revistan. Por ello, la relación entre política y religión no puede ser reducida a la noción de instrumentum regni, que evoca una estructura de dominación unilateral, en la cual los grandes imponen su voluntad engañando deliberadamente a un pueblo pasivo e ingenuo. Precisamente porque la política remite, en última instancia, a la dimensión de la creencia, es que el pueblo ocupa un lugar central y no puede ser puesto en una posición exclusivamente pasiva, sino que debe ser ponderado como un sujeto activo y fundamental en vistas de la conexión entre la creencia popular y el vínculo político entre grandes y pueblo[15].
En lo que sigue, realizaremos una breve reconstrucción del análisis que Maquiavelo dedica a la religión cristiana en el segundo capítulo del libro segundo y en el primer capítulo del libro tercero de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, tomando en consideración las coordenadas trazadas recientemente, relativas al nexo entre creencia popular y vínculo político. El encuadramiento de estos capítulos dentro de estas coordenadas permitirá trascender la comprensión de Maquiavelo como un autor eminentemente anticristiano[16], o como la de un adherente a los valores del paganismo[17]; pero, también, impedirá asignar a Maquiavelo una fe cristiana[18] o la creencia en “el Dios del cristianismo republicano florentino” (Viroli 2010, 61). Ambas posiciones condensan el debate en torno al análisis maquiaveliano de la religión cristiana, colocándose en dos extremos antagónicos incompatibles.
Nuestra reposición, en cambio, pretende poner en evidencia la ambigüedad del discurso del secretario con respecto a su valoración del cristianismo. Como veremos, la oscilación de Maquiavelo en relación con este tema conduce a una extraña paradoja: si hay una crítica manifiesta a los efectos perniciosos y marcadamente antipolíticos del cristianismo, se percibe, no obstante, un elogio velado[19] de aquellos que están a la cabeza de la religión cristiana por haber sabido producir obediencia en los creyentes.
III. La religión cristiana
Promediando el capítulo 2 del segundo libro de los Discursos, cuyo encabezado es “Con qué pueblos tuvieron que combatir los romanos, y qué obstinadamente defendían aquellos su libertad”, Maquiavelo se pregunta por la procedencia del mayor nivel de amor hacia la libertad que él constata en los pueblos de la antigüedad, a diferencia de los pueblos que habitan su tiempo presente:
Pensando de dónde puede provenir el que en aquella época los hombres fueran más amantes de la libertad que en ésta, creo que procede de la misma causa por la que los hombres actuales son menos fuertes, o sea, de la diferencia entre nuestra educación y la de los antiguos, que está fundada en la diversidad de ambas religiones. Pues como nuestra religión muestra la verdad y el camino verdadero, esto hace estimar menos los honores mundanos, mientras que los antiguos, estimándolos mucho y teniéndolos por el sumo bien, eran más arrojados en sus actos. (Maquiavelo 2015, 221-222)
De acuerdo con el autor florentino, el mayor apego a la libertad por parte de los antiguos obedece a una diferencia en su educación, que encuentra su fundamento en la religión. La distancia entre una religión y la otra es semejante a la distancia entre el cielo y la tierra, cuyo patente corolario es una diferencia inconmensurable entre las actitudes de quienes las profesan. Maquiavelo subraya con ironía que el cristianismo, por amor a la verdad, desecha toda estimación por el mundo y por los honores que en él pueden alcanzarse, a diferencia de la religión pagana, para la cual estos honores constituyen el bien supremo y la meta de toda vida digna y loable. De allí que la religión antigua glorifica a hombres llenos de gloria mundana, encarnados en capitanes de ejércitos o en jefes de una república, mientras que la religión cristiana encumbra a hombres cuyo fin supremo es la contemplación y el culto a Dios por sobre la acción política y la gloria terrenal.
Esta diferencia entre los fines de una y otra religión se traduce también en la modalidad que revisten las instituciones que informan a cada una:
Esto se puede comprobar en muchas instituciones, comenzando por la magnificencia de sus sacrificios y la humildad de los nuestros[20], cuya pompa es más delicada que magnífica y no implica ningún acto feroz o gallardo. Allí no faltaba la pompa ni la magnificencia, y a ellas se añadía el acto del sacrificio, lleno de sangre y de ferocidad, pues se mataban grandes cantidades de animales, y este espectáculo, siendo terrible, modelaba a los hombres a su imagen. (Maquiavelo 2015, 222)
La ferocidad y espectacularidad de los ritos propios de la religión pagana resultan coherentes con los honores mundanos a los que aspira y contrastan absolutamente con la delicadeza y la sencillez de las instituciones cristianas. Un contraste similar se puede observar con respecto a los valores que una y otra movilizan, pues la religión cristiana “ha puesto el mayor bien en la humildad, la abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres” (Maquiavelo 2015, 222).
Se trata, como advierte Berlin, de dos ideales de vida incompatibles y antagónicos, de dos universos morales radicalmente disociados y que no admiten complementación (Berlin 1997). De un lado, la moral pagana, anclada en el coraje, el vigor, la fortaleza y asociada al logro público y a la búsqueda del honor en el mundo. Frente a ésta, el universo moral cristiano, apuntalado en la compasión, en la misericordia, el amor a Dios, el desprecio de los bienes de este mundo y la salvación del alma individual. Con esto, Berlin nos pone al tanto de otra cosa: la oposición entre ambas moralidades supone el enfrentamiento entre una moral pública y otra privada, o lo que es lo mismo, entre una moral pagana cuyos efectos favorecen la acción política[21] y una moral cristiana profundamente antipolítica, que renuncia al mundo y prescinde de toda acción. La antipoliticidad del cristianismo[22] se revela en el hecho de que promueve “valores incomparables, más elevados que, y de cierto absolutamente inconmensurables con, cualquier meta social, política u otra terrenal, o cualquier consideración económica, militar o estética” (Berlin 1997, 190). El cristianismo no es solamente antipolítico, sino que es, en cierta medida, antiterrenal: comprende la vida humana en la tierra como un tránsito temporal y pasajero hacia la vida celeste y eterna.
Maquiavelo advierte los efectos antipolíticos del cristianismo que conducen a un estado de quietud y de resignada aceptación de la sumisión entre sus fieles, aduciendo que dicho comportamiento tiene lugar en virtud de una tergiversación en la interpretación del cristianismo:
Y cuando nuestra religión te pide que tengas fortaleza, quiere decir que seas capaz de soportar, no de hacer, un acto de fuerza. Este modo de vivir parece que ha debilitado al mundo, convirtiéndolo en presa de los hombres malvados, los cuales lo pueden manejar con plena seguridad, viendo que la totalidad de los hombres, con tal de ir al paraíso, prefiere soportar sus opresiones que vengarse de ellas. Y aunque parece que se ha afeminado el mundo y desarmado el cielo, esto procede sin dudas de la vileza de los hombres, que han interpretado nuestra religión según el ocio, y no según la virtud. Porque si se dieran cuenta de que ella permite la exaltación y la defensa de la patria, verían que quiere que la amemos y la honremos y nos dispongamos a ser tales que podamos defenderla. Tanto han podido esta educación y estas falsas interpretaciones, que no hay en el mundo tantas repúblicas como había antiguamente, y, por consiguiente, no se ve en los pueblos el amor a la libertad que antes tenían. (Maquiavelo 2015, 222-223)
La religión cristiana debilita a quienes profesan su credo, promoviendo una actitud pasiva que conduce a la mansedumbre y a la tolerancia de los dolores y opresiones que impone la vida terrenal. Esto alude, implícitamente, a la famosa metáfora bíblica, recogida tanto en el Evangelio de Lucas como en el de Mateo[23], que aconseja “dar la otra mejilla” ante la recepción de una mala acción ajena. Una doctrina que enseña a no resistir frente al mal, a despreciar las cosas del mundo con vistas a alcanzar el paraíso, no puede más que producir una disposición pasiva y resignada en el pueblo, sobre el cual se puede ejercer toda clase de dominios y subyugaciones. Un pueblo de esta clase está encaminado a perder su libertad y a quedar preso de la peor de las tiranías, olvidando el horizonte de la propia patria[24]. En este sentido, la crítica maquiaveliana del cristianismo apunta a censurar los efectos antipolíticos que suscita en el pueblo, que remueven el amor a la libertad y a la república.
Ahora bien, el florentino identifica que la conducta sumisa que asumen los miembros de la comunidad cristiana está asociada a “falsas interpretaciones” que han llevado a cabo algunos hombres, que han “interpretado nuestra religión según el ocio, y no según la virtud”. Por lo expuesto en torno a la religión de los romanos y por lo que Maquiavelo agregará en el primer capítulo del libro tercero, es plausible interpretar que aquí, nuevamente, se hace alusión a los que están a la cabeza de la religión cristiana, que han comprendido al cristianismo de una manera tal que convierten al pueblo en objeto de su control político. Esto es puesto en evidencia en el primer capítulo del tercer libro de los Discursos, cuando el secretario describe el modo en el cual el cristianismo logra salvarse de su extinción gracias a la intervención de quienes estaban en su cúspide:
En cuanto a las sectas, vemos qué necesario es que exista en ellas esa renovación por el ejemplo de nuestra religión, pues ésta, si no se hubiera replegado a sus orígenes gracias a San Francisco y a Santo Domingo, se hubiera perdido completamente; pues éstos, con la pobreza y el ejemplo de la vida de Cristo, volvieron a instalar en la mente de los hombres la religión cristiana, que ya estaba olvidada, y fueron tan poderosas sus nuevas órdenes que gracias a ellas la deshonestidad de los prelados y de los jefes de la Iglesia no acaban de arruinarla por completo, pue sus miembros viven pobremente, y tienen mucho crédito entre el pueblo por sus confesiones y sermones, y así dan a entender que es malo hablar mal del mal[25] que cometen los prelados, y que es bueno vivir bajo su obediencia, encomendando a Dios el castigo de las culpas que puedan cometer; y los prelados, por su parte, obran lo peor que pueden, pues no tienen miedo de un castigo que no ven y en el que no creen. Esa renovación, pues, mantuvo, y mantiene, nuestra religión. (Maquiavelo 2015, 346-347)
Este pasaje nos obliga a reconsiderar la valoración maquiaveliana del cristianismo, poniendo en conexión las citas presentadas con la distinción que presentamos acerca las dos inteligencias: el carácter antipolítico del cristianismo se deshace y muestra su intrínseca politicidad. En cierta forma, el cristianismo promueve valores marcadamente antipolíticos, pero, al mismo tiempo, como señala Landi, “vuelve pensables nuevas técnicas de gobierno del imaginario individual y colectivo”, que dan cuenta de su “extraordinaria posibilidad de persuasión” (Landi 2017, 275). La “falsas interpretaciones” se revelan como una manipulación de la religión cristiana por parte de sus grandes líderes, que encuentran su correlato en un pueblo obediente. La religión cristiana, al igual que la romana, también produce obediencia en el pueblo, pero la tramita de una manera distinta. Si la religión romana lo hacía en un contexto de espectacularización de sus rituales y ceremonias, la liturgia cristiana opera sobre un registro más íntimo, que se dirige igualmente hacia la misma dimensión de carácter mental o psíquica que es la imaginación del pueblo. A través de sus grandes líderes, ella instala “en la mente los hombres” un imaginario colectivo que recurre a lugares —el paraíso y el infierno— y a figuras —San Francisco, Santo Domingo, Jesús—, capaces de enraizarse en el alma de sus fieles por la sola potencia sugestiva que estos imaginarios emanan. Y esto es posible porque, para Maquiavelo, el pueblo posee una voluntad de creer que constituye un elemento central de su inteligencia, en la cual la capacidad receptiva de su imaginación cumple un rol preponderante.
Esta reevaluación que Maquiavelo realiza del cristianismo, que permite constatar su carácter eminentemente político, es también resaltado por el florentino en el quinto capítulo del libro segundo de los Discursos. Allí, en el marco de una discusión acerca de la eternidad del mundo[26], Maquiavelo pone en relación a las religiones con la posibilidad de extinción de la memoria de las cosas. A propósito de las causas que extinguen la memoria de las cosas, el florentino observa que las “que tienen su origen en los hombres son los cambios de creencias y de lenguas”. Ello sucede así porque “cuando surge una nueva creencia, o sea, una nueva religión, su primera preocupación es extinguir la antigua, para así ganar reputación; y cuando además los organizadores de la nueva religión hablan diferente idioma, la aniquilan fácilmente” (Maquiavelo 2015, 233). Con esta frase, Maquiavelo pone a la luz dos cosas: en primer lugar, que, tal como señalamos durante el análisis de la religión romana, Maquiavelo interpreta a las religiones como creencias y que, por lo tanto, el núcleo de la religión está cifrado en la creencia que se presta a los órdenes institucionales —ceremonias, ritos, liturgias, etc.— erigidos por los que están a la cabeza de ella. En segundo lugar, que para que las religiones perduren en el tiempo necesitan extinguir la memoria de las religiones anteriores, esto es, que ellas están obligadas a imponerse a las demás mediante su destrucción. Como es lógico, por tratarse de un principio general de toda religión, el cristianismo no estuvo exento de la tarea de aniquilar la memoria de la religión gentil antigua: “Esto se ve claramente observando el comportamiento de la religión cristiana con respecto a la gentil, pues anuló todos sus ordenamientos y ceremonias, y borró todo recuerdo de la antigua teología” (Maquiavelo 2015, 233). Pese a que luego agrega que el cristianismo falló en su misión de borrar toda huella del paganismo debido a que no pudo prescindir de la lengua latina, el secretario florentino resalta el celo con el cual los líderes de la religión cristiana se encomendaron a la tarea de abolir la religión de los gentiles. En relación con esta cuestión, Maquiavelo indica que “cualquiera que lea los métodos empleados por San Gregorio y otros jefes de la religión cristiana verá con cuánta obstinación perseguían todos los recuerdos antiguos, quemando la obra de los poetas y de los historiadores, derribando las imágenes y estropeando cualquier otra cosa que conservase algún signo de la antigüedad” (2015, 233-234). De esta forma, Maquiavelo exhibe nuevamente el carácter político de toda religión, incluso de la religión cristiana, y la importancia que para su desarrollo y sostenimiento tienen aquellos que están al mando de ella.
Así, si se evalúa el tratamiento integral que Maquiavelo realiza del cristianismo, la religión cristiana asume, a los ojos de Maquiavelo, un valor ambiguo. Por un lado, promueve valores ajenos a la vida y la acción políticas, que tornan al pueblo débil y sumiso. Pero, por el otro, pone en evidencia tanto el carácter necesariamente político de toda religión como la existencia de dos inteligencias en torno a ella: la de los grandes hombres, que, como dice sobre los prelados, “no tienen miedo de un castigo que no ven y en el que no creen” (Maquiavelo 2015, 347) y, que, en consecuencia, manipulan e interpretan la religión en su provecho; y la del pueblo, cuya voluntad de creer lo lleva a obedecer a aquellos que adecúan su interpretación al conjunto de imágenes y símbolos en los cuales el pueblo cree.
Esta ambigüedad en la valoración del cristianismo torna problemática la asociación de Maquiavelo con el anticristianismo, pero también su vinculación con el paganismo. Más bien, su crítica en torno a la interpretación del cristianismo conforme al ocio y su afirmación de la necesidad de comprenderlo de acuerdo a la virtud, invita a pensar en la posibilidad de amalgamar lo mejor de la religión romana con lo mejor de la cristiana, es decir, a articular la práctica de gobierno cristiana a través de imágenes y símbolos que movilicen los principios axiológicos eminentemente políticos y virtuosos del paganismo romano. En consecuencia, la sugerencia de esta articulación supone, en efecto, una reforma del cristianismo que, a diferencia de la reforma que por esos años propondría Martín Lutero, implica una radicalización, en la medida en que supone la sustitución de los principios prístinos del cristianismo por otros absolutamente opuestos.
IV. Consideraciones finales
Llegados hasta aquí en nuestra exposición, vale la pena señalar una consideración final. Más allá de la sugerencia de una articulación entre ambas religiones, la contraposición que establece Maquiavelo entre los valores propiciados por la religión pagana y aquellos promovidos por el cristianismo nos pone al tanto de que ambas religiones comportan dos formas disímiles del establecimiento del vínculo político. En particular, ambas generan dos tipos de pueblo o, dicho de otro modo, promueven en el pueblo dos tipos de actitudes que afectan al desarrollo de la vida política en común al interior de la ciudad. Por un lado, la religión cristiana garantiza la obediencia en virtud de principios axiológicos que suscitan la apatía y la pasividad en el pueblo, subordinando, de esta manera, toda forma de vida en común al anhelo de la salvación del alma y al acceso a la vida eterna en el más allá. De allí que la crítica maquiaveliana se dirija precisamente hacia la disposición que despierta el cristianismo en el pueblo, que redunda en una actitud ostensiblemente antipolítica, es decir, en una conducta ajena no sólo a una vida política activa, sino alejada, también, de una vida política libre. Por otro lado, el paganismo romano exalta la unidad de su pueblo, a través de valores que lo imbuyen de fuerza, tesón y gallardía, mediante los cuales prepara a los ciudadanos para la vida política y guerrera, que constituyen la garantía de su apego a la libertad. De esta manera, si bien Maquiavelo reconoce en ambas religiones la existencia de grandes hombres que manipulan y moldean la religión con vistas a concitar la obediencia, los elementos específicos que marcan la distancia entre una y otra son, por un lado, el tipo de actitud que generan en el pueblo y, por el otro, la concomitante promoción o ausencia de unidad que en él suscitan; elementos que, como hemos visto, derivan de los valores que ambas religiones promueven.
Así las cosas, resulta del todo comprensible la preferencia de Maquiavelo por el paganismo. En el marco de un territorio italiano fragmentado, disgregado y asediado por las potencias extranjeras, Maquiavelo encuentra en los principios axiológicos promovidos por el paganismo la posibilidad de superar la actitud de pasividad y resignación frente al mundo que concita la religión cristiana mediante su articulación con los valores de la religión pagana. Solo esa articulación puede dar lugar a un pueblo activo y tenaz, capaz de hacer de Italia una república unida y vigorosa.
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* Licenciado en Ciencia Política UBA. Magíster en Teoría Política y Social UBA. Doctorando en Ciencias Sociales UBA. CONICET - Instituto de Investigaciones Gino Germani.
[1] «Tanto nomini nullum par elogium» figura en la inscripción original de la tumba.
[2] Un estudio en detalle del antimaquiavelismo del siglo XVI en Italia y Europa puede encontrase en De Mattei (1969); también cf. Abad (2008).
[3] Para una exposición exhaustiva de este recorrido de la recepción de Maquiavelo, cf. Cassirer (2013) y también Bausi (2015).
[4] ¿Por qué escoger este breve pasaje de los Discursos para realizar un análisis de la religión en la obra de Maquiavelo? Aunque, en verdad, son varios los pasajes de la obra del secretario en cuyas páginas se hace mención a la religión, creemos que es en este fragmento en donde, a partir del análisis de un caso, Maquiavelo enuncia una “verdad” general sobre la religión, sobre su relación con la política y sobre el modo en que ella esclarece la relación política que liga a grandes y pueblo. Es como si, en su análisis de la religión, Maquiavelo operara sobre la base del método inductivo, extrayendo una regla general del caso particular. En realidad, entendemos, como indica Marco Geuna, que el tratamiento de la religión toma a Numa y a la religión de Roma como ejemplo paradigmático que permite explicar el funcionamiento general de la religión: “Para Maquiavelo, Numa y Roma representan sólo un caso particular, aunque paradigmático, de una verdad más general. Razonando sobre este asunto, él llega de hecho a una tesis general sobre los legisladores y sobre el rol de la religión en política” (2013, 125).
[5] El carácter humano de la religión deriva del hecho de que, para Maquiavelo, no existe nada más allá del cosmos. No existe un Dios trascendente que se revela a través de milagros o que comunica su plan a los hombres excelentes. Por ello, de hecho, Maquiavelo, en el capítulo 30 del libro tercero de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, invita a leer la Biblia “inteligentemente”: “Y quien lea inteligentemente la Biblia se dará cuenta de que Moisés se vio obligado, si quería que sus leyes y ordenamientos salieran adelante, a matar a infinitos hombres, que se oponían a sus designios movidos sólo por la envidia” (Maquiavelo 2015, 451; el destacado es mío). La Biblia admite una lectura inteligente, juiciosa, sensata, que va más allá de una comprensión de la Escritura en tanto revelación de Dios. Sobre la noción cosmológica de Maquiavelo, que remite directamente hacia sus ideas sobre la naturaleza, ver el artículo de Castorina y Mattei (2020).
[6] En el caso de Maritain, incluso, sería más correcto afirmar que interpreta a Maquiavelo reduciendo su obra a El Príncipe y que, además, confunde la obra con una representación que adquirió la misma, es decir, con el maquiavelismo. Para un análisis riguroso y pormenorizado del problema de la noción de obra y sobre el maquiavelismo como representación puede consultarse el célebre trabajo de Lefort (1986, 7-151; 2010: 11-85).
[7] Es interesante observar la disección que Maquiavelo realiza del cristianismo y la Iglesia. Si, como veremos en el próximo apartado, el cristianismo es originariamente una religión de la humildad, cuya mira está puesta en el reino de los cielos, el análisis maquiaveliano de la Iglesia revela toda su vocación de poder, un atributo que, en principio, le es completamente ajeno. Volveremos sobre esta cuestión más adelante.
[8] Los pullarii eran una clase de adivinos que avanzaban sus pronósticos por la manera en que comían los pollos sagrados. Para un estudio del rol de estos adivinos en el ejército imperial romano, véase Wheeler (2008).
[9] El mismo argumento aparece en El Arte de la guerra (Maquiavelo 1995, 123)
[10] La lista es copiosa. Entre ellos, I. Berlin (1997); J. G. A. Pocock (2002); Q. Skinner (2013); J. Samuel Preuss (1979); E. Cassirer (2013); F. Meinecke (1959); A. Tenenti (1969); C. Vivanti (1997), M. Hulliung (1984); Beiner (2011); Chabod (1960).
[11] Cabe señalar que, en la medida en que cada pueblo posee su propio imaginario, hecho de valores compartidos, tradiciones institucionales, costumbres y creencias religiosas y políticas, el imaginario configura la fisonomía y la “naturaleza” de cada pueblo, de modo tal que cada pueblo puede ser identificado en función de su imaginario particular.
[12] Conviene aclarar, no obstante, que esta adecuación no sólo depende, en última instancia, del parecer del pueblo, sino que no siempre se produce. De hecho, en el ejemplo que citamos, en torno al descubrimiento de la falsedad de las predicciones oraculares, la posibilidad del fracaso queda de manifiesto.
[13] Resulta interesante enfatizar el carácter novedoso de esta comprensión de la relación entre religión y política, sobre todo en el marco del ambiente cristiano en el que Maquiavelo vivía. Si bien es cierto que ya puede identificarse una relación estrecha entre religión y política en la república romana —a tal punto de que llegaban a considerarse inescindibles—, durante el período medieval la religión era considerada como una esfera autónoma y separada de la política, como puede constatarse en las teorías acerca de la autonomía eclesiástica respecto de los gobernantes. En este marco, la innovación del planteo maquiaveliano consiste en recuperar ambas nociones, mostrando la autonomía relativa de ambos "dominios", al tiempo que señala su interdependencia. Sobre la relación entre religión y política en la religión romana antigua, ver Arendt (2016). Acerca de la autonomía de la Iglesia sobre los poderes seculares en la Edad Media, ver Miethke (1993), Ullmann (2013) y Duch (2014).
[14] A propósito de la idea de bilateralidad de la estructura de creencia, además del ejemplo ya citado y referido en la nota anterior, existen numerosos ejemplos, no sólo en los Discursos, sino también en El Príncipe. Por ejemplo, en el capítulo 3 de El Príncipe, Maquiavelo observa, en línea con toda nuestra argumentación, que "los hombres cambian contentos de señor creyendo que van a mejorar; y esta creencia los lleva a tomar las armas en su contra; y se engañan porque descubren luego por experiencia que han empeorado" (2012, 8). Por esta razón, el rey de Francia, Luis XII, ocupó rápidamente Milán con la ayuda del pueblo, pero luego éste "al verse engañado por sus opiniones y por aquel futuro bien que había esperado, no pudo tolerar los abusos del nuevo príncipe” (Maquiavelo, 2012, 9). Aquí, como en tantos otros pasajes que no es posible reconstruir aquí, Maquiavelo muestra el carácter bilateral de la creencia, el hecho de que puede ser causa de estabilización pero también de desestabilización de un determinado ordenamiento político.
[15] A propósito de este punto, Miguel Vatter (2000) ha realizado interesantes investigaciones en torno al carácter activo del pueblo en su relación con los grandes, ponderando, entre otras cosas, la importancia que la dimensión de la creencia juega en el establecimiento del vínculo político.
[16] Gennaro Sasso, por ejemplo, ha afirmado que de las páginas de los Discursos emerge un “evidente y casi proclamado anticristianismo” (Sasso, 1993, 603). Skinner ha argumentado también en esta línea (2013).
[17] Quienes adscriben a esta lectura son, entre otros, Huillung (1984), Cassirer (2013) y Meinecke (1959).
[18] Para una lectura afín a esta hipótesis, De Grazia (1994).
[19] De acuerdo con Strauss 1958, Maquiavelo, en tanto gran filósofo, desarrolla un tipo de escritura esotérica, cuya urdimbre está plagada de críticas veladas, de elogios solapados y de silencios significativos. Para una lectura minuciosa y elaborada de esta interpretación, véase Hilb (2005, 25-111).
[20] La utilización del pronombre posesivo «nuestro» no debe llevar a la apresurada conclusión de que Maquiavelo se declara abiertamente cristiano. Con ese uso, el florentino simplemente intenta demarcar la distancia temporal entre una religión pasada y la religión que rige en el presente.
[21] Prosiguiendo la estela trazada por el trabajo de Isaiah Berlin, en su libro Política y tragedia, Rinesi identifica en el autor florentino, contra toda una tradición de lectura que divisa en esa obra los primeros signos de la autonomización de la política respecto de la moral, al promotor de una moral auténticamente política, incompatible con la moral convencional (2011).
[22] Como es evidente, el carácter antipolítico del cristianismo se deriva, para Maquiavelo, exclusivamente de los valores que promueve: valores que, por ejemplo, años más tarde, Nietzsche identificará como el origen de la moralidad servil (2011). En este sentido, puede considerarse que las teorías de la resistencia frente al monarca emanadas tras la reforma protestante tienen como trasfondo una relectura de los valores y doctrinas propias del cristianismo. Un claro ejemplo puede encontrarse en el clásico tratado político Vindiciae contra Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de Stephanus Junius Brutus (2008) y atribuido predominantemente al diplomático Philippe Duplessis-Mornay.
[23] En Lucas: “Mas a vosotros los que oís, digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os calumnian. Y al que te hiriere en la mejilla, dale también la otra; y al que te quitare la capa, ni aun el sayo le defiendas. Y a cualquiera que te pidiere, da; y al que tomare lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva. Y como queréis que os hagan los hombres, así hacedles también vosotros” (Lc. 6: 27-31, RVA). En Mateo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: ojo por ojo, y diente por diente. Mas yo os digo: no resistáis al mal; antes a cualquiera que te hiriere en tu mejilla diestra, vuélvele también la otra; y al que quisiere ponerte a pleito y tomarte tu ropa, déjale también la capa; y a cualquiera que te cargare por una milla, ve con él dos. Al que te pidiere, dale; y al que quisiere tomar de ti prestado, no se lo rehúses” (Mt. 5: 38-42, RVA). En ambas, la enseñanza radica en no resistir al mal, en vivir conforme a una ética de la humildad que ordena aguardar la vida eterna del reino del Señor. Esta doctrina de no devolver el mal con el mal será retomada por Maquiavelo en el primer capítulo del libro tercero.
[24] Para una lectura que vincula la lectura maquiaveliana de la religión con la defensa de la patria, léase Fontana (1999). Sobre el concepto de patria en Maquiavelo, Landon (2005).
[25] “Hablar mal del mal” implica una actitud semejante a la de devolver el mal con el mal. Aquí Maquiavelo hace notar que San Francisco y Santo Domingo restituyen la religión cristiana a la ética de la humildad que la caracteriza, promoviendo así la obediencia del pueblo, incluso frente a una casta eclesiástica que manifiestamente se desvía y pervierte dicha ética.
[26] Sobe la cuestión de la eternidad del mundo en Maquiavelo, remitimos a Sasso (1986).